Выбрать главу

– No me extraña que Sarah y tú os llevéis tan bien -comentó Nate.

Pero Mackenzie se puso seria en el acto.

– El FBI quiere hablar con Cal -dijo-. Tenía que reunirse con Rook y T.J. esta mañana y ahora no consiguen encontrarlo.

– Puede estar en muchos lugares.

– Lo sé. No significa que esté muerto en el baño.

– Ni que haya matado a Harris o tenga algo que ver con eso. ¿Dónde te quedas esta noche?

– En casa de Rook, supongo. Me quedé allí anoche después del incidente de la hortensia y el cuchillo. Tiene un cuarto de invitados agradable, con una pared llena de fotos de los Rook.

Nate apartó el brazo de los hombros de ella pero no dijo nada.

– Su sobrino de diecinueve años está allí -añadió Mackenzie.

– ¿Eso crees? -Nate abrió la puerta de su coche y sonrió-. Te apuesto a que el sobrino no está esta noche.

Rook encontró a su sobrino en los columpios oxidados colocados en el jardín, otra zona que había que arreglar. Los setos que habían plantado sus abuelos necesitaban una poda seria y en un rincón del jardín medio oculto por la maleza había un gnomo regordete que sencillamente tenía que desaparecer.

Y los columpios también.

– Tengo que llevar esto al vertedero -dijo Rook-. Lo compró mi abuela de segunda mano cuando tu madre estaba embarazada de ti. Estaba entusiasmada con volver a tener un bebé cerca. Sabía que serías un chico.

– Sus hijos y nietos salieron muy bien -dijo Brian, que apenas cabía en el asiento-. Supongo que ya tocaba una oveja negra en la siguiente generación, ¿no?

– Los pensamientos negativos de ese tipo no ayudan, pero los entiendo -repuso Rook-. Hoy he perdido a un informador. Un hombre al que debería haber protegido. No sabía que corría peligro.

– ¿Y qué le ha pasado?

– Lo han apuñalado.

Brian hizo una mueca.

– No me gusta la violencia.

– A mí tampoco.

– Pero tú eres agente del FBI.

– No me metí en esto porque me guste la violencia. Me metí porque me interesaba y creía que podía hacer algún bien.

– Y porque todos los Rook son policías.

– Tal vez, pero en su momento eso me pareció más negativo que positivo. Cuando empecé la universidad, no sabía lo que haría seis meses después ni mucho menos diez años después.

– ¿No sabías que serías policía?

– Era una opción, pero había muchas otras.

Brian se movió y el viejo columpio crujió bajo su peso.

– Ni siquiera sé qué estudiaste en la universidad.

– Ciencias Políticas -sonrió Rook-. No se lo digas a Mackenzie. Ella casi tiene un doctorado en Ciencias Políticas.

Su sobrino sonrió.

– Imagínate que llegas a ser alumno suyo.

Rook no pensó que fuera buena idea imaginarlo.

Brian se echó hacia atrás en el columpio con las piernas estiradas y los ojos fijos en la hierba mojada.

– ¿Sientes que has fracasado por lo que le ha pasado a tu informador?

– Eso no importa mucho, ¿verdad? Todavía tengo un trabajo que hacer.

– Un trabajo que haces bien -Brian se echó hacia delante-. Yo soy bueno con los videojuegos.

– Cuando tu padre tenía diecinueve años, era bueno con todo lo que tuviera que ver con motos.

– Él nunca abandonó la universidad -Brian se levantó del columpio-. Te ayudaré a tirar esto cuando quieras. Me voy a casa. No tienes que preocuparte por mí, tío Andrew. Y mamá y papá tampoco. Ya me aclararé yo.

– Me parece bien.

– Eh, hoy he encontrado un trabajo lavando platos en un restaurante cerca del Museo Internacional de Espionaje -sonrió de pronto-. A lo mejor acabo siendo eso.

– ¿Lavaplatos?

– No. Espía.

Brian cruzó el jardín y Rook pensó que, conociéndolo, no le sorprendería que acabara siendo espía. Al chico le iría bien. Sus batallas con sus padres entraban dentro de lo normal.

