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Mackenzie recordaba el jaleo de la primavera, en el que habían estado mezclados Nate, Juliet Longstreet y algunos marshals de California.

– No creo que la seguridad vaya a ayudar mucho con los fantasmas de Sarah.

Cuando T.J. se marchó, Rook sirvió un whisky para Mackenzie y se sentó enfrente de ella.

– Me parece que te vendrá bien una copa.

– O un par de sorbos al menos -ella tomó el vaso y miró el líquido color ámbar-. Quiero encontrar a ese bastardo. Y a Harris. Y Cal…

– Tú no tienes la culpa de que haya venido aquí. Limítate a hacer tu trabajo. Nadie te va a pedir más.

Ella tomó un trago de whisky y recordó los ojos sin color de su atacante.

– Ese bastardo me ha dejado el cuchillo para decirme que podía haberme matado el viernes -comentó.

– No te mató.

– Quizá sí que podía y… No sé.

– ¿Y quería hacerte pensar que lo habías vencido?

– Sólo lo desarmé. Si lo hubiera vencido, ahora estaría entre rejas -tomó otro trago de whisky-. ¿Dónde fue tu primer destino?

– En Florida.

Ella lo miró a los ojos.

– ¿Tenías dudas?

– Vengo de una familia de policías. Las dudas nunca fueron mi problema -sonrió él-. Al contrario, era bastante chulo. Siempre tenía prisa y no me gustaba interrogarme a mí mismo.

Ella bebió más whisky y lo señaló con el vaso.

– Sigues siendo chulo.

– Pero soy más mesurado. Mac, tú no dudaste el viernes. Si hubieras dudado, no te quitarían los puntos mañana. Todos los que sabemos lo que hiciste sabemos también que podemos contar contigo en una pelea, que no saldrás corriendo cuando haya peligro -se encogió de hombros-. Serías difícil de derrotar.

Ella se levantó y llevó el vaso al fregadero.

– Gracias por venir cuando te he llamado.

– Me alegro de que lo hayas hecho -Rook se acercó, la miró a los ojos y sonrió-. Estás agotada.

La besó con suavidad, sin el fuego de la noche anterior. Pero ella sabía que el anhelo estaba allí. Y lo sentía también en sí misma.

– Duerme -sonrió él.

El beso y los pocos tragos de whisky sólo conseguían aumentar su sensación de que estaba a punto de perder el control. Tomó la mochila y agradeció que Rook no la siguiera al cuarto de invitados.

Brian le salió al encuentro en el pasillo.

– Te he dejado toallas y he limpiado un poco.

– Gracias.

El chico se encogió de hombros y fue a su habitación. Mackenzie pensó que estaba afectado por la reacción de todos a la visita de Cal y que tenía dudas, pero no debía ser fácil confesar esas dudas a un tío tan seguro de sí mismo como Andrew. Mackenzie pensó en seguirlo y hablar con él, pero no lo hizo. El chico tenía diecinueve años. Las dudas probablemente eran algo bueno.

Veintitrés

Cuando oyó que Cal entraba en la casa, Bernadette se levantó de la cama y corrió abajo, alegrándose de haber tenido el buen sentido de acostarse con un pijama largo y amplio.

Sorprendió a su ex marido cuando se servía un vaso largo de whisky en la cocina. Se quedó en el umbral con los brazos cruzados, pero Cal nunca se había dejado intimidar por ella.

– ¿Dónde está Harris? -preguntó.

– ¿Harris Mayer? No tengo ni idea -Cal tomó un trago largo y la miró con una franqueza que en otro tiempo ella había encontrado atractiva e incluso sexy-. Es amigo tuyo, no mío.

– Se ha ido.

– ¿Y qué? Ya es mayorcito. Puede irse sin decírselo a nadie.

Bernadette comprendió que no llegaría a ninguna parte por aquel camino.

– ¿Por qué has ido esta noche a casa de Andrew Rook? -preguntó.

Él vaciló, pero sólo un instante.

– Por nada que pueda interesarte.

– ¿No? ¿Dónde estás ahora, Cal? Estás en mi casa y tengo derecho a saber si estás mezclado en algo que pueda explotarme a mí en la cara.

