– Exactamente en el campo del enemigo, ¿eh? -dijo el mayor en un teatral susurro-. Soy una verdadera caja de sorpresas, agente. -Thackeray cerró la ventana y asintió con pesar en respuesta a las enarcadas cejas de Cribb.
– Ustedes perdonarán que haya salido con tanta precipitación -dijo la señora Body volviendo a entrar- no eran en absoluto conscientes de que su pequeño concierto nos estaba molestando.
– ¿Sus huéspedes son exclusivamente masculinos? -preguntó Cribb, tocando un par de zapatillas de ballet que estaban sujetas al lado de la repisa de la chimenea junto con otras, y que recordaban ratas muertas a tiros en la puerta de un granero.
– ¡No, no! Recojo a cualquiera que tenga problemas temporalmente. Da la casualidad de que tengo a nueve señoras residiendo aquí en este momento. Pero nunca ha habido ni el más mínimo asomo de algo indecoroso en Philbeach House, ¿me entienden?
– Eso se da por supuesto -contestó Cribb.
Thackeray también asintió.
– ¡Qué encantadores! ¿Sabe usted, señor Cribb?, me recuerda sorprendentemente al malogrado esposo de la señora Body, salvo que él no era tan alto como usted y llevaba gafas. Usted ve bien, ¿verdad?
– Creo que sí, señora.
– No se confíe. Nusquam tuta fides, como el señor Body acostumbraba a decirme a menudo. «Nuestra confianza no está segura en ningún sitio», y perdió sus gafas en Hyde Park, y se ahogó en el Serpentine. ¿En qué puedo ayudarle, señor Cribb?
– ¿Lleva usted un registro de sus huéspedes, señora?
– ¿Un registro? Me temo que nada tan formal. Sin embargo, puedo decirle quiénes son.
– Muy bien. Thackeray, necesitará usted su libreta. ¿Quizás quiera usted empezar por las damas, señora Body?
Se dio una palmada en las mejillas.
– ¡Oh, Dios mío, una libreta! Eso es suficiente para hacerme olvidar mi propio nombre, aparte de los nombres de los huéspedes.
– Olvide que Thackeray está aquí, señora -le sugirió Cribb-. Considérele otra cara pintada de la pared. Puede usted recordar los nombres para mí, ¿verdad?
Se revolvió de placer en su sillón.
– Si me lo pone usted así, creo que puedo. Bien, están Beatrice y Alexandra, mis más antiguos residentes. Son cantantes.
– ¿Sus apellidos, señora? -preguntó Thackeray.
Cribb le miró con ferocidad.
– ¿Cuándo llegaron?
– Oh, hace por lo menos dieciocho meses -dijo la señora Body-. Son hermanas, ¿sabe? Su apellido es Dartington. Ahora tengo aquí dos parejas de hermanas. Las otras son artistas de trapecio, Lola y Bella Pinkus. Si no fuese hacer un viejo chiste de music hall las describiría como muy excitables. Decentes, pero muy fogosas. Creo que echan de menos el ejercicio que acostumbraban a hacer.
– ¿Están sin trabajo, entonces?
– Sí, pobres niñas. Una pequeña desgracia en el Middlesex y las despidieron. No podían pagar el alquiler ni encontrar otro empleo, así que les ofrecimos que viniesen aquí. Y lo mismo con la mayoría de las demás: la señorita Goodbody, la señorita Archer, la señorita Tring…
– ¿La Voz del Columpio? -dijo Cribb.
– ¡Sí! ¡Qué ilusión le hará a Penélope cuando le diga que sabe usted su nombre! Estaba en un terrible estado cuando llegó aquí. Tuvo una experiencia insoportable en su columpio, pero aquí, a nuestra alegre manera, estamos intentando que no se lo tome tan en serio.
– Estoy seguro de ello -dijo Cribb. El ruido de la habitación contigua, reiterándose de nuevo, era una evidencia de ello-. Eso hace siete señoras. ¿Quiénes son las demás?
La señora Body hizo un rápido inventario de sus huéspedes con los dedos.
– ¡Ah!, la señorita Harriet Morris, cantante y bailarina. Ha sufrido unas desgracias tan lamentables la pobre niña… y luego está mi último huésped que llegó ayer después de comer, y debo confesar que aún no sé su nombre. Es la madre de un forzudo que fue atacado por un perro y que trajeron aquí esta mañana.
