Esta patética visión de los huéspedes era difícil de reconciliar con lo que salía en ese momento de la puerta de al lado. Una voz, presumiblemente la de Sam Fagan, estaba intentando recitar un poema del difunto Thackeray. Como la canción, estaba siendo acogido de la forma más extraña.
El señor Fagan recitaba:
Pero de todos los pobres tesoros que adornan mi nido,
Hay uno que me encanta y es el que más aprecio,
Ni por el más bello de los sofás acolchado de cabello
Te cambiaría jamás, silla mía de mimbre.
En ese momento, carcajadas de risa indecorosa interrumpieron la interpretación. Era imposible creer que un conocido poema de salón pudiese ser acogido así.
Tienes las patas arqueadas, el respaldo alto y el fondo comido
Con el respaldo crujiente y las viejas patas retorcidas
Pero desde la bella mañana en la que Fanny se sentó ahí
Te bendigo y te amo, vieja silla de mimbre.
– ¡Extraordinario! -exclamó Cribb, no por el poema, sino por el persistente rumor de risitas que lo acompañaba, con las voces de las mujeres tan destacadas como las de los hombres. ¿Estaban interpretando alguna inexplicable pantomima como acompañamiento?
Si las sillas también sienten, al soportar tales encantos
Un estremecimiento debe de haber sacudido tus secos y viejos brazos.
Yo quería, anhelaba y deseaba desesperadamente
Deseaba haberme convertido en una silla de mimbre.
Un verdadero estruendo infernal de risotadas provocó la esperada reacción de la señora Body.
– Perdónenme, caballeros. Otra vez se están pasando.
No había llegado a la puerta cuando la detuvo en su camino una estremecedora explosión que procedía de la dirección contraria.
– ¡El mayor! -dijo Thackeray, y corrió hacia la puerta del comedor.
Al abrir la puerta, la polvareda se esparció. Por un momento fue imposible ver nada. Después, se pudieron apreciar los efectos de la explosión: suelos de madera destrozados, mesas caídas y ventanas rotas. No había ni rastro del mayor, pero una ventana abierta daba pie a la esperanza.
– ¡Vaya al conducto principal y cierre el gas! -ordenó Cribb al primer rostro asustado que apareció de la habitación contigua. El hombre tuvo el buen sentido de obedecer al instante-. Cuide de la señora Body, ¿quiere? -pidió Cribb a alguien más.
La habitación se fue llenando rápidamente de gente, chocando unos con otros en medio de la envolvente polvareda.
– He cerrado la puerta, sargento -dijo Thackeray cuando encontró al sargento-. El mayor parece haberse ido. No creo que fuese lo bastante violenta como para haberlo…
– ¿Hecho pedazos? Lo dudo -dijo Cribb-. ¿Qué lleva usted debajo del brazo?
Thackeray volvió a colocar el fardo que llevaba.
– Creo que es Beaconsfield, sargento. Casi tropiezo con él hace un segundo. La pobre bestia está temblando como un flan.
– Y está absolutamente ridículo también con esa cinta rosa alrededor de su garganta. Creo que está temblando de humillación.
La atmósfera de la habitación se iba aclarando, aunque persistía un murmullo de agitada conversación. Dos mujeres jóvenes en trajes de malla cuidaban de la señora Body, que estaba echada en su sillón en un estado de postración nerviosa.
– ¿No es aquél Albert, sargento, en aquel grupo de allí? -preguntó Thackeray.
– Probablemente. Es mejor no reconocerle abiertamente. Nos podemos enterar de mucho más con la ayuda de Albert. Y vigile a su madre. Si viene por aquí, mejor será que deje usted a Beaconsfield y se largue por la puerta principal. Este estúpido y baboso animal es capaz de estropearlo todo. ¿Le tiene usted cariño a los dogos, quizás?
– No especialmente, sargento. Sólo parecía estar falto de confianza en medio de la confusión.
