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– Ayer noche hice algunas indagaciones por mi cuenta. Descubrí un par de cosas sobre sir Douglas Butterleigh, el propietario de Philbeach House.

– ¿El fabricante de ginebra?

– Sí. Un hombre muy rico. Amasó su fortuna cuando hacían furor los salones de ginebra. Ahora tiene noventa años, está postrado en cama y perdió la capacidad de hablar hace un año. Vive en una clínica privada de reposo en Eastbourne.

– No parece que pueda ayudarnos mucho, sargento. ¿Tiene familia?

– Un hijo. Misionero en Etiopía.

– Esperará heredar una gran fortuna.

– Tres fábricas -dijo Cribb-, dos grandes mansiones y más de cien tabernas. -Hizo una pausa-. Y un teatro de variedades.

Thackeray silbó.

– ¿Cuál, sargento?

– No creo que lo conozca. El Paragon, en Victoria. No es uno de los mayores.

Hervían teorías en el cerebro de Thackeray.

– ¡Un teatro de variedades! ¡Caray, sargento, deberíamos ir a verlo!

– Eso es lo que me proponía hacer -dijo Cribb-, Es decir, si esa frase final de su informe puede soportar un pequeño aplazamiento.

Tres caballeros maduros en calzoncillos azules de satén y céfiros, posaban, con las barbillas erguidas, cogidos del brazo y con los vientres hacia dentro, como para una fotografía. Ni un muslo se estremecía, ni un mostacho se movía mientras los dos hombres más jóvenes, vestidos de blanco, corrían, cogían impulso y saltaban sobre sus hombros desde atrás, uniendo sus propios brazos para tener estabilidad y se enderezaban con tiento hasta adoptar la misma elegante postura. Ni siquiera el inesperado ruido de alguien moviendo el trampolín en la parte de atrás causó la más mínima alteración en el edificio humano. Hubo simplemente una flexión simultánea de cinco pares de piernas, una carrera desde atrás, un resonante ruido sordo en la tabla y un sexto acróbata se puso irresistiblemente en pie en lo alto. Iba adecuadamente vestido de rojo. Los demás se tensaron, recobraron el equilibrio y se enderezaron formando una pirámide perfecta.

– ¡Eso es propio de feria! -gritó una voz desde la sala de espectadores-, Mejor se buscan ustedes una sala parroquial, amigos. No hay sitio para ustedes en mi escenario. -Mientras la pirámide se desmoronaba y se iban cabizbajos hacia los bastidores, la voz añadió-: Ya se han terminado las audiciones, gracias a Dios. ¿Y ahora, dónde está el maldito ballet? Convoqué un ensayo para las diez. ¿Es que no hay absolutamente nadie en la casa, maldita sea?

En la última fila de la platea, Cribb y Thackeray se hundieron más todavía en sus asientos. Desde delante sólo se veían las colinas de sus sombreros de hongo, como gatos en una carbonera. El Paragon estaba frío y olía a mondas de naranja y a puros pasados. Además del empresario, que estaba sentado con su jarra de cerveza a una de las mesas delante del público, había hasta una docena de otras figuras solitarias con abrigo, acurrucados en los asientos de atrás. Comparado con el Grampian, la sala era pequeña, para quinientos o seiscientos espectadores, pero tenía el mérito de haber sido diseñada para su fin, y no adaptada, como lo habían sido otros teatros, a partir de un restaurante o de una capilla o estación de ferrocarril. No había trazas de la calumniada escuela de arquitectura rococó en la ornamentación. Las molduras se basaban en majestuosas líneas y curvas color marfil, con relieve dorado. Se había utilizado felpa y terciopelo marrón para el tapizado de los asientos, cortinajes y cortinas de los palcos, y era fácil imaginarse la acogedora intimidad de un lleno en el Paragon, con el gas encendido y una capa de humo de puro manteniendo abajo los aromas menos agradables que se dan en las reuniones públicas.

– ¡Señor Plunkett, señor! -llamaba una voz desde los bastidores.

– ¿Qué pasa ahora?

– Hay tendencia a que haya corrientes de aire detrás del escenario. Las chicas van a salir con la carne de gallina. ¿Puedo atreverme a sugerirle que encendamos las candilejas? Creo que el baile mejorará con ello.

