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– ¡Caray! -gritó alguien desde el gallinero-, aléjese de Albert, señora. Lo quebrará.

La contribución de la señora a la actuación quedó pronto clara, sin embargo. Mientras Albert se agachaba detrás de la plataforma para cambiarse de ropa, ella hizo una reverencia e hizo el anuncio siguiente:

– Ahora, señoras y señores, como tributo al miembro más distinguido de nuestra raza, mi hijo Albert hará su representación única del bardo: ¡Shakespeare!

Y allí, apoyado contra su pedestal en la postura del monumento de la abadía de Westminster, estaba Albert, con las piernas cruzadas, un brazo reposando en un montón de volúmenes que había sobre el pedestal y el otro portando un pergamino desenrollado. Llevaba calzones, jubón y capa y una falsa barba. Cuando el impacto de este cuadro hubo sido enteramente apreciado, puso ambas manos en el borde del pedestal y elegantemente se dio la vuelta poniéndose despacio sobre sus manos. La capa cayó con elegancia por detrás del pedestal. Luego hubo un redoble de tambores y a un poderoso gesto del brazo derecho de su madre, Albert quitó una de las manos del plinto y se quedó en equilibrio sobre la otra. El público rompió en aplausos. Los teatros como el Drury Lane y el Lyceum podrían tener su Shakespeare, pero sólo el Grampian lo tenía cabeza abajo ¡y sobre una mano!

– Por un momento me preocupó -admitió Cribb, cuando el forzudo se hubo puesto en pie-. Tenía todos los elementos para un desagradable pequeño accidente. ¿Qué hacen ahora?

Albert había desaparecido detrás de la plataforma para otro cambio de traje mientras su madre ocupaba el centro del escenario con una bandera del Reino Unido. Al son de una tonada patriótica, empezó a cantar con potente voz de contralto:

¡Sobre el poderoso mundo, desplegada por los hijos de la Gran Bretaña

La bandera roja y blanca y azul!

Pero arrastrarla por el lodo parece ahora el único deseo de Gladstone y su banda

Sin inmutarse por la mediocre recepción que tuvo, siguió:

¡Oh Inglaterra, ¿quién te guardará de la vergüenza?

¿Y quién salvará a tus hijos e hijas?

Pero abrigamos en nuestros corazones ese nombre inmortal

¡Lord Beaconsfield, ahora yacente en su tumba!

– Señoras y señores, mi hijo Albert representa ahora ¡la grandeza de Gran Bretaña y su Imperio!

Desde la peligrosa área de la controversia política, la luz de calcio volvió oportunamente a Albert, que estaba sobre la plataforma en la que no quedaban ya más que unas enormes pesas y la cesta de picnic. Estaba convincentemente disfrazado de John Bull. Un portentoso rasgueo de cuerdas procedente del foso de la orquesta prometía algo todavía más espectacular que Shakespeare cabeza abajo.

John Bull se escupió en ambas manos y se agachó para coger las pesas mientras el redoble de tambores aumentaba el volumen lentamente. Se preparó, se estiró y empezó a levantarlas con las venas hinchadas por el esfuerzo. La barra se dobló en forma impresionante según tomaba el peso de las macizas bolas de hierro. Las levantó hasta las rodillas. Hasta las caderas. Hasta la bandera del Reino Unido que llevaba en el pecho. Hasta su barbilla. Hasta su chistera. Finalmente, el levantamiento fue completo, con los brazos completamente extendidos por encima de su cabeza y vibrándole las piernas por el colosal esfuerzo.

Ahora se explicaba el papel de la cesta de picnic. Mientras Albert mantenía bravamente esta postura, su madre comenzó a levantar la tapa de la cesta.

– ¡Qué idea molestarse en atarlo, sargento! -murmuró Thackeray-, El pobre tipo tiene que estar aguantando todo eso por encima de su cabeza mientras ella… ¡Dios mío!

Un segundo de acción transformó la escena. Del cesto salió con dificultad un gran bulldog blanco con una bandera del Reino Unido atada al cuerpo. Gruñendo ferozmente hundió sus dientes en la más cercana de las temblorosas pantorrillas de Albert. Su alarido de dolor retumbó por todo el teatro, incluso después del estrépito de las pesas al caer directamente a través de la plataforma. El hombre y el perro, todavía unidos, desaparecieron en una montaña de madera hecha astillas.

– ¡Esto es, Thackeray! -gritó Cribb-, ¡Coja al perro!

Thackeray no pudo recordar después si había utilizado el camino que había pensado; su descenso fueron cuatro segundos de confusión, a tientas entre dorados pechos y traseros y cortinas rasgadas. Pero su presentación en el escenario fue impecable. El gran Irving no podría haberse movido con más rapidez hasta la golpeada estructura en el centro del escenario, apartado escombros con más vigor o agarrado el collar del perro con más resolución. Tan sorprendido se quedó el animal que aflojó su presa y se encontró a sí mismo izado por el collar, desconcertado y encerrado de golpe en la cesta antes de poder proferir otro gruñido.

4

Los agentes Salt y Battree, en servicio especial, cantaban a coro:

Al sargento le gusta buscar

Anarquistas y espías

Al final de las escaleras del sótano mientras la cocinera

Cuece al horno sus empanadas de conejo.

En la mejor de las tradiciones teatrales, se habían prestado voluntarios para volver a las candilejas y distraer al público mientras se restablecía el orden entre bastidores. Por eso, delante del telón de boca con paisaje montañoso bajado a toda prisa, marcaban el compás con las porras cantando alegremente la vida en el Cuerpo.

Al otro lado del telón, el gran Albert yacía entre las ruinas de su estrado profiriendo quejidos que llegaban al corazón. Alrededor de él había un grupo de interesados, con los que se podía contar para representar a cualquier infortunado, desde un niño perdido hasta un coche de caballos roto.

– Los animales en el escenario son siempre la cosa más próxima al desastre -informaba al grupo un fumador de puros bajito, vestido de etiqueta. Era, evidentemente, el director de escena-. He tenido aquí de todo: perros, monos, muías y crías de elefante. Totalmente dóciles fuera de escena. Ponlos frente al público y los problemas serán interminables. Si no te muerden son capaces de tirar abajo el decorado, y si no lo hacen, tienen maneras de llamar la atención sobre sí mismos en las que no voy a entrar. No se creería usted los trabajos que les he tenido que pedir a mis tramoyistas que hicieran.

– Pues ahora mismo puede usted pedirles que levanten las maderas que este pobre tipo tiene encima -espetó el sargento Cribb-. ¿Dónde está el botiquín? Necesitará cuidados.

– Baje usted la voz, señor -le pidió el director-. No hay necesidad de perder la calma. Aquí somos profesionales.

– El botiquín -susurró Cribb.

– Sí… Ahora no estoy totalmente seguro de dónde… No importa. ¡Ustedes, los de accesorios de ahí! Empiecen quitando estos listones, ¿quieren? Posiblemente necesitarán herramientas de la carpintería. Y usted, el del chaleco púrpura, vaya rápido a por sal al bar más próximo. Bañaremos la pierna en sal en cuanto hayamos despejado el escenario. ¿Se encuentra usted bien, Albert?

Un sonoro quejido desde el medio de los escombros provocó pesimistas movimientos de cabeza entre el grupo de rescate. Murmullos de preocupación se levantaron en las filas de atrás, porque la mayor parte de la compañía había abandonado los vestuarios al primer grito de dolor de Albert, y ahora andaban por el escenario con lo que llevaban (o no llevaban) en el momento de la crisis. El agente Thackeray, sentado en la cesta que contenía al bulldog, había prestado toda su atención a sujetar las correas con seguridad. Era confusamente consciente de que había un grupo apiñado cerca de él, pero no de que fuesen chicas de ballet. Cuando levantó la cabeza estaba a menos de un metro de una zona normalmente oculta por un tutú. ¡Un verdadero ultraje a la decencia! Bajó la cabeza al instante, como un gabarrero que acabara de ver un puente bajo. Después, gradualmente, y estrictamente por cumplir su deber, dominó su molestia y levantó los ojos.