– Soy agente federal y te ordeno que levantes las manos. ¡Vamos!
– Sabes quién soy, ¿verdad, agente? -los ojos incoloros brillaron y él bajó la voz-. Soy el hombre de tus pesadillas infantiles. Si me disparas, no encontrarás a Cal a tiempo. Morirá. Eres una agente novata, Mackenzie. Eres pequeña. Nunca dispararás a nadie de verdad. Sabes que no puedes conmigo sola.
– La última vez, Jesse…
– Estás tan indefensa como a los once años, cuando tu papá intentaba protegerte.
Mackenzie sabía que quería pincharla, pero no se lo iba a permitir.
– No pienso repetirlo. Levanta las manos.
– No puedes disparar a un hombre desarmado.
– ¿Cómo sé que vas desarmado? No puedo saberlo hasta que te espose y te registre -sentía el peso de la pistola y el tirón de la herida en el costado, pero mantuvo la voz firme y la mente centrada en él-. ¿Vas a cooperar, sí o no?
– Mackenzie, tú eres la razón de que tu padre me echara de aquí hace años. Lo sabes, ¿verdad? No quería verme cerca de ti.
Su padre siempre había sabido juzgar a la gente, pero Mackenzie se negaba a entrar en la conversación. Había practicado docenas de veces aquel escenario… el del sospechoso desarmado que no coopera, el uso apropiado de fuerza. Con la herida del costado, no estaba en plena forma para luchar con él.
– Yo no quería matar a tu padre. Sólo quería que sufriera por no confiar en mí.
Mackenzie vio a Rook colocarse en posición entre los árboles detrás de Jesse y decidió buscar tiempo. Pincharlo. Dejar que hiciera su movimiento.
– Sí, bueno, Jesse, dame una excusa para matarte y lo haré. ¿Qué me dices de la pobre mujer a la que apuñalaste la semana pasada en la montaña? Eso fue para despistarnos, ¿verdad? Para que creyéramos que eras un senderista peligroso que elegía sus víctimas al azar.
Él se encogió de hombros, claramente complacido consigo mismo.
– Funcionó.
– Y a Harris lo dejaste pudrirse como una rata en esa pensión -tenía los brazos cansados de sostener la Browning y mantener la vista fija en él, pero no vaciló-. Puesto que no quieres levantar las manos como te he ordenado varias veces…
– Quiero ir a México y vivir mi vida -la voz de él adquirió un tono de súplica que ella asumió que era falso, destinado a manipularla-. ¿Por qué no te vienes conmigo? Tengo dinero, más del que tú ganarás nunca. No he hecho nada que no hubiera hecho alguien con la misma provocación. Con Harris fue defensa propia y lo que le pase a Cal será obra suya.
– Cállate ya. Esta conversación ha terminado. Ya me he cansado.
Ésa era la contraseña para Rook.
Él saltó sobre Jesse y los dos cayeron al suelo. Mackenzie saltó hacia delante, apuntando a Jesse con la pistola.
Apareció un cuchillo en su mano y ella reaccionó instantáneamente pisándole la muñeca. Él gritó de dolor y soltó el cuchillo. Ella lo alejó de una patada y ayudó a Rook a esposarlo y registrarlo.
– Carnicero -dijo ella, apartándose del hombre que había atacado a su padre veinte años atrás, que la había apuñalado a ella y a otra mujer una semana antes y asesinado a Harris Mayer-. ¿A cuántas personas has matado?
Jesse la miró con una mueca.
– A más de las que nunca sabrás.
Rook la miró.
– ¿Estás bien?
Ella vio la sangre en su costado izquierdo.
– Se me ha abierto la herida sólo de veros luchar -en realidad, había sido más bien al saltar el arroyo pero suponía que él ya lo sabía-. Has sido muy silencioso para ser un tipo de ciudad, Rook. Estoy impresionada. Yo esperaba un elefante abriéndose paso por el bosque.
Jesse escupió en la hierba.
– Cal morirá por vuestra culpa.
– Si muere, será por tu culpa -contestó Rook.
Mackenzie miró a Jesse a los ojos y se recordó acuclillada en el bosque y a su padre, atractivo y fuerte, discutiendo con aquel hombre intransigente y arrogante. Ella había percibido su violencia, pero sólo tenía once años y si su padre no había podido anticipar lo que haría Jesse, ¿cómo iba a saberlo ella?
