Entonces llegó alguien con una palanca. Hubo una repentina confusión, y la intervención de una joven vestida de lila y blanco que gritaba con voz aguda: «¡No se atreva a acercarse a Albert con eso!», alarmó tanto al hombre que dejó caer la herramienta con estrépito. El perro ladró ruidosamente dentro del cesto, y el público, que no veía, estalló en carcajadas.
– ¡Tengan cuidado! -gritó el ingenioso agente de policía Battree-, ¡les estoy vigilando!
La protectora de Albert era la señorita Ellen Blake, la que actuaba en el primer número de la noche. Se agachó de una forma singularmente conmovedora por encima de la plataforma hecha añicos y metió su reconfortante mano por un agujero lateral. La retiró inmediatamente con un grito de horror.
– ¡Su brazo, está mortalmente frío!
– Si se levanta usted, señorita, y mira por aquí -le sugirió Cribb-, verá que su cabeza está al otro lado. Ha puesto usted su mano justamente en el travesaño de las pesas de Albert. Ahora retírese y deje que lo saquemos.
Dos tablones más fueron levantados con una palanca. Cribb tomó prestada una lámpara y se asomó con aires de egiptólogo que descubre su primera momia.
– No está malherido. Dos tablones más y le podremos arrastrar hasta este extremo.
La señorita Blake se acercó de nuevo y, para alivio de todos, una pálida mano salió de dentro al encuentro de la suya.
– ¡Bueno, ya ha pasado todo! -anunció el director dando una palmada-. Todo el mundo a los vestuarios excepto los llamados a escena para dentro de diez minutos. La representación sigue como estaba anunciada. -Añadió-: Más vale que nos demos prisa, no deben quedar muchas canciones de policías.
Cribb miró las gigantescas sombras danzantes de Salt y Battree proyectándose a través del telón.
– No les haría daño a esos dos coger al pájaro. De todos modos, ¡vaya una pobre imitación que hacen de la policía!
El director chasqueó los dedos.
– Digo, ¿ustedes no son…? Pensé que tenían aire de autoridad. ¿Cómo es que ustedes estaban…?
– No importa -contestó Cribb-, ¿Dónde podemos llevar a Albert?
– La sala de accesorios es la más cercana.
– Muy bien.
Todavía apretando la mano de la señorita Blake mientras ésta andaba a su lado, Albert fue llevado fuera del escenario y depositado en una polvorienta tumbona de la sala de accesorios.
Thackeray les siguió, arrastrando el cesto con su gruñón ocupante.
– ¿Tiene que estar aquí ese animal? -fueron las primeras palabras comprensibles de Albert.
– El perro es la prueba, ¡maldita sea! Un auténtico investigador nunca deja la prueba fuera de su vista. ¡No se puede confiar en nadie! -dijo un nuevo hablante desde la puerta de entrada que había detrás. Era el tramoyista del chaleco color púrpura que había ido a por sal; un hombre de poca envergadura y de piel tersa y juvenil bastante eclipsada por unos fieros ojos azules, bajo un mechón de erizado cabello gris.
– Ha habido una desacostumbrada demanda de empanadas y patatas al horno esta noche en la sala y la sal es tan escasa allí como las mujeres honradas. Por eso me traje esto del estudio fotográfico de al lado. -Mostró una botella grande y marrón-. Yodo, el remedio infalible contra las mordeduras de perro. Desinfecta a fondo, y si se pone generosamente sobre la herida, tiene la extraña capacidad de animar a un hombre aturdido.
El director expresó su admiración:
– ¡Dios mío, mayor Chick, es usted el hombre apropiado para una emergencia! Permítame que le presente a este caballero. Es policía.
– ¿De veras?, nunca lo hubiera pensado. Parece demasiado inteligente.
– Sargento Cribb, señor. -Se dieron la mano-. Y aquel que está sentado en el cesto es el agente Thackeray. ¿Cómo se llama usted?
