– Gracias. ¿Podría usted decirme, pues, por qué no se dio usted cuenta antes de la actuación de que el perro que se encontraba en el cesto no era Beaconsfield?
No levantó la mirada.
– Nunca me acerco al cesto hasta que llega el momento de soltar a Dizzie. No quisiera que me considerase una traidora. Me duele verlo encerrado ahí noche tras noche. Todo lo que he visto esta noche ha sido que un perro, y suponía que era mi Beaconsfield, estaba en la cesta llevando la bandera.
– ¿Quién cree usted que podría ser el responsable del accidente de esta noche?
– Si lo supiese, inspector, a estas horas el canalla ya me lo habría pagado y usted estaría arrestándome. Tengo un fuerte par de brazos, ¿sabe?, y no me da miedo utilizarlos cuando alguien es desconsiderado con mi perrito.
– Lo recordaré, señora, pero creo de verdad que alguien debe cuidar de su hijo. Albert necesitará que le lleven a casa esta noche.
– ¿Sí? -dijo la gorda sorprendida, volviéndose hacia su hijo por primera vez-. ¿Qué te pasa? Un mordisco de perro no te impedirá andar un par de calles, ¿no?
– Me he torcido el tobillo al caerme, -explicó Albert.
– ¡Vaya!, ¡enhorabuena, hijo mío! -dijo con sarcasmo-. Así pues, el forzudo tiene que tomarse un descanso de dos semanas por tener un tobillo débil, mientras que su madre se verá obligada a volver a las canciones cómicas para evitar que tanto Beaconsfield como ella misma tengan que ir al asilo. Explícame, por favor, qué se supone que debo hacer para llevarte a la pensión. ¿Llevarte a cuestas?
– Nosotros nos ocuparemos de él -dijo Cribb-, Señorita Blake, quizás fuera usted tan amable de ir a buscar su ropa.
El mayor Chick se volvió hacia Cribb asombrado.
– Pero hay sospechosos a los que creo verdaderamente imprescindible interrogar, hay un caso que investigar. Usted no se puede ir del teatro, sargento.
– ¿Quién me lo va a impedir? -preguntó Cribb-. Usted es un competente detective, ¿no es así, mayor?
– Indudablemente, pero…
– Ha estado usted aquí durante una semana y, por tanto, conoce a los interesados.
– Sí…
– Se sobreentiende, desde luego, que si averigua usted algo importante en sus investigaciones tiene el deber de comunicármelo.
– Naturalmente, sargento, pero…
– ¡Magnífico! -El asunto estaba zanjado por lo que se refería a Cribb-, Thackeray, llame a un coche y hágalo esperar en la entrada de artistas, ¿quiere? En media hora estará usted en casa, Albert. ¡Ah!, y no se olvide de su amigo de cuatro patas de la canasta, mayor. Lo dejo a su buen cuidado. Podemos necesitarlo más tarde. Pruebas, ya sabe.
5
Cribb preguntó:
– ¿Es ésta la casa?
El coche tirado por cuatro caballos se había arrastrado hasta un callejón sin salida mal iluminado que salía de la calle Kennington. Las paredes del manicomio de Bethlehem se alzaban a un lado más altas que una hilera de humildes casas escalonadas al otro, construidas con los mismos ladrillos grises, con la intención de guardar una apariencia armónica. Unos muchachos descalzos abandonaron el juego de cara o cruz bajo una farola del final y se disputaron el privilegio de abrir la puerta del coche.
Albert asintió con la cabeza.
– Sólo es una pequeña habitación arriba. No es la plaza Grosvenor, pero yo tampoco soy George Leybourne o el Gran Vance. Leybourne me invitó una vez a tomar algo y me dijo que levantando pesos nunca sería cabecera de cartel. «Lo que se necesita en las variedades -me dijo-, es una voz que arrastre.» Acarrear pesos es un trabajo de porteros.
Con la última frase en la mente, Thackeray soportó al forzudo mientras descendía. Cribb pagó al cochero y echó medio penique al golfillo más cercano.
– ¿Puede usted subir los peldaños con el brazo por encima de los hombros de Thackeray, o quiere que le lleve a hombros? -preguntó el sargento cuando estuvieron dentro, pronto, como siempre, a prestar los servicios de su agente. Albert aceptó la primera sugerencia.
