Y probablemente Rook también querría.
A la mañana siguiente, de camino al trabajo, Mackenzie llamó a Gerald Mooney, el policía estatal que era su contacto en New Hampshire.
– Ha venido a vernos un granjero de agricultura orgánica -le dijo él-. Cree que recogió a nuestro hombre en autostop.
– ¿Dónde?
– Lo siento, no puedo darte detalles hasta que tengamos más información.
O sea, hasta que hubieran investigado al granjero y comprobado dónde había recogido y dejado la autopista y seguido cualquier sendero que hubiera podido tomar éste. En otras palabras, no le dirían nada más hasta que estuvieran seguros de que eso no comprometería la investigación. Sobre todo, Mooney no quería decir nada que pudiera acabar alertando al atacante y provocando que atacara a alguien más.
Pero ella era la «víctima» y no le gustaba.
– ¿Se ha hecho pública la noticia del granjero? -preguntó.
– En parte. Digamos que es una pista interesante. No tiene televisión y no vio el dibujo hasta que no fue al pueblo a comprar suministros y lo vio en un tablón del boletín de la comunidad.
– ¿Y qué tal está la otra víctima?
– Ha salido del hospital. Le espera una larga recuperación. ¿Y tú?
– Me quitan los puntos mañana. Estaré dando volteretas antes de que te des cuenta.
– Te tendré informada -dijo Mooney.
Un granjero de agricultura orgánica y un autopista que respondía a la descripción de su atacante. Mackenzie consideró inventar una excusa para volar a New Hampshire, pero cuando llegó a su mesa, su jefe, un hombre robusto cincuentón, dejó un montón de carpetas sobre su mesa.
– ¿Qué es esto? -preguntó ella.
– Tú tienes un doctorado, Stewart. Repasa las carpetas a ver lo que sacas en claro. Reunión a la una.
– No lo tengo.
– ¿Qué?
– No tengo el doctorado. Me hice marshal para no tener que escribir la tesis.
Él la miró de hito en hito.
– La reunión es aquí. Que disfrutes de la lectura -dio dos pasos, se detuvo y se volvió hacia ella-. La próxima vez que tengas una llamada de teléfono rara, me llamas a mí, no a Nate Winter.
Ah, conque era eso.
– Entendido, jefe.
Pero él no había terminado.
– Y si sientes ganas de visitar a un viejo amigo con el que quiere hablar el FBI, te aguantas.
– Harris Mayer no es un amigo…
– En esta oficina trabajamos con el FBI, no contra ellos.
Mackenzie iba a hablar, pero lo pensó mejor y decidió tener la boca cerrada.
El jefe se ablandó un tanto.
– Si no creyera que eres lista, te habría dado más tiempo para repasar esas carpetas.
– Gracias, jefe. ¿Ha oído lo del granjero orgánico y el autostopista?
– ¿Eso es un chiste?
Ella pensó que quizá su jefe le daría cincuenta carpetas más si le hablaba de su contacto con el inspector de New Hampshire. Pero ella no había hecho nada malo ni Mooney tampoco.
Delvecchio la miraba, esperando al parecer una respuesta, o quizá un chiste gracioso. Ella le contó lo que le había dicho Mooney.
– Avanza la investigación -dijo él-. Es una buena noticia.
– Ese hombre tiene agallas si se jugó la libertad al hecho de que lo recogieran haciendo autostop.
– ¿Crees que fue eso lo que hizo?
Ella pensó un momento. Negó con la cabeza.
– Tenía planes alternativos. Podía secuestrar o robar un coche y probablemente tendría otro cuchillo escondido cerca -hizo una pausa, pero Delvecchio no comentó nada-. Lo cual no le hace parecer un lunático que ataca al azar.
El jefe la miró con cierta satisfacción.
– Lo encontraremos -señaló el montón de carpetas-. Tú léete eso.
– No tardaré hasta la una -dijo ella-. Cuando preparaba exámenes tuve que leer cuatrocientos libros en cinco meses.
Delvecchio no respondió al intento de humor de ella, aunque lo que había dicho era cierto. Por un segundo, creyó que había ido demasiado lejos, pero él suspiró.
