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– ¿Estás pensando?

– Sí. En la semana pasada. ¿Me instalaste en la habitación que usaron Cal y la mujer morena?

– No sé cuál usaron. Asumo que se quedarían en el dormitorio de abajo -en otras palabras, el dormitorio de Bernadette. Mackenzie sonrió-. Te puse en la habitación donde entran los murciélagos.

Cuando Rook y T.J. se marcharon, Mackenzie volvió al vestíbulo, donde el portero, que tenía al menos setenta años, lanzó un silbido.

– Más vale que se tome unos minutos para enfriarse.

– ¿Estoy roja?

– Como un tomate.

Ella hizo una mueca, aunque no le sorprendía. El calor siempre tenía la habilidad de ponerla roja.

– Hay un millón de grados ahí fuera.

– Sí, señora. ¿Quiere agua?

– Tengo en el coche -ella desdobló el dibujo y lo puso en el mostrador-. ¿Por casualidad ha visto a este hombre?

Él estudió el dibujo.

– Creo que no. Tal vez.

– Mírelo bien.

– ¿Vive aquí?

– Dígamelo usted.

El portero frunció el ceño y se enderezó.

– ¿Usted es policía?

– Soy agente federal -ella le mostró sus credenciales y dijo su nombre-. Y usted se llama…

– Charlie West, señora -volvió a mirar el dibujo y se frotó la barbilla-. ¿Qué ha hecho?

– Apuñalar a dos mujeres en New Hampshire.

El portero bajó la mano.

– Aquí no tenemos gente así, agente Stewart.

– Concéntrese en la cara. ¿Le suena de algo?

– No lo sé -él tomó el papel-. ¿Le importa que me lo quede?

– Claro que no. Pero si ve a ese hombre, no le diga nada. Llame a la policía. Seguramente irá armado y es peligroso -le tendió una tarjeta-. Si tiene alguna pregunta sobre lo que sea, llámeme, ¿vale?

– Sí, señora.

– ¿Sabe por qué Cal Benton ha insistido en que nos viéramos en el jardín en vez de en su piso?

– Esta mañana esperaba a los pintores, pero lo ha cancelado. Yo tenía que abrirles la puerta de su casa. Estaban en mi lista.

– ¿Y cuándo lo ha cancelado?

– Yo me he enterado esta mañana cuando he llegado a las siete.

– ¿Lo ha llamado él?

– Ha bajado aquí.

– ¿Estaba solo?

– Sí, señora.

Mackenzie le dio las gracias por su amabilidad y salió al calor justo cuando sonaba un trueno y brillaba el relámpago sobre el río. Se metió en el coche, dejó la puerta abierta a la brisa, marcó el número de Delvecchio y le contó lo que había pasado desde su llegada al bloque.

– Quería llamarlo a usted el primero.

– No me has llamado el primero, Stewart, me has llamado el último. Antes has hablado con Benton, Rook, Kowalski y el portero.

– Todavía no he llamado al inspector Mooney de New Hampshire.

– Por mí no lo hagas -repuso él.

Mackenzie ignoró el sarcasmo.

– Alguien debería enseñar el dibujo a la gente del edificio de Cal. Al portero le suena de algo pero no está seguro. Lo haría yo, pero estoy mezclada personalmente.

– De acuerdo. Me ocuparé de ello.

– Y quizá las aventuras de Cal Benton no tengan nada que ver con mi ataque.

– No importa. Cuantas más piezas tengamos, mejor. No todas tendrán un sitio en el puzzle, pero eso no es nuevo. ¿Vienes para acá?

– Deme una hora -contestó ella, abrochándose el cinturón.

– Es un recorrido de diez minutos.

– El tráfico.

Pasaron un par de segundos. Mackenzie cerró la puerta del coche.

– Tengo que hacer una parada personal.

– También era personal lo de ir a ver a Benton -replicó Delvecchio-. Está bien. Una hora.

Mackenzie puso el coche en marcha y salió para la Avenida Massachusetts justo cuando unas gotas gordas empezaban a caer sobre el parabrisas.

Veinticinco

Mackenzie tenía llave de la casa de Bernadette; la había tenido desde la universidad, cuando se la dio Bernadette antes de partir para un viaje de seis semanas por Asia.