– Puede usted comunicar a sus señorías de mi parte -contestó el empresario-, que si no están en el escenario dentro de medio minuto, se podrán calentar andando hasta la calle York para encontrar un nuevo empleo. ¡Carne de gallina!

El pianista lanzó una serie de arpegios y el ballet divertissement ocupó el escenario. Una hilera de bailarinas vestidas de carmesí salió andando de puntillas desde la izquierda para encontrarse con otra fila vestida de negro que venía de la derecha. Cada chica tenía una mano en el hombro de su compañera, y con la otra cogía despreocupadamente una orilla del vestido para deslumbrar a la audiencia con los destellos de sus pantorrillas de seda en medio de una agitación de encajes.

– Es realmente de buen gusto, ¿no le parece, sargento? -musitó Thackeray-. Para ser variedades, quiero decir.

– Me reservo la opinión -dijo Cribb-, Pueden ocurrir cosas inesperadas.

Los ojos de Thackeray se abrieron un poco más y volvieron al escenario, pero las variaciones de la danza eran estrictamente convencionales, una serie de movimientos sencillos que producían agradables alternancias de rojo y negro.

– ¡Alto! -bramó el señor Plunkett-. ¿Dónde están las figurantes?

Las filas pararon y aparecieron tres pálidas caras por detrás de la cortina.

– ¿Qué significa eso? Han perdido la entrada, ¡maldita sea!

– Por favor, señor Plunkett -fue una lo bastante atrevida como para contestar-, la parte de aquí detrás está tan fría como el chocolate de un asilo y Kate tiene un calambre terrible.

– ¿Calambre? No me hablen de calambre. A mí me está dando apoplejía aquí abajo. Dígale a la señora que quiero que entre en el escenario cuando le den el pie, sea cual sea el estado en que se encuentre. Y ésa no es razón para las risitas del resto de ustedes. ¡Una figurante con calambre! ¡Nunca había oído tal embuste!

Thackeray dio un salto en su asiento. Alguien le había dado un codazo en el brazo izquierdo: un joven de uniforme, con una naranja en la mano.

– ¿Quiere usted una, hermano? Tengo otra en el bolsillo. El viejo Plunkett es un ogro, ¿verdad? Aunque perro ladrador, poco mordedor. No me importa el lenguaje que utiliza, considero que es su forma de ser. Yo soy del Ejército de Salvación. Nunca utilizo palabras malsonantes, aunque he oído más que la mayoría.

– ¿Qué está usted haciendo aquí? -preguntó Thackeray en voz baja.

– No hay ningún lugar al que no vaya el Ejército de Salvación, hermano. Estoy aquí cada función y en todos los ensayos que puedo. ¡Ah, las oportunidades que hay para un hombre de mi vocación! ¿Ve usted aquella chica de cabello negro, vestida de rojo, la tercera de la izquierda? Cuento con convertirla antes de Navidad. Es maravillosa, ¿verdad? No se puede ver a una criatura joven como ésa yendo hacia su perdición. ¿No será usted su padre?

– ¡Cielo santo, no! -dijo Thackeray.

– No me sorprendería. La mitad de esos tipos que se sientan a nuestro alrededor están emparentados con el corps de ballet. Esposos y padres, ¿sabe? Les gusta vigilar a Plunkett, pero él es inofensivo, se lo digo yo. Lo del Paragon es diversión para familias. Nada peor que lo que está usted viendo. Claro que la sala está en una zona de mejor clase que la mayoría. Las chicas de algunos teatros están más allá de toda esperanza de redención. Si me perdona usted la expresión, he visto chulos y alcahuetes, hombres de excesos, mirando el coro en sitios como el Alhambra. ¿Quién es el tipo de nariz afilada que se sienta a su derecha?

Thackeray se volvió para ver si Cribb estaba escuchando. Parecía estar absorto en la danza.

– Creo que sólo ha entrado para cobijarse del frío.

Una chispa misionera pasó por los ojos del joven.

– ¿Cree usted que querría un vale para sopa? Cuidamos a un montón de esos en nuestro albergue de la calle Blackfriars.