Pasaron unos diez minutos y el visitante salió solo y se dirigió rápidamente al coche que esperaba. ¿Su asunto con Albert se había terminado ya, pues? Aparentemente no, porque llamó a su compañero, un hombre más pequeño y con barba, que estaba dentro del carruaje. Esperaron hasta que el cochero desató un artículo de equipaje del techo del coche y se lo bajó. Era un baúl grande y negro, vacío, por la forma en que lo llevaban. Entre ellos lo llevaron hasta la puerta del número nueve y les dejaron entrar.
Thackeray frunció el ceño, desconcertado. Un baúl vacío. ¿Para qué demonios podría Albert necesitar eso? ¿Y por qué debía ser llevado por dos hombres con sombrero de copa y guantes de cabritilla en domingo por la mañana y en coche? Esperó con una creciente inquietud.
Un poco más arriba de la calle el mayor Chick esperaba, tomando notas en el reverso de una carta. Y el cochero, después de descender para ajustar un morral a su caballo, encendió una pipa, se apoyó contra el coche, y también esperó. Tres chicos pequeños salieron de una de las casas, subieron por la calle, miraron fijamente al mayor, se acercaron hacia donde estaba Thackeray, se pararon para estudiarle también, miraron hacia la tapia del asilo como especulando y luego se pararon cerca del carruaje.
Finalmente la puerta número nueve se abrió. Un hombre andaba hacia atrás con cuidado, buscando el escalón con el pie. Estaba aguantando un lado del baúl como antes, pero ahora sus movimientos eran pesados. Su compañero daba traspiés siguiéndole, sintiendo claramente los efectos de bajar por la escalera. No había duda: aquel baúl contenía ahora algo de un peso bastante considerable. Uno de los chicos que miraba se quitó solemnemente la gorra.
– Delante de nuestras mismísimas narices, ¿verdad agente?
Thackeray se sobresaltó. El mayor Chick estaba detrás de su hombro.
– ¡Madre mía!
– No hace falta que se ponga histérico, hombre. Descubrí su disfraz hace dos horas. Creyó que yo era un cartero ¿eh? Nunca dé nada por supuesto, agente, y menos del servicio postal. Ahora mire, yo no sé lo que Scotland Yard tiene intención de hacer en este infame asunto. Personalmente, estoy dispuesto a perseguir a los canallas, aunque sea hasta el continente, si es necesario. Uno de mis asistentes, el farolero…, le he vuelto a sorprender, ¿eh?, tiene un coche al volver la esquina de Brook Drive. Si quiere, hay sitio para usted.
Thackeray se decidió al momento:
– Se lo agradezco mucho.
– Muy bien, yo estaré allí. Pero tenemos que estar preparados por si esos sujetos se separasen. Estrategia básica. Si alguno de ellos escapase a pie, lo mejor sería que usted lo persiguiese, y yo seguiría al que va en coche. Si no, espéreme al final de la calle. ¿De acuerdo?
– Mmm… sí. Casi se vio obligado a hacer un saludo.
El mayor se alejó a un paso que no se parecía en absoluto al de un cartero, pero los hombres del baúl estaban ocupados en subirlo al techo del coche de alquiler y no se dieron cuenta. Thackeray se apoyó pesadamente contra la pared, asimilando los sucesos de los últimos segundos. Quizás estaba aventurando demasiado con la colaboración del mayor. ¿Podía confiarse en él? Pero realmente, cuando lo pensaba, no tenía elección. La visión de aquel baúl siendo lentamente transportado a mano fuera de la casa hasta el coche que estaba esperando le había causado una profunda impresión. Había una gran posibilidad de que no se hubiese atrevido a aceptarlo. De lo único que estaba seguro era de que ahora era su deber seguir al coche y a su carga adondequiera que fuese llevada.
Entonces, para su asombro e infinito alivio, se abrió de nuevo la puerta de la casa y apareció Albert, andando con un bastón y ayudado por una mujer pequeña y de cabello gris, sin duda su patrona. Con la ayuda del cochero consiguieron subirlo al estribo, sin que se resistiese lo más mínimo. Luego le quitaron el morral al caballo, los dos porteadores del baúl se unieron a Albert en el interior del carruaje, el cochero soltó las riendas y el coche se puso en marcha. La patrona se quedó en la puerta, agitando un pañuelo.