Miró a Rook.
– Yo sé dónde está Cal.
– ¿En el claro?
Ella asintió.
– Iré yo. Está colina arriba…
– Iremos juntos -él agarró a Jesse del hombro-. Levanta.
Mackenzie tomó el cuchillo de Jesse y abrió la marcha hacia el claro. Había sido uno de sus rincones favoritos cuando empezó a andar sola, sin imaginar que allí pudiera haber algo que supusiera un peligro para su familia o para ella. Jesse había acampado allí sin permiso y su padre lo había encontrado y le había preocupado que pudiera hacer daño a su hijita.
Cuando llegaron al claro, no había nadie. El sol brillaba sobre el campo de hierba y los helechos y las sombras cambiaban con el viento.
– Has tenido tu oportunidad y has perdido -dijo Jesse.
Mackenzie no se molestó en mirarlo.
– Tú no dejarías a Cal a la vista -empezó a inspeccionar los árboles a lo largo del borde del claro.
Jesse seguía hablando a sus espaldas.
– Ese bastardo me traicionó y Harris le ayudó. Yo sólo quiero lo que es mío.
– Ahí está.
Mackenzie se acuclilló bajo las ramas bajas y muertas de un abedul. Cal estaba apoyado en el tronco, atado y amordazado. Y claramente sufriendo.
– No intentes moverte -dijo ella con gentileza-. Aguanta, ¿vale? -la mordaza estaba tan apretada que le cortaba los lados de la boca y tuvo que usar el cuchillo de Jesse para cortarla. La apartó con cuidado-. Hay más ayuda en camino. Te llevaremos al hospital.
Cal parpadeó, intentó hablar y volvió a parpadear.
– ¿Beanie?
– Está bien -Mackenzie no recordaba haberle oído llamarla nunca así-. Gus está con ella.
– Gus… esos dos… -Cal hundió los hombros pero con la vista fija en Mackenzie-. Jesse… yo lo quería fuera de mi vida. De las vidas de todos.
– Ahorra fuerzas, ¿vale? Ya hablaremos luego.
Le soltó las manos. Estaba deshidratado y con los brazos y la cara llenos de golpes. Se lamió los labios cortados con la lengua hinchada.
– Él mató a Lynn. Ella no… Yo ayudé a Jesse a chantajear a su jefe, pero Lynn y yo… -agarró los dedos de Mackenzie-. Yo la quería.
La joven pensó en la foto que tenía Bernadette. Lynn debía de ser la rubia que estaba con Cal.
– Jesse tenía razón en lo del cobertizo -susurró éste.
– ¿En qué del cobertizo?
Pero él perdió el conocimiento. Ella le tomó el pulso, que estaba errático. Rompió ramas secas encima de ellos para intentar darle más espacio, más aire y poder verlo mejor.
Y vio la sangre en el costado izquierdo.
Rook y ella habían llegado a tiempo de salvar a Cal de deshidratación, de frío y de los golpes, pero no de la puñalada ni de Jesse Lambert. Jesse había mentido. No había esperanza para Cal ni posibilidades de salvarlo independientemente de lo que hicieran Bernadette o ella.
Cal era otra más de sus víctimas.
Treinta y cinco
Los somorgujos volaban en círculos sobre el agua del muelle, más cerca que de costumbre de la casa de Bernadette, y Mackenzie se preguntó si era posible que supieran por instinto que su presencia era un consuelo. De niña se había sentado entre las rocas y los árboles de la orilla para observarlos, con cuidado de no molestarlos.
Estaba en la puerta del cobertizo, que olía a grasa del cortacésped, a polvo y a abono de vaca. Bernadette estaba en el hospital y Gus la había acompañado.
Cal había muerto antes de que llegara la ambulancia.
Mackenzie entró en el cobertizo, muy consciente de la presencia de Rook a sus espaldas.
– Antes de lo de mi padre, no se me había ocurrido que pudiera correr peligro aquí en el lago. En el pueblo tal vez, pero no aquí.
Miró a Rook, pero no pudo detectar ningún efecto de su encuentro con Jesse Lambert, al que habían entregado a la policía estatal.