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Rook miró el álbum cerrado.

– ¿Cumplió su promesa?

– Que yo sepa, sí -Mackenzie pasó delante de él, pero se volvió desde la puerta-. ¿Quieres que miremos la pensión? No se me había ocurrido hasta ahora. No sé si Harris la usa todavía.

– ¿Puedes encontrarla?

– Creo que sí. Si no, puedo llamar a Beanie. Ella se acordará de dónde estaba.

Rook pensó un momento. Fuera, los árboles altos de Bernadette se agitaban al viento y la lluvia azotaba las ventanas.

– Iremos en mi coche -dijo.

Mackenzie asintió.

– De acuerdo -antes de salir del estudio le sonrió-. Procura que no se escape el gato.

– Alquiló ese sitio un mes -dijo el encargado, un hombre de edad madura y pelo ralo que había llevado a Rook y a Mackenzie hasta un ala apartada del destartalado edificio-. Nunca lo alquila tanto tiempo. Viene y va. Pero no da el nombre de Harris Mayer, sino el de Harris Morrison. Y paga en metálico.

Rook estaba en la acera al lado del encargado. Había dejado de llover pero todavía resonaban truenos en la distancia.

– ¿Cuánto hace que no lo ve?

– Una semana. Puede que más -metió la llave en la puerta y movió la cabeza-. ¿Oyen eso? Aire acondicionado. Lo pone a toda potencia. Pero es cosa suya, él paga la factura -abrió la puerta y retrocedió de un salto-. ¡Oh, cielo santo! ¡Oh, cielo santo!

Rook sacó la pistola y vio que Mackenzie hacía lo mismo. Dijo al encargado que retrocediera a la acera y abrió más la puerta de una patada.

El suelo de madera de la entradita estaba salpicado de sangre seca. Cuidando de no pisarla, Rook entró en el estudio y reconoció de inmediato el olor que el aire acondicionado no podía ocultar.

Miró a Mackenzie, que se hallaba detrás de él.

– Mac, esto no va a ser agradable. Tú nunca…

– Estoy bien, Rook.

– Tú conoces a Harris.

Ella asintió con la cabeza.

– Tú también. Vamos allá.

Entraron en la habitación adyacente, de muebles baratos y viejos pero servibles.

– Ahí -Mackenzie señaló el suelo delante de una puerta cerrada-. Más sangre.

Ella se colocó a un lado y Rook empujó la puerta.

El olor empeoró. Había sangre por todas partes. Harris Mayer estaba tumbado en la vieja bañera con el cuerpo cubierto en parte por una cortina de ducha estampada que había sido arrancada de la barra.

– Heridas de cuchillo -dijo Mackenzie desde el umbral.

Rook la miró.

– No se las ha hecho él. Lleva aquí tiempo. Días, no horas -movió la cabeza-. ¡Demonios!

Ella se volvió y salió deprisa. Rook no la siguió y tampoco podía hacer nada por Harris. A pesar de sus defectos, el antiguo juez no se merecía eso. Rook volvió a la habitación principal y miró la salida trasera al lado de la pequeña cocina, pero estaba cerrada con llave. Sacó el móvil y llamó a la policía, a sus superiores y a T.J. Su compañero fue directo al grano.

– ¿Mackenzie te ha llevado hasta él?

– Acabamos de llegar.

– Voy para allá.

Cuando Rook salió a la calle, Mackenzie hablaba con el encargado. Su piel tenía un color ceniciento, pero se recuperaba del shock de haber encontrado a Harris. Ya se oía una sirena. Primero llegarían los coches patrulla y los seguirían los inspectores de policía. El asesinato de Harris caía dentro de su jurisdicción.

Rook se acercó a Mackenzie.

– ¿Hay alguien a quien tengas que llamar?

Ella asintió. Él le pasó su móvil. A la joven le temblaban ligeramente las manos.

– He tenido náuseas -dijo mientras marcaba-, pero seguro que no las habría tenido si no estuviera tomando antibióticos -carraspeó-. ¿Jefe? Sí, soy yo. Esto no es agradable.

Lo había llamado de camino a la pensión y ahora le contó lo que habían encontrado. Hablaba con seguridad y sin emociones, pero cuando colgó el teléfono, echó atrás la cabeza y respiró hondo.

– Tenía que haberme acordado antes de este sitio.