Cribb miró con desprecio al perro.
– Ése es su estado natural.
Al otro lado de la habitación, Albert llamaba la atención de Thackeray.
– Parece que le ocurre algo a Albert, sargento. ¿Cree usted que está bien? Creo que me señaló. Ésos son los hombres que estaban con él en el coche.
Cribb miró al grupo con interés. Los señores Smee, la Funeraria, eran difíciles de imaginar como número cómico. Albert estaba entre ellos, aflojándose el cuello de la camisa con el dedo índice.
– A lo que parece le ha entrado polvo en la camisa -dijo Cribb-. No le mire fijamente. Todos saben que somos polis. Suelte al perro y veremos si puede reconocer a alguien. Ésas deben de ser las hermanas Pinkus.
Un momento después, Thackeray insistió tozudamente con el tema de Albert.
– Sargento, se está rascando el cuello como un mono. No es natural. Se está quitando el cuello de la camisa.
– ¿El cuello de la camisa? -Cribb giró en redondo-. ¡Dios mío! ¿Qué ha hecho usted con Beaconsfield?
– Lo solté, como me dijo, sargento -dijo Thackeray, totalmente desconcertado. No se veía al perro.
– Bueno, pues encuéntrelo otra vez, ¡rápido, por el amor de Dios! Albert nos está haciendo señales. Tiene que haber algo escondido bajo esa cinta que lleva el perro al cuello. ¿Adónde habrá ido ahora ese puñetero animal?
Cada detective salió en dirección distinta por la habitación, con el paso de mono habitualmente adoptado por los miembros del cuerpo cuando hacían rondas para buscar animales extraviados. Una de las jóvenes en mallas que estaba inclinada sobre la señora Body se irguió y lanzó a Thackeray una dura y larga mirada, pero, por lo demás, la confusión reinante desvió el interés de la búsqueda.
Fue Cribb quien localizó a Beaconsfield, jadeando detrás de un biombo. Llevó una mano hacia la cinta.
– Quieto, ahora. Quieto.
Beaconsfield gruñó. Cribb retiró la mano.
– ¡Ah, está usted ahí, agente! ¡Con cuidado, vea qué hay debajo de esa cinta inmediatamente!
El perro dejó que Thackeray se acercase. Quitó un pedazo de papel de debajo de la cinta y se lo dio a Cribb.
– ¡Malditos sean sus ojos! -dijo el sargento cuando lo hubo leído-. ¿Qué opina usted de esto?
Thackeray leyó el mensaje: «Todo está en perfecto orden. Gracias por su interés. Albert».
8
Apenas se intercambiaba una palabra amable entre los policías de la comisaría de la calle Paradise los lunes por la mañana. Se percibía la atmósfera en cuanto se pasaba bajo la lámpara azul y se veía la siniestra expresión del policía de servicio en su mesa de trabajo. Desde el momento en que el primer relevo formaba temblando en el patio, a las seis menos cuarto, y el sargento de la comisaría los clasificaba y se los llevaba a sus rondas en fila de a uno marcando el paso, la lista de servicios era suficiente como para arrancar una lágrima de pena de los ojos de un convicto. Porque para las diez, cuando el relevo volvía quejándose de la acumulación de mondas de naranjas en los fines de semana (que cada policía tenía órdenes de recoger, «porque han ocurrido frecuentes accidentes a transeúntes al resbalar con ellas») los de servicio en la comisaría tenían que haber comprobado las hojas de cargo, sacado a los ocupantes de las celdas y haberlos llevado ante los magistrados, barrido el suelo de la comisaría, estudiado la Gaceta de la Policía, completado los informes matutinos de delitos a tiempo para el coche de los despachos, puesto al día sus diarios personales y tratado con un interminable flujo de triviales preguntas del público. Y era los lunes cuando los oficiales equivocados conocían que sus nombres habían sido inscritos en el libro de delincuentes de la División.