– El gran Albert -dijo Cribb-, ¿Quién se lo trajo?
– ¡Pues la Funeraria! No les habré sorprendido, ¿o sí, caballeros? Deben de haber oído hablar de la Funeraria, George y Bertie Smee, uno de los más fantásticos números cómicos de Londres hasta que tuvieron un accidente hace dos meses. Son una muy buena compañía, ¡y ayudan tanto! Fueron hasta Lambeth en un coche de alquiler para persuadir a Albert de que se viniese aquí a convalecer.
– ¿De veras? ¿Y cómo se enteró usted de la lesión de Albert?
La señora Body sonrió beatíficamente.
– Hay muchos más buenos samaritanos en las variedades de los que usted cree, señor Cribb. Cuando un artista sufre una lesión puede usted estar seguro de que alguien de la misma compañía, o entre los espectadores, habrá oído hablar de Philbeach House. En este caso fue un conocido personal de Sir Douglas Butterleigh.
– ¿Su benefactor?
– El mismo. Vemos poco a Sir Douglas, pero tiene muchos amigos, y a algunos de ellos les gusta unirse a nuestra filantropía. Prefieren permanecer en el anonimato.
Cribb asintió de manera que expresaba que no había esperado menos.
– ¿También les dio su informante la dirección de Albert? Le trajeron aquí increíblemente deprisa.
Hubo una pausa mientras la señora Body enroscaba uno de sus rizos alrededor del dedo índice de la mano izquierda.
– Señor Cribb, hace usted unas preguntas tan sospechosas… ¿Cree usted que me cogerá diciendo algo indiscreto? Creo que me gusta la perspectiva de ser atrapada por un verdadero policía. ¿Qué le gustaría que dijera?
El lápiz de Thackeray se le escapó entre los dedos y rodó por el suelo. Murmuró una disculpa y lo recogió. ¿Cómo puede uno reaccionar como una pintura mural cuando su superior está siendo expuesto a un peligro moral?
– Simplemente preguntaba cómo supo la dirección de Albert, señora -dijo Cribb.
– A través de su representante, claro, -contestó la señora Body-. Todo artista se asegura de que su representante tenga su última dirección. Señor Cribb, arriba tengo algo que le interesará, como amante que es usted del teatro de variedades. Debió usted haber estado en el viejo Alhambra de la Plaza Leicester antes de que perdiese su licencia musical y de baile. Pues tengo una pequeña salita amueblada como una perfecta copia de un palco del Alhambra, incluso con las cortinas y las sillas que le compré al propietario.
– No creo que tenga tiempo hoy, señora… -empezó a decir Cribb.
– Quizás en otra ocasión, cuando quiera usted interrogarme más -aventuró la señora Body-. Puede usted comprender mi deseo de escapar de mis responsabilidades de vez en cuando. Es entonces cuando me retiro a mi pequeño palco de arriba.
Thackeray se sonó ruidosamente.
– Pero deseará usted saber los nombres de mis huéspedes masculinos, -dijo la señora Body, cuyos pensamientos habían sido evidentemente desviados por la interrupción-. No sé si podré recordarlos todos. Alojo a la mayoría de la antigua orquesta del Alhambra.
– La comprendo, señora -dijo Cribb con convicción-, Pero ellos no constan en mi lista. ¿Tiene usted a un italiano que baila sobre barriles, llamado Belloti?
– ¡Sí, sí! -Abrió los brazos con exageración-, ¡Qué espléndido! ¡Le puede tachar de su lista!
– ¿Y a un cómico llamado Fagan?
– ¡Sam Fagan! Es la voz de Sam la que oye usted en la habitación contigua.
– Ésa es una buena noticia, -dijo Cribb-. ¿Podemos pasar?
La señora Body levantó una mano.
– Esta tarde no. Hay ensayo, ¿sabe? Insisten en que los ensayos sean privados.
– ¿Y para qué están ensayando, señora?
Por un momento la señora Body pareció confundida.
– ¿Para qué, señor Cribb? Pues para cuando vuelvan a las candilejas, cuando estén totalmente recuperados. A algunos de ellos ya no los contratarán nunca más, pero sería muy cruel si les privásemos de sus pocas esperanzas.