– Tú no has hecho nada. Tú eres pura, Bernadette.

– ¿Crees que importará que yo no haya hecho nada y tú sí? ¿Crees que le importará a alguien? Las apariencias…

– Las apariencias no te llevarán a la cárcel -él tragó el whisky, dejó el vaso en la encimera y se sirvió otro-. Me voy a la cama. Me mudo este fin de semana. Así podrás empezar a fingir que nunca hemos estado casados.

– Ya he empezado -repuso ella, pero se arrepintió inmediatamente del comentario, aunque sólo fuera porque lo pondría más a la defensiva-. Cal, por favor. No quiero discutir contigo. Si estás en un lío, sabes lo que tienes que hacer. Eres un abogado muy bueno.

Él soltó una risa amarga.

– Gracias, Jueza.

– ¿Por qué no me lo cuentas? -ella avanzó hacia él-. ¿Qué te ha pasado?

– ¿Crees en el diablo?

A ella le dio un vuelco el corazón.

– ¿Qué?

Él abandonó lo que había empezado a decir.

– Mañana te habrás ido antes de que me levante. Que tengas buen viaje -sonrió un poco-. Saluda a los del pueblo de mi parte.

– Cal…

– No quiero que te pase nada, Bernadette. Nunca lo he querido.

Se alejó con el vaso. Ella pensó en seguirlo, ¿pero de qué serviría otra pelea? Era un hombre terco y reservado por naturaleza, cualidades que tenían sus ventajas y sus desventajas. Pero ella nunca había sido capaz de atravesar el caparazón duro que había desarrollado para proteger sus partes más vulnerable, donde vivían sus inseguridades, y se había cansado de intentarlo. Si él cedía a sus compulsiones en vez de vencerlas, ¿qué podía hacer ella?

Tal vez apartarse cuando le explotaran en la cara.

Pero sabía que no sería posible. Cumplía el código ético judicial tanto como el que más, pero eso no la ayudaría en lo relativo a las apariencias. Si Cal estaba en un lío, no sabía si los papeles del divorcio la protegerían a ella de las críticas del público o si acabaría como Harris Mayer, deshonrada y dejada de lado.

Harris no había sido acusado de nada, pero eso no lo convertía en inocente. Había tomado parte en asuntos sórdidos.

La mayoría de sus conocidos apreciaban su renuencia a cortar del todo con un viejo amigo, aunque no la entendieran. ¿Pero serían tan comprensivos si ella había vinculado involuntariamente a Harris con Cal y habían hecho juntos algo fraudulento?

– Te estás precipitando -dijo en voz alta.

Cal se habría ido cuando volviera de New Hampshire y ella recuperaría su vida. Sonrió.

– ¡Gracias a Dios!

Subió a su dormitorio pensando en el lago, las montañas, la sensación del rocío bajo los pies en una mañana de finales del verano, en recuerdos de su hogar.

Veinticuatro

Mackenzie vio una araña gorda que cruzaba delante del zapato de Cal Benton en el césped del patio del bloque de Potomac donde vivía él. Cal la había llamado al móvil justo antes de que le quitaran los puntos para pedirle que fuera a verlo en privado lo antes posible. Como ella tenía también sus razones para hablar con él, había accedido. Cal la había esperado en el vestíbulo del bloque y ahora estaban en el jardín.

Estaba visiblemente tenso y tenía gotas de sudor en el labio superior. Se hallaban en un sendero de piedra a la sombra de un sauce. El aire estaba inmóvil; sólo se movía la araña. Un camino perpendicular llevaba a una especie de túnel de cristal con aire acondicionado que unía el edificio principal con el garaje. Al parecer, a Cal no le molestaban ni el calor ni las nubes oscuras ni el rugido de los truenos.

La araña desapareció y Mackenzie inclinó a un lado la cabeza y miró a Cal. Éste vestía ropa informal, apropiada para un viernes ardiente de agosto.

– ¿No me vas a mostrar tu nuevo piso?

– En otro momento, quizá.

– ¿Bernadette se ha ido a New Hampshire?

– Supongo que sí. Se ha marchado antes de que yo me levantara esta mañana -él señaló el cielo con la barbilla-. Espero que llegue al lago antes de que estallen todas esas tormentas.