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Y así, salieron al momento hacia la calle Westminster Bridge. Y esperaron veinte minutos para tomar el autobús y hacer un viaje de tres peniques hasta Kensington.

Y llegó el momento en el que estuvieron ostentosamente en la entrada principal de Philbeach House y Cribb tiró de la campanilla.

– Policía -anunció al sirviente, que abrió parcialmente la puerta-. ¿Quiere tener la bondad de informar al propietario?

El rostro tenía las cicatrices y la mirada brutalizada de un expúgil. La comprensión aparecía lentamente en él. Se retiró sin decir palabra.

– ¿Oye usted algo? -preguntó Cribb.

Thackeray se quitó el sombrero y puso un oído en la puerta.

– Suena como si cantasen, sargento. Himnos, supongo. En domingo por la tarde.

Cribb no estuvo de acuerdo.

– Tommy hazle sitio a tu tío no está en mi libro de himnos.

El rostro volvió a aparecer.

– La señora dice que pasen.

– ¿La señora? -Cribb repitió la palabra, arqueó las cejas, se quitó bruscamente el sombrero de hongo y caminó hacia adelante. Fueron descortésmente conducidos a través de un vestíbulo embaldosado, flanqueado por hileras de marchitos arbustos en tiestos de cobre, pulidos para una somera inspección. En las paredes se alineaban carteles enmarcados del teatro de variedades, como en Scotland Yard los carteles de recompensa. Desde algún lugar delante de ellos el canto se convirtió en un coro, claramente no eclesiástico. En otro lugar de la casa alguien estaba dando martillazos.

El sirviente arrastró los pies hasta que se detuvo, se apoyó contra la puerta y murmuró entre dientes:

– Aquí hay dos guindillas -dijo al abrir.

Después se volvió, apartó a los detectives con el hombro como si fuesen cortinajes drapeados, y se fue arrastrando los pies. Si esto era una antigua estrella del teatro, tenía sus talentos bien escondidos.

Cribb abrió más la puerta y entraron en una sala notable. El obligatorio mobiliario de salón estaba allí: aparador, mesa y sillas de caoba oscura, sillones y sofás tapizados en terciopelo, piano, vitrina y biombo. Pero la ornamentación era tan inesperada que se pararon, momentáneamente anonadados. Las paredes, donde debía haber habido un discreto papel de tela, estaban decoradas a mano con cientos de rostros humanos individualizados mirando fijamente hacia dentro con expectación, un deslumbrante desfile de manchas rosas y naranjas, roto por trozos sombreados que representaban sombreros, corbatas y barbas, y todos haciéndose más pequeños y menos destacados hacia el techo para conseguir el efecto de profundidad. Era como perderse en un escenario, frente a una sala atestada de espectadores.

Después de esa sensación vinieron otras. Más caras, caras blancas y sin expresión, una hilera de mascarillas de yeso bajo cúpulas de vidrio, alineadas en el aparador, una, grotescamente adornada con una peluca de crepé; otra, coronada con un viejo sombrero de seda. Cada una rotulada en dorado con el nombre de la fallecida estrella de las variedades. La parte superior del piano soportaba un pequeño ejército de cáscaras de huevo pintadas para representar aún más rostros, miniaturas de cómicos y payasos con todo su maquillaje, y con mechones de pelo de caballo pegados para darles realismo. Y las vitrinas estaban atestadas de marionetas y muñecos de ventrílocuos que miraban con sus ojos saltones inexpresivamente al frente, como el resto.

Un rostro de entre los cientos se movió.

– Pasen, por favor. Es un poco enervante, creo, si uno no pertenece al mundo del teatro. La mayoría de nosotros, aquí, en Philbeach, lo somos, ya ve. Mi nombre es Body. Viuda, hace siete años. ¿Cuál es el suyo?

Una figura como de muñeca, envuelta en un chal negro, hablaba desde el centro de un gran sillón de orejas, con las piernas fuera de la vista sobre el fondo del sillón. La cara estaba meticulosa y bellamente moldeada, radiante, aunque era imposible precisar dónde empezaba el colorete y dónde terminaba el arrebol del fuego. El cabello, demasiado rubio para ser natural, encuadraba unos rasgos con profusión de rizos, como un estudio de niño de Reynolds.

