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Rook no dijo nada.

Ella lo miró.

– No he visto el coche de Brian.

– Se ha ido a casa el fin de semana. Vive muy cerca.

Así que Nate tenía razón. Mackenzie sonrió.

– ¿Entonces estamos solos? Tus hermanos no se presentarán en plena noche, ¿verdad?

– No.

– Me alegro, porque parecen tipos duros sin sentido del humor -sonrió ella-. Estoy deseando conocerlos.

Rook se acercó y la rodeó con sus brazos, justo encima de la herida del costado. Ella se apoyó en su pecho y él le besó la parte superior de la cabeza.

– Si no te importa, prefiero no hablar de mi familia en este momento.

– No, ¿eh? -ella levantó la cabeza y le echó los brazos al cuello-. ¡Imagínate!

– Olvídate del cuarto de invitados. Esta noche quédate conmigo.

Ella recordó lo sucedido dos noches atrás en la cocina.

– Y si no te importa, prefiero que no hagamos el amor en la cocina. Este suelo parece duro.

La boca de él estaba muy cerca de la suya.

– Si no recuerdo mal, la última vez no llegamos al suelo.

– Ya me han quitado los puntos.

– Lo sé.

– La herida cura bien.

Él le dio un beso breve.

– Tendré cuidado.

– Espero que no mucho.

Él la izó sobre sus caderas.

– Rook…

– Déjate llevar un poco, Mac -sonrió él.

Ella se hundió en sus brazos y entregó todo su peso.

– Me parece bien.

Rook la transportó a su cuarto, una habitación masculina de maderas oscuras y colores vivos. Apartó la ropa de la cama con una mano y la depositó en ella. Mackenzie se quedó tumbada y lo observó abrir la ventana para dejar entrar el aire casi frío. La brisa, menos húmeda que otros días, acarició su piel ya acalorada.

Empezó a desnudarse, pero él se sentó a su lado y le tomó las manos.

– Permíteme.

Ella sonrió.

– ¿Quién soy yo para discutir?

Él le levantó los brazos por encima de la cabeza y bajó las manos por ellos hasta que llegó a los pechos. Con lentitud deliberada fue buscando botones, corchetes, una cremallera… Y cada contacto de sus dedos producía una respuesta en ella.

Mackenzie empezó a bajar las manos para acelerar el proceso, pero él se las apartó con gentileza.

– No, es mi trabajo.

Siguió hasta que le hubo quitado toda la ropa. Y entonces continuó explorando su piel con las manos. La besó tan profundamente, de un modo tan erótico que casi parecía que sus bocas se hubieran fundido juntas.

Mackenzie se movió debajo de él, luchó por respirar.

– Andrew… no creo que pueda soportarlo más…

– ¿Quieres que pare?

Ella negó con la cabeza.

– Ni se te ocurra. Pero…

Pero él había empezado a besarle el cuello y fue bajando por los pechos, donde se entretuvo un rato y ella olvidó lo que pensaba decir, olvidó todo lo que no fuera la humedad exquisita de la lengua de él.

Rook fue bajando más, lamiendo y mordisqueando, y ella se entregó a las sensaciones que la embargaban, se abrió al movimiento de su lengua y al roce de sus dientes, a la exploración de sus dedos. Se iba acercando cada vez más al límite, al momento de perder el control.

Él se apartó de pronto y la miró con una luz de regocijo en sus oscuros ojos.

– Me toca desnudarme a mí.

Ella intentó sentarse para ayudarle, pero su cuerpo no cooperó. Estaba temblando, llena de deseo. Él tiró la ropa al suelo con la de ella y se acercó. Le acarició los pechos y ella le abrazó las nalgas. Rook la penetró de un modo tan repentino y feroz que ella soltó un grito.

Pero él no paró y ella no quería que lo hiciera. Entraba muy hondo en ella, llenándola con una suerte de dulce agonía que ella no había conocido nunca. Se agarró a sus caderas y le clavó los dedos y él se quedó un momento inmóvil. Sólo un momento. Sus ojos se encontraron y él bajó la vista a sus cuerpos unidos y luego la alzó de nuevo hacia ella, musitó su nombre y la montó cada vez más deprisa.

