– Estoy seguro de que sí -dijo Thackeray, hablando por un lado de la boca-, pero no me parece que sea de los que van a tomar sopa. -Dio un codazo al sargento-. Este caballero me decía que ve todos los ensayos.
– ¿De veras? -dijo Cribb, tocándose el sombrero-. Dígame, ¿tienen en el cartel de aquí a uno que baila sobre barriles?
– ¿Que baile sobre barriles? -repitió el joven-. Nunca he visto uno en el Paragon.
– ¿Y tragasables?
– No recuerdo ni uno, hermano.
– ¿Artistas de trapecio?
– Sí, tuvimos uno. Se llamaba el Leotard inglés. Pero no era muy bueno.
– ¿No recuerda usted a ninguna mujer actuando sobre el trapecio?
Dirigió a Cribb una mirada de disgusto.
– No, gracias a Dios.
– A mí me gustan los cómicos -dijo Thackeray, cambiando de tema con inusitada destreza-. Particularmente los cantantes cómicos. ¡Sam Fagan en un tío divertidísimo!
– Nunca he visto a ese tipo aquí -dijo el joven-. Siempre hay un número cómico, pero ése es nuevo para mí.
La danza llegó a su punto culminante. Al son de un fortísimo, cada chica daba dos vueltas completas y acababa con una profunda reverencia, ayudando enormemente al efecto el corte de los corpiños. En un teatro abarrotado, las inclinaciones hacia delante hubieran sido hechas seguramente con estruendo de platillos y una sucesión de vítores. En lugar de eso, había sólo el enérgico aporrear de un piano. Con todo, el encanto del final cogió desprevenido al departamento de investigación criminal. Ambos detectives estaban demasiado arrobados por el espectáculo en escena como para ver que se acercaba el señor Plunkett. Les gritó desde el final de su fila:
– Quizás tendrían ustedes la amabilidad de volver a poner los ojos en sus órbitas y explicarme qué están haciendo en mi sala.
Thackeray se sonó. Las explicaciones eran trabajo de sargento.
Cribb se levantó.
– No le queríamos interrumpir, señor. Mi amigo y yo sólo deseábamos hablar con usted. Y por eso nos sentamos aquí esperando un momento adecuado para acercarnos.
– Por eso se sentaron en la última fila y echaron un vistazo a mis chicas -dijo el empresario, con más que una pizca de sarcasmo-. ¿Quisieran ustedes que interpretasen el baile de nuevo, o ya han visto lo suficiente? ¿Quizás quisieran darse una vuelta por los vestuarios?
La indignación de Thackeray creció como la espuma en un vaso.
Cribb respondió apresuradamente.
– Eso no será necesario. Hemos venido a por entradas.
– Entonces, ¿por qué no fueron ustedes a la taquilla del vestíbulo? -estalló Plunkett. Se volