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«¿De veras nos pide usted que creamos, señor, que es usted un detective de la policía llevando unos bombachos prestados, viajando en compañía de un detective privado a una velocidad excesiva, atravesando una División que no es la suya y persiguiendo a tres hombres inocentes y un baúl?» Una pesadilla.

– Creo que puedo verlos, -dijo el mayor cuando giraron al pasar el Guildhall hacia el Broad Sanctuary-, Si podemos ir rápidos, los alcanzaremos en la calle Victoria.

– No tenía órdenes para hacer eso, señor, a menos que cometiesen un delito grave, desde luego. Se me ordenó que vigilase a Albert. Le agradecería que les siguiésemos sin adelantarles.

El mayor pareció satisfecho. Dio instrucciones al cochero y luego se volvió a Thackeray.

– Está muy bien. Déles bastante cuerda y se ahorcarán solos, ¿no? Todavía podré ver mi nombre en The Times.

– Sería mi deber intervenir si considerase que la vida del joven está en peligro, señor -dijo Thackeray-. Me perdonará usted que le pregunte: ¿cómo es que estaba usted en Little Moors Place esta mañana?

– ¿Otra sorpresa, eh? -dijo el mayor, recobrando su humor-. Bien, interrogué a decenas de personas en el Grampian anoche. Y escuché algunos rumores inquietantes. Actores que desaparecían inexplicablemente después de haber tenido uno de esos accidentes por los que nos hemos preocupado tanto. Puedo decirle que tenía mis dudas sobre usted y su sargento cuando lo oí. ¡Hombre!, ustedes se llevaron a Albert anoche muy repentina y misteriosamente, ¿no? Bueno, pues como consecuencia de todas esas historias decidí vigilar a nuestro amigo Albert. Su madre me dio la dirección.

– Su interrogatorio, ¿le proporcionó alguna información que deba pasarle al sargento Cribb, señor?

El mayor denegó con la cabeza.

– Totalmente decepcionante. ¿Sabe usted?, la clase de personas que se encuentra uno en las variedades no me impresiona mucho, agente. Una existencia muy reservada. Hágales una pregunta amable y son capaces de empezar a soltar insultos. Les importan realmente muy poco las desgracias de sus compañeros artistas, se lo digo yo. ¡Ahí va! Enemigo a la vista. ¡No se acerque demasiado, cochero!

Los carruajes tirados por cuatro caballos eran menos comunes que los cabriolés en la calle Victoria, pero debía de haber una docena en la cola que se había formado desde los almacenes del Ejército y de la Marina hasta la estación Victoria. Afortunadamente, aquel baúl en el techo era un punto de referencia tan claro como un sombrero de copa en una iglesia. El cabriolé del mayor se incorporó rápidamente a la principal caravana de coches, detrás de un faetón.

– Caballos con muy buena marcha -comentó moviendo la cabeza-. Yendo hacia Hyde Park, supongo. Hay mejor clase de gente a este lado de Londres.

Pasada la estación, el tráfico se hizo menos denso e iban a más de medio galope según se acercaban a Hyde Park Corner siguiendo por Grosvenor Place.

– No me importaría dar una vuelta por Rotten Row esta mañana -dijo el mayor, pero Thackeray iba mirando hacia el hospital de St. George, a su izquierda.

El viaje continuó a través de Knightsbridge y la calle Kensington. Ahí se pudo detectar una cierta tensión en el mayor. Alisó la parte delantera de su uniforme y se abrochó un botón, volvió a ponerse la gorra y colocó la correa del saco de la correspondencia simétricamente a través de su pecho. Thackeray enderezó su gorro, sin saber muy bien la razón. Segundos más tarde quedó clara, cuando el mayor se puso tieso en su asiento y ejecutó un elegante «¡vista a la derecha!», hacia el Albert Memorial.

El coche con el baúl giró a la derecha en la calle Mayor de Kensington, hacia Kensington Palace Gardens.

– Esta calle es privada, cartero -le dijo el cochero al mayor-. ¿Debo continuar?

– Sí por favor, pero si paran, quiero que usted les adelante despacio.