– Chick. Percival Chick, mayor retirado. Del octavo de húsares. Quizás haya oído hablar de mí. No soy, como ve usted, un tramoyista corriente. Eso es un simple subterfugio. Como usted, sargento, ahora soy detective. Pero mis investigaciones se limitan a la esfera privada.
– ¡Un detective privado! -gruñó Cribb para sus adentros con una ferocidad igual a la del dogo en el instante en el que hundió sus dientes en Albert. ¡Qué noche! ¡Policías de comedia y ahora un detective privado! Era su primer contacto con uno de la especie, aunque había visto bastante a menudo los anuncios que insertaban en los diarios, y las placas de latón en sus puertas. Cualquiera que hablase con afectación y pudiese pagar el precio de un alojamiento en una de las zonas de la clase alta de Londres podía poner un negocio y sacarse unos ingresos limpios. Llenaban las habitaciones de carretones de libros viejos y aparatos químicos obsoletos y en seguida había un tropel de visitantes ricos con fantasías de chantaje, secuestro y escándalos familiares. Y así, alimentando sus temores con unos cuantos descubrimientos falsos, acusaban sin fundamento de algún delito a algún desgraciado sirviente y reclamaban sus honorarios en guineas, con algunos selectos comentarios sobre la impotencia de Scotland Yard.
– Encantado de conocerle, señor. ¿Y qué hace usted aquí, si puedo preguntárselo?
El mayor Chick miró con cautela a su alrededor. Sólo quedaban allí el director de escena, la señorita Blake y los hombres de Scotland Yard, además de Albert.
– Creo que sería mejor que mi cliente, el señor Goodly, se lo explicase.
– Sí, claro, desde luego -dijo el director-. Una serie de desgraciados accidentes en los teatros de variedades de Londres me ha llevado a contratar a un detective. Dudaba de si realmente eran o no accidentes. Casi todos los teatros de algún renombre los han sufrido en los dos últimos meses, excepto el Grampian. Desde hace tiempo parecía inevitable que nos llegase el turno. Por eso el mayor Chick se ha disfrazado de tramoyista durante esta última semana, listo para investigar un suceso como éste, aunque parezca más que improbable que la pequeña dificultad de esta noche haya sido deliberadamente provocada. No se puede culpar a los anarquistas del veleidoso comportamiento de un perro, ¿no es así? Sin embargo, deduzco de su pronta llegada a escena que también ustedes estaban vigilando por si surgía algún problema.
– No se preocupe por eso -dijo Cribb-. Ocupémonos de Albert. Déme el yodo, mayor. -Su voz tenía la autoridad de un coronel por lo menos, y el mayor Chick casi se cuadró al obedecer la orden. Desde ese momento ya no se cuestionó quién era el responsable de las investigaciones.
– Por favor, déme usted su pañuelo de bolsillo, Thackeray.
Entre las curiosidades de ¡a sala de accesorios había una mesa para jugar a las cartas en la que Cribb colocó su chaqueta antes de subirse los puños de la camisa como un mago.
– Quizás podría usted sujetarle la pierna, mayor, y usted señorita Blake, intente evitar que Albert sienta dolor. Ahora le quitaré este trozo roto del traje de mallas y dejaré la herida al descubierto… ¡Muy bien! Es un mordisco feo. No hay mucha sangre, pero estos dientes se clavaron un poco, ¿eh, Albert? Ahora sólo voy a limpiar la superficie, así. Luego haré un tampón con el pañuelo, lo empaparé de yodo y lo aplicaré firmemente…
Albert inspiró a través de sus dientes apretados e hizo un ruido como de cohete ascendente. Cada uno le sujetó y empujó para abajo un miembro mientras sus músculos se tensaban. Primero cerró fuertemente los ojos, luego los abrió del todo, llenos de lágrimas. Su mano apretó tan fuerte la de la señorita Blake que ésta gritó de dolor.
– ¡Buen trabajo! -le dijo a Cribb el mayor Chick-. Podría usted ganarse la vida como cirujano del ejército, ¿sabe? Está perdiendo su tiempo en Scotland Yard, hombre.