Mackenzie llegó al clímax en oleadas y sintió el orgasmo hasta los dedos de los pies, pero él no había terminado. Ella levantó los brazos por encima de la cabeza y se permitió no sentir nada que no fueran las embestidas de él, hasta que Rook explotó en su interior gimiendo y gruñendo.

Satisfecho al fin, se colocó de espaldas al lado de ella. Mackenzie sentía su pulso latir con fuerza aunque su cuerpo estaba relajado por el encuentro sexual.

– Espero que no hayamos molestado a los vecinos -dijo, todavía un poco sin aliento.

– Seguro que no.

Rook se incorporó sobre un codo para mirarla.

– ¿Qué clase de hombre quieres tú? -preguntó.

– Un manitas.

– Después de la última hora, yo diría que soy bastante manitas.

– Touché.

– No tengo tan poco humor como pensabas, ¿verdad?

– Estás lleno de sorpresas -Mackenzie se ruborizó recordando la sensación de él en su interior-. Me refería a si sabes usar un martillo.

– He hecho casi todo el trabajo de esta casa.

– Está muy bien -ella empezaba a quedarse sin energía-. Has hecho un buen trabajo. Me gustan las claraboyas.

– Falta mucho trabajo.

– Nunca he tenido casa propia, siempre he vivido de alquiler -ella le tomó la mano y lo miró a los ojos-. Nos iba bien. Un par de citas agradables, disfrutábamos de la compañía del otro. Y luego me plantaste.

– Y tú te fuiste a New Hampshire a lamerte las heridas y te apuñalaron -él entrelazó sus dedos con los de ella y la atrajo hacia sí-. No voy a decir que sepa qué narices ocurre, pero si te hubieras quedado aquí el fin de semana pasado, las cosas habrían sido diferentes.

Ella se incorporó un poco y sintió un tirón doloroso en el costado, un recuerdo de que todavía no estaba curada del todo.

– Si me hubiera quedado, no tendríamos una descripción del asesino de Harris.

– Su probable asesino.

– Lo sé. «Sigue los hechos, no las especulaciones» -ella se dejó caer de nuevo sobre la almohada-. El cerebro ya no me funciona más. Está destrozado.

Él la besó en la boca, la nariz y la frente.

– Duerme -susurró.

Pero ella le tocó el costado, pasó las yemas de los dedos por su abdomen y Rook sintió una excitación renovada.

– Mac…

La joven se subió sobre él, sintió su calor y su dureza. Había oscurecido ya y sentía la brisa fría sobre la piel.

– No necesito pensar -musitó. Rook le agarró los pechos y ella lo guió para que la penetrara.

Hicieron el amor despacio, a conciencia, dejando cualquier duda o pregunta para otro momento.

Veintinueve

Jesse se estremeció con el aire frío de la mañana en la montaña y se arrastró por la roca desnuda hasta Cal, que no se había movido mucho en las tres últimas horas. Habían acampado entre unas rocas de granito bastante apartadas de los caminos principales de las colinas que había encima de la casa del lago de Bernadette Peacham. No tenían tienda ni sacos de dormir, sólo un par de mantas de emergencia que podían ocupar tan poco como una baraja de cartas.

– Buenos días, Cal.

Jesse le quitó la mordaza, aunque Cal no mostró ninguna gratitud por ello. Tosió y escupió.

– Eres un sádico. Podía haber muerto.

– ¿Muerto de qué?

– De sed. O ahogado con mi propia saliva. Apenas podía respirar -tosió un poco más-. Bastardo.

– Si hubieras corrido peligro de morir, te habría despertado -Jesse cortó con calma las sogas que ataban las manos y pies de su cautivo-. Date un par de minutos para que vuelva la circulación.

Él mismo había dormido tres horas como máximo. Había capturado a Cal el día anterior después de su conversación con Mackenzie Stewart y lo había llevado al aeropuerto, metido en un avión y considerado la posibilidad de arrojarlo al Atlántico para que la gente se preguntara durante años qué había sido de Calvin Benton, el ex marido de la jueza Peacham.