Cuando se dirigía a la casa, pararon dos coches en la puerta. Eran su hermano Jim, un agente del Servicio Secreto como su padre y su hermano Steven, inspector de policía en Arlington. Detrás de ellos llegó su hermano Scott, padre de Brian y fiscal.

– ¿Ha ocurrido algo? -preguntó Rook cuando salieron todos de los coches.

– Sí -repuso Steven, el más joven-. A ti.

– No estoy sangrando.

Al fin aparcó su padre detrás del coche de Scott y, cuando salió del coche, Rook se dio cuenta de que a Brian le faltaban cincuenta años para ser la viva imagen de su abuelo.

Scott le dio una palmada en el hombro.

– Puede que no estés sangrando, pero has tenido un mal día. Un informador asesinado y ninguna pista. No es fácil. Venimos de apoyo moral.

– Además, queremos conocer a la marshal pelirroja de las pecas -añadió Jim.

Andrew estaba en minoría, uno de los problemas de vivir en Washington, y, posiblemente, una de las ventajas. Sus hermanos y su padre querrían saber todo lo que pudiera contarles. Le ofrecerían opiniones y consejos y harían preguntas.

Pero cuando la familia entraba en la casa, Rook pensó que les resultaría más fácil entender las circunstancias que rodeaban la muerte de su informador que a la marshal pelirroja de las pecas.

Veintiocho

Mackenzie dio dos vueltas a la manzana hasta que vio alejarse el último de los coches desconocidos del camino de Rook. Éste estaba en la puerta principal de la casa. Llevaba vaqueros y parecía más relajado de lo que ella esperaba. Desde luego, más que ella.

– He tenido que convencer a mis hermanos de que no investigaran tu matrícula -dijo él-. Vehículo sospechoso dando vueltas a la casa.

– Desconocido, no sospechoso. Hay una diferencia.

– Para ellos no -él abrió la puerta-. Sentirán no haberte visto.

– Lo que me faltaba. Más Rook.

Pero el humor la abandonó cuando entró en el vestíbulo. La herida del costado le dolía.

– Un día duro -comentó él.

– Desde luego -ella se dirigió a la cocina-. He llamado a Beanie antes de venir. Ha hablado con el FBI. Tampoco se le había ocurrido mirar en la pensión.

– A ti se te ocurrió.

– Bastante tarde. Y no sabe nada de Cal. Sigue sin aparecer, ¿verdad?

– Sí. Pero es un fin de semana de agosto en Washington. Nadie está donde debería.

– Se supone que se mudaba hoy.

– Puede permitirse pagar a alguien e irse a la playa. Cal Benton no es estúpido.

Ella miró por la ventana encima del fregadero y pensó qué diría Rook si le preguntaba si necesitaba una compañera de casa que compartiera los gastos. Se sentía sin raíces como nunca en su vida. Lo miró.

– He visto a dos de tus hermanos. Se parecen mucho a ti. ¿Cuántos sois?

– Tres hermanos. Scott, Jim y Steven. Un fiscal, un inspector de Arlington y un agente del Servicio Secreto. Mi padre está jubilado del Servicio Secreto.

– Supongo que debo alegrarme de que sólo quisieran investigar mi matrícula y no dispararles a los neumáticos. ¿El padre de tu sobrino es el fiscal?

– Scott. Es el mayor. Yo soy el tercero.

– ¿Todos viven por aquí?

– Sí. Todos están casados y con hijos.

– Ah. Eso te convierte en la oveja negra, ¿verdad? ¿Te llevas bien con sus esposas?

– Casi siempre.

– Ellas no son policías.

– Una es enferma de Urgencias, otra trabaja en el Smithsonian y otra es ama de casa.

– ¿Y tu madre?

– Una amiga y ella abrieron una tienda de regalos hace un par de años. Mi padre las volvía locas y acabaron dándole trabajo para que se callara. Está a cargo de los jabones artesanales.

– Sois todo un clan. Yo siempre he estado sola con mis padres. Nos llevamos bien con el resto de la familia pero mis parientes son un grupo pequeño y no nos vemos mucho. De mis abuelos sólo conocí a la madre de mi madre, pero murió cuando yo estaba en el instituto. Pero siempre he tenido a los Winter -Mackenzie se apoyó en el fregadero-. Y a Beanie.