Thackeray sintió una abrumadora sensación de liberación cuando Albert apareció de una pieza. En espíritu él estaba detrás de la patrona agitando su gorro de cazador. Sólo cuando el coche estaba dando la vuelta a la esquina los sentimientos dieron paso a cuestiones más prácticas. ¡Cielos! ¡Habían raptado a Albert delante suyo!
– ¡Un momento! -Corrió hacia la patrona, con los bombachos agitándose-. Soy oficial de policía. Su huésped…
– Ya no es mi huésped, querido. Se acaba de ir.
– Sí, ya lo sé. ¿Le dijo adónde iba?
– Lo siento, corazón. Sólo pagó su alquiler y se fue con sus dos amigos. ¿Qué ha hecho? ¿Se ha emborrachado? No me sorprende, ¿sabe? Todos son así en el teatro. Bien, ¿y usted…?
El agente ya estaba trotando por la calle hacia el cabriolé que le esperaba. El mayor Chick se inclinó hacia adelante para ayudarle a subir y arrancaron a medio galope en dirección al río.
– ¡Hágale cosquillas con el látigo, cochero! -gritó el mayor por la obertura del techo-. Nunca he visto un cabriolé que no pudiese alcanzar a un simón. Hágale cosquillas a la bestia y pronto los tendremos a la vista otra vez. -Se volvió a Thackeray-. No hay nada como una persecución, agente. Hace que el clarete hierva en las venas, ¿a que sí? ¿Ha traído usted sus pulseras? Las necesitaremos cuando encontremos a ese par.
– ¿Mis qué? -preguntó Thackeray.
– Pulseras, hombre. Esposas. No puede uno arriesgarse con un par de asesinos.
Así que al mayor también le había engañado el baúl.
– Creo que debería explicarle algo, señor. Albert está en ese carruaje.
El mayor sonrió de forma macabra.
– Y viaja por dos peniques en el techo, ¿eh? En cambio nosotros tendremos que pagar un chelín. ¡Pues claro que sé que está en el coche, agente! No imaginé que esos canallas habían hecho su baúl para pasar una semana en Brighton, no por la forma en que lo llevaban. Yo también he ayudado a llevar un féretro, una docena de veces…
Thackeray interrumpió:
– Albert está sano y salvo, señor. Subió al coche por su propio pie.
– El mayor recibió en silencio la buena nueva, frunciendo los labios y mirando más allá de Thackeray hacia el adusto exterior de St. Thomas. Cuando el carruaje empezó a cruzar el puente de Westminster se quitó la gorra de cartero y hundió su puño derecho en el centro.
– Sano y salvo, dice usted. Hubiese sido mi primer caso de asesinato, ¿sabe?, y, ¡maldita sea!, lo tenía resuelto.
– Lo siento -dijo Thackeray-. Yo no lo veía así, señor. Quizás, sin embargo, estemos ante un caso de secuestro.
El mayor dudaba.
– No hay nada comparable a un asesinato, agente. Hubiese aparecido en The Times. Es muy bueno para los negocios ser mencionado en The Times. ¿Estará usted seguro de que era Albert? Es fácil hacerse pasar por un cojo, ¿sabe?
– Estoy seguro.
El coche de alquiler corría bajo la sombra del Big Ben esquivando un paso tortuoso a través de una fila de autobuses y furgones casi parados. De vez en cuando un peatón o un ciclista aparecían inesperadamente delante de ellos. No era la primera vez que Thackeray era consciente de la vulnerable posición de los pasajeros en los cabriolés, con los riesgos del tráfico al alcance de la mano, mientras el cochero encargado de su seguridad se sentaba seguro y en alto. Cualquier accidente podría degenerar ahora en una situación de lo más embarazosa, perteneciendo Westminster a la división B y estando Scotland Yard tan cerca.