Thackeray tampoco era un hombre pequeño y la suma de la anchura considerable de Albert mientras lo sujetaba hicieron laboriosa la ascensión por la estrecha escalera sin alfombra. Cribb les siguió, enderezando los cuadros que torcía el hombro de su ayudante. En el rellano, Albert abrió la primera puerta de un empujón.
– ¿Dónde están las cerillas? -preguntó Cribb.
– En la cómoda alta, a su derecha.
La luz de gas iluminó una habitación de modesto tamaño, dominada por un grotesco mobiliario de dormitorio lacado obviamente diseñado medio siglo antes para una habitación tres veces más grande. Cómo lo habían podido subir por las escaleras era un misterio.
Thackeray condujo a Albert hacia la cama, lo depositó allí, aliviado, y empezó a cepillarse el moho de su capa en los lugares en que había tocado la pared en la subida.
– Tiene usted un buen peso, señor -dijo sin aliento-. ¿No llevará una pesa en el bolsillo, espero?
Albert sonrió.
– Me pregunto si mi patrona habrá visto algo. Estará recelosa, seguro. Es muy exigente en cuanto a la templanza.
– No se preocupe por eso -le tranquilizó Cribb-, le diré quiénes somos.
– Sería mejor que no lo hiciera, sargento. Es más seguro que me despidiera dándome una semana de plazo por llegar a casa con dos policías que por haber pasado una noche en la taberna.
Thackeray ocultó su sonrisa a Cribb tomando un súbito interés por un estudio canino de Landseer que había en la pared detrás suyo. Albert lo identificó.
– «Dignidad e Impudicia.» La patrona es tan amante de los perros como mi madre, pero sólo en pintura. Puede usted darle la vuelta.
Thackeray lo hizo. Los ganchos que soportaban el cuadro estaban atornillados a la parte superior de forma que era reversible. Pegado en la parte de atrás había un grabado de una mujer joven con una estrecha tira de muselina sobre un hombro, de pie junto a una columna griega.
– Ahora ya estoy en casa -dijo Albert riendo-. Ésa es mi única contribución al decorado. Siéntense, caballeros, si pueden ustedes encontrar una silla. Confío en que no les importará que vaya a recostarme en la cama.
Thackeray se aposentó en una silla de mimbre cerca de la ventana y observó el impresionante físico de Albert, apretado ahora por el inadecuado armazón de cobre de la cama. Este forzudo era un tipo extraño, con su acento de escuela privada y su lírico bigote. ¿Cómo podía un hombre de esa clase encajar en una casa en mal estado como aquélla, pegando estudios de figuras de dudoso gusto en la parte posterior de un Landseer y viviendo con miedo a una patrona de Lambeth?
– No le entretendremos mucho tiempo -dijo Cribb-, pero le agradecería que nos dedicase unos momentos. Usted probablemente dedujo, por la conversación que tuvimos en el Grampian, que su accidente de esta noche era uno más de una serie de accidentes sufridos por artistas de variedades durante las últimas semanas. Quiero descubrir si el suyo tiene algo en común con el resto. Espero que me perdone si le hago algunas preguntas que pudieran parecerle demasiado personales.
– Puede usted preguntar lo que quiera -dijo Albert.
– Se lo agradezco. -El sargento corrió una silla hacia el lado de la cama, y puso el respaldo frente a ésta. Luego pasó una pierna por encima para sentarse a horcajadas, cruzó los brazos a lo largo del respaldo y apoyó en ellos la barbilla, a un metro de la cara de Albert-. Está claro como el agua que alguien se tomó la molestia de arreglar lo que ha sucedido esta noche en el escenario, ¿no? No hay por ahí dogos sueltos que se vendan a un penique los seis por las calles de Londres. Cualquier poli que haya hecho servicio de perreras se lo podría decir. Tampoco es fácil cambiar dos perros entre los bastidores de un teatro cuando la actuación ha comenzado. Ya sé de sus tradicionales bromas pesadas: sombreros de seda cubiertos de hollín y similares, pero ésta era de otro tipo, ¿verdad? Quienquiera que lo hiciese sabía muy bien que no podría trabajar durante una semana o más.