Mientras el cabriolé seguía a su presa tranquilamente por la elegante avenida, Thackeray se secaba la frente con un pañuelo grande. ¿Dónde estaba la lógica en este caso? Se necesitaría un detective más inteligente que él para encontrar una conexión entre estas elegantes casas, vecinas de una residencia real, y la prisión de Newgate. No había ni una que no tuviera verjas de hierro forjado y caminos de grava y escalones hasta la entrada principal.

A unos doscientos metros del final de Bayswater, el carricoche se dirigió hacia la avenida de una mansión en cuya blanca fachada había pilastras coronadas por águilas.

– Pase despacio y luego pare unos cincuenta metros más allá -ordenó el mayor.

A Thackeray le pareció ver a Albert al pie de las escaleras mirando cómo descargaban el baúl, pero era difícil observar algo en un fugaz instante entre las espesas coniferas plantadas delante de la casa.

– Philbeach House -leyó el mayor en voz alta-. No me dice nada.

Cuando el cabriolé se paró, se volvió hacia Thackeray.

– No conseguirá mucho observando, a menos que se suba a un pino, agente, y no se lo recomiendo. ¿Qué hace Scotland Yard ahora?

Thackeray abrió la puerta.

– He visto a un jardinero en la casa de al lado. Intentaré hablar con él.

Los bombachos eran muy adecuados para Kensington Palace Gardens. El jardinero se quitó la gorra.

– ¡Ah, sí señor! -contestó-. Eso es Philbeach House.

– ¿Y quién es el propietario?

– Sir Douglas Butterleigh, el fabricante de ginebra. Un millonario, dicen, y un caballero muy bueno también, sea como sea que haya hecho el dinero. No vive aquí, ¿sabe? ¿Le estaba usted buscando?

– Realmente no -dijo Thackeray-. ¿Y quién vive ahí entonces?

El jardinero se rió a carcajadas.

– ¡Ahora sí que pregunta usted! Yo diría que hay una veintena o más de residentes en Philbeach, por las idas y venidas que observo cuando estoy aquí cortando mis rosas. Y bien raros son algunos de ellos, señor, pero eso forma parte de la vida del teatro… Eso es lo que creo.

– ¿Del teatro?

– Bueno, de las variedades. Sir Douglas mantiene un hogar para los artistas de variedades que pasan por tiempos difíciles. Es un hombre muy bueno.

7

El sargento Cribb gruñó:

– Scotland Yard no es el Banco de Inglaterra. ¡Cuatro chelines! Eso es lo que yo pago por una semana de alquiler en los alojamientos de los hombres casados. No sé lo que le pasó, agente, haciéndose el señor por Londres en cabriolé. ¿Cómo puedo anotarlo como gastos razonables? Al menos de regreso podría usted haber tomado el autobús.

Thackeray aceptó la reprimenda. Era mejor sentirse avergonzado por la irritabilidad de la lengua de Cribb que por un viaje en bombachos en autobús. Nunca sabría la verdadera razón de aquel costoso viaje de vuelta. Confidencias de esa naturaleza era mejor ocultárselas a Cribb.

Cómodo ahora, con sombrero hongo y pantalones de franela, Thackeray le mostró el camino por Kensington Palace Gardens hasta Philbeach House. Una perfecta tarde de otoño, el destello de las hojas era increíblemente carmesí en su serpenteante caída. Realmente, no era la ocasión para que Cribb perdiera el tiempo con los precios de los coches de alquiler. Pasó una niñera uniformada, empujando un cochecito de tres ruedas. Thackeray levantó el sombrero y ella casi se cayó encima del niño que iba delante dando sus primeros pasos.

– Que me aspen si está usted escuchando -dijo Cribb-. ¿Dónde dice que está esa casa de reposo? Ya es hora de que lleguemos, necesito algún lugar donde apoyar mis pies.

Thackeray tosió forzadamente.

– Le dije que había un buen trozo desde la parada del autobús, sargento.

Recordaba para sí la dramática afirmación de Cribb al comienzo de la tarde:

– Scotland Yard ya ha vigilado y esperado lo bastante. Es imperativo que entremos inmediatamente en esa casa. Ha llegado la hora de la acción, agente.