– ¿Lo ves? Lista. Es lo que dicen todos de ti, Stewart. Eres lista. Si consigues orientar bien la cabeza, dentro de diez años estarás dirigiendo todo esto.
– Mi cabeza…
Pero él se alejó y Mackenzie abrió la primera carpeta. Era de un caso viejo de un fugitivo. Todas eran sobre casos viejos de fugitivos.
¿Por qué pensaba Delvecchio que su cabeza no estaba bien orientada?
Suspiró.
Había salido con un agente del FBI ambicioso y bien considerado que le había hecho violar su norma de no salir con agentes de la ley y que además investigaba a una jueza federal que era amiga suya. Aunque Bernadette no fuera sospechosa de nada, a Delvecchio no le gustaría tener a una de sus agentes mezclada en una investigación del FBI.
Y se había visto envuelta en una pelea con cuchillo vestida con un bikini rosa. Había bloqueado un ataque con una toalla de playa.
Reconocía al atacante, pero no podía decir de qué.
Y, para colmo, había recibido una llamada rara en plena noche y no había llamado a Delvecchio.
Demasiadas faltas en su contra. Había llegado el momento de remediarlo. Lo mejor que podía hacer ahora era ir a la reunión de la una preparada y sabiéndose todas las malditas carpetas que le había dado a leer.
La reunión duró una hora, pero se prolongó con otra que duró dos horas. Cuando Mackenzie volvió a su mesa, le daba vueltas la cabeza. Pero era un buen trabajo, el comienzo de una fuerza conjunta para detener fugitivos que llevaban demasiado tiempo sueltos.
– Buen trabajo -le dijo un agente más mayor cuando pasó al lado de su mesa.
No le dio ocasión de darle las gracias. Pero ella no quería hacerse una reputación por investigación y análisis… quería hacer trabajo de campo.
Iría a práctica de tiro. Al día siguiente le iban a quitar los puntos y le sentaría bien disparar varias rondas.
Pero como todos sus planes del día, aquél se evaporó cuando apareció Juliet Longstreet. Juliet, que acababa de regresar de un entrenamiento especializado, era alta, rubia y muy en forma, una marshal de Vermont, que tenía experiencia con un caso que había afectado a su vida personal.
Además, había trabajado un tiempo con Nate en Nueva York.
– Ethan y yo queremos llevarte a buscar casa esta noche -Ethan Brooker era un antiguo miembro de las Fuerzas Especiales y ahora consejero de la Casa Blanca; Juliet y él estaban prometidos y se casarían en el otoño-. Comeremos algo por el camino.
– ¿Yo no tengo opción? -preguntó Mackenzie.
Juliet sonrió.
– No.
– Entonces estaré encantada.
– Me alegro. Nos vemos aquí dentro de una hora.
Mackenzie se dio cuenta de que ni siquiera tendría ocasión de ir a casa a cambiarse de zapatos. Veía la mano de Nate en todo aquello.
O quizá Juliet y Ethan sólo querían mostrarse amables con una agente nueva que acababa de sobrevivir a una puñalada.
Probablemente no.
Pero antes o después tendría que encontrar un lugar donde vivir. Arreglarían las filtraciones y la casa acabaría abriéndose al público.
Y si las filtraciones eran obra de los fantasmas que residían allí, Mackenzie no quería estar en la casa cuando planearan otra cosa.
– Estaré preparada -dijo a su nueva amiga.
Juliet asintió, obviamente satisfecha.
– ¿Tienes bastante para estar ocupada la próxima hora?
– Desde luego. Si se me ocurre mostrar algo de aburrimiento, llegará alguien y me dará un montón de carpetas.
– Estás aprendiendo -sonrió Juliet-. Nos vemos luego.
Veinte
Jesse miraba por los impresionantes ventanales de su dúplex alquilado el atardecer anaranjado que se reflejaba en el río Potomac mientras pensaba que debería haber prestado más atención a sus clases de Historia. Washington estaba atestado de lugares históricos, museos y edificios gubernamentales.