– Cribb, señora. Sargento Cribb y agente Thackeray. Investigando personas desaparecidas. Creo que esto es un hogar para artistas de variedades desamparados.

– Correcto. -La dicción de la señora Body, como su cabello, era algo demasiado pomposa-. El canto que puede usted oír forma parte de una función que están ensayando. Uno nunca se retira realmente del teatro, ¿saben? Los golpes no forman parte de la actuación. Tengo aquí al empleado del gas.

– ¿En domingo, señora? Esto no es normal.

– Sí, pero los escapes de gas no respetan la observancia del día del Señor. El empleado del gas me ha dicho que podía ser peligroso si se dejase. Ahora, por favor, siéntense y díganme cómo puedo ayudarles.

Thackeray escogió una silla al lado del sillón que cogió Cribb. El mobiliario tapizado parecía inapropiado para el rango de agente mientras hubiese disponible un sólido trabajo de carpintería. La señora Body se le dirigió:

– Está usted sentado en una de nuestras más preciadas reliquias, señor Thackeray. No, está muy bien que la utilice. No se levante. Es la mismísima silla que W.G. Ross utilizaba para sentarse en los años cuarenta cuando cantaba la Balada de Sam Hall en las bodegas de sidra.

– ¡Aquella maldita redada! -dijo Cribb.

– ¡Lo recuerda usted! ¡Espléndido! ¡Señor Cribb, es usted un entendido de la escena de variedades, de veras!

– Eso sería exagerar, señora. Mi interés por Sam Hall es más por su historial criminal que por su leyenda en la canción. Es una bella colección de artículos del music hall la que tienen ustedes. ¿Podría ser eso un depósito de calcio utilizado como carbonera allí en el hogar?

Ella aplaudió.

– ¡Es usted realmente un entendido! Deben de haberle enviado a usted a propósito. Espero que podré ayudarle a encontrar a algunas de sus personas desaparecidas y luego puede usted volver siempre que quiera para charlar conmigo.

Las preguntas del sargento raramente se volvían tan personales. ¿Era eso un toque de color asomando a sus mejillas? Thackeray se abstuvo de mirarle demasiado atentamente. Seguro que era el fuego.

Estallaron aplausos en la habitación de al lado, sorprendentemente estridentes para un domingo por la tarde, incluso entre artistas de variedades. Pero éstos dieron paso a una exquisita interpretación de barítono bajo de una de las canciones cómicas más finas y populares de John Orlando Parry.

– Se necesita una institutriz, adecuada para ocupar -cuando, inexplicablemente, un estallido de risas sofocadas interrumpió al solista. Consiguió cantar-: El puesto de enseñante con habilidad -y de nuevo se vio obligado a parar por la ruidosa reacción de su público-. En la familia de un caballero muy gentil -comenzó de nuevo-, en la que se espera que la señorita intentará ocultar… -y ya incontroladas carcajadas le hicieron imposible continuar.

Cómo una simple tonada podía dar lugar a tales risotadas, era un desafío para la imaginación.

– Perdóneme. -La señora Body se levantó decididamente de su silla, cruzó la habitación hacia la puerta que comunicaba y fue en la dirección de donde procedía el escándalo, que paró casi al momento. Sólo continuó el martilleo procedente de una habitación, al otro lado.

– ¡Vaya a ver al empleado del gas, rápido! -ordenó Cribb yendo a zancadas hacia la puerta que la señora Body había utilizado-. Yo vigilaré.

Thackeray reaccionó al instante, casi tirando la silla de W.G. Ross en la acción. Abrió la puerta y vio un largo comedor con paneles. Había varias mesas puestas para la cena. Entre los adornos de la mesa había candelabros de plata. Casi al final, en una tenue neblina, estaba el empleado del gas, con mono, metido hasta las rodillas en los cimientos y con media docena de tablas de suelo abiertas con una palanca a su alrededor. Se volvió con el martillo en la mano e hizo un guiño. ¡El mayor Chick!