– Ven cuando quieras, pero nada de fiestas salvajes -le dijo.

Como nadie abrió la puerta, entró con su llave y anunció su presencia.

– ¿Hay alguien? Soy Mackenzie.

Sonó un trueno y, debido a la tormenta, la luz en la casa era más propia del crepúsculo que de media mañana. El aire acondicionado estaba apagado. Mackenzie fue a la suite de invitados del primer piso. La puerta no estaba cerrada con llave y las cortinas seguían corridas.

– ¿Cal? -llamó, por si las moscas.

La ropa de la cama estaba muy revuelta, como si hubiera pasado una mala noche. Miró el baño. Había toallas en el suelo y el lavabo y el espejo tenían salpicaduras de jabón. ¿Limpiaría Cal antes de mudarse o dejaría aquello así?

Mackenzie suspiró. Bernadette era un modelo en muchos sentidos, pero no en lo referente a relaciones. Oscilaba entre perdonar demasiado o no lo suficiente, con lo que se confundía a sí misma y a los hombres de su vida. No había encontrado a nadie que comprendiera de verdad su inteligencia, su ambición, su generosidad y su naturaleza contradictoria. Pero tampoco había esperado encontrarlo.

Mackenzie no vio nada en la habitación de Cal que indicara que fuera víctima o autor de un chantaje o que supiera dónde estaba Harris Mayer o quién era su atacante. Nada que indicara que estuviera metido en líos.

Entró en el estudio de Bernadette. Territorio prohibido. Bernadette odiaba que invadieran su espacio, pero no cerraba la puerta con llave. Los archivos sí. Su ordenador estaba protegido con contraseña, pero Mackenzie lo comprobó para asegurarse.

¿Sería la jueza víctima de un chantaje?

¿Y qué podía tener que ocultar?

Su amistad con Harris era de dominio público. No había tenido mucha relación con él en los últimos cinco años, pero tampoco lo había abandonado por completo.

– ¿Allanamiento de morada, Mac?

La joven se volvió al oír la voz de Rook. Estaba apoyado en la puerta del estudio, como si llevara allí un rato.

– He venido a dar de comer al gato.

– No hay gato.

– Habría jurado que Bernadette me dijo que había adoptado un gato. Tengo llave -se la mostró-. Parece que esta mañana estamos en la misma longitud de onda.

– He pasado a ver si estaba Cal.

– No está. ¿Has mirado en su despacho?

– No ha ido. Ha dicho a su secretaria que tenía una urgencia con un cliente. No contesta al móvil.

– ¿T.J. está contigo?

– No.

Mackenzie miró el estudio, dominado por el escritorio sencillo de Bernadette. Tenía un sillón ergonómico y estanterías con puertas de cristal que cubrían una pared entera. Libros de leyes y de Historia del Arte se alternaban con novelas de bolsillo y libros sobre pájaros o senderismo.

En el suelo, delante de las estanterías, había varios álbumes de fotos esparcidos. Mackenzie se acuclilló y abrió uno, en el que había fotos de Harris y Bernadette en el lago.

– Son de hace tiempo -comentó Rook, de pie a su lado.

Ella lo miró.

– Recuerdo esa visita -dijo-. Fue un verano en el que yo estaba en la universidad. Trabajaba media jornada en un museo de la zona y limpiaba habitaciones en una de las posadas del pueblo. Bernadette nos invitó a cenar a mis padres y a mí y recuerdo que me fascinó oírlos hablar a Harris y a ella. Es un hombre listo.

– La jueza Peacham debió llevarse una gran decepción con la deshonra de él.

– Sí -Mackenzie cerró el álbum y se levantó-. Al principio le preocupaba que se suicidara. Yo estaba aquí una vez que él la llamó, justo después de que estallara el escándalo. Harris estaba borracho y furioso consigo mismo por haberse dejado pillar. No entendía que hubiera hecho algo mal ética o legalmente. Beanie lo convenció de que le dijera dónde estaba.

– ¿Dónde?

– En una pensión. Era una especie de escondite secreto para él. Yo fui con Beanie a buscarlo. Ella lo dejó en su casa de Georgetown y le dio un ultimátum: nunca más.