Se movió el aire y les llevó el hedor a basura y excrementos de perro. No era de extrañar que nadie hubiera olido el cuerpo en el estudio. Ni tampoco que sí lo hubieran olido y no hubieran dicho nada.

– Yo no lo sabía -repitió el encargado por enésima vez.

– ¿Vio a alguien con el señor Mayer? -preguntó Rook.

– No, señor. Yo me ocupo de mis asuntos.

El primer coche patrulla paró delante del edificio, con T.J. justo detrás. Rook tenía que aceptar la realidad. Harris Mayer, su informador voluntario, no estaba escondido en la playa. Estaba muerto.

Veintiséis

A Bernadette no le sorprendió encontrar la camioneta de Gus en su puerta cuando llegó al lago. El clima la había retrasado y era propio de él cerciorarse de que llegaba viva a casa. Cuando salió del coche sintió la tensión del largo viaje en la parte baja de la espalda y en la cadera derecha.

Encontró a Gus en el muelle, cuya madera era suave y húmeda bajo los pies.

– Me he quedado sin batería en el móvil o te habría llamado -dijo-. He parado durante la tormenta a tomar café y tarta -sonrió-. De melocotón.

Gus la miró con gesto impenetrable.

– Casi llamo a la policía.

A Bernadette le dio un vuelco el corazón al ver su seriedad. Lo conocía muy bien. Recordaba las lágrimas, la rabia y la esperanza que ella y sus amigas habían sentido cuando él se había ido a Vietnam. Creían que entendían el mundo pero no comprendían nada. Él no le había escrito durante los meses que estuvo fuera, pero ella tampoco a él, y hasta diez años más tarde no reconoció su falta en esa omisión. Simplemente había intentando no pensar en Gus Winter, en lo que hacía ni en dónde estaba. Y cuando él volvió y se dedicó a la montaña y a su trabajo, ella siguió con su vida y lo dejó en paz. Luego llegó la muerte de su hermano y su cuñada, una tragedia tan imposible de imaginar que los paralizó a todos… excepto a Gus.

– Gus -susurró-. ¿Qué ha pasado?

– Harris Mayer ha muerto. Mackenzie y Rook lo han encontrado hoy.

– ¿Harris? ¿Cómo? -Bernadette intentó comprender lo que acababa de oír y pensó en Harris con sus pajaritas, sus modales patricios y sus compulsiones-. No puedo creerlo. ¿Ha tenido un infarto? No estaba… -se detuvo a respirar-. ¿Lo han asesinado?

Gus no se andaba por las ramas.

– Apuñalado.

Bernadette dio un respingo, pero no podía hablar. Miró el agua.

– ¿Beanie?

Los años en el tribunal la habían habituado a reprimir sus sentimientos, pero sentía la garganta oprimida.

– A Harris le gustaba el lago. Su esposa y él se pasaban horas aquí sentados observando a los somorgujos -parpadeó para reprimir las lágrimas e intentó controlarse-. Las cosas cambian. Harris era problemático, brillante, egoísta…

– Lo siento, Beanie.

Las sencillas palabras de Gus desgarraron la coraza que intentaba levantar ella en torno a sus sentimientos. Las lágrimas rodaron por sus mejillas. Se las secó con las manos y se volvió.

– ¿Quién te lo ha dicho?

– Ha llamado Nate. Mackenzie y Rook lo han encontrado en una pensión en un barrio pobre de Washington.

Bernadette asintió.

– Yo sé en cuál. Mackenzie y yo… ella estaba conmigo un día en el que fuimos a rescatarlo. Supongo que se ha acordado. ¿Eso es lo que te ha dicho Nate?

– Sí.

– Harris era amigo mío y llamó pidiendo ayuda. Yo lo recogí, lo llevé a su casa y nunca volví a hacerlo. No volvió a pedírmelo, así que era fácil… mantenerse al margen -miró a Gus-. ¿La policía tiene algún sospechoso?

Él negó con la cabeza.

– Nate me ha preguntado si había visto a Cal.

– ¿Cal? ¿Qué? ¿Es sospechoso?

– Sólo he dicho…

– Sé lo que has dicho -ella se arrepintió inmediatamente de la dureza de su tono. Una brisa fuerte le puso la carne de gallina en los brazos y le hizo estremecerse-. Nunca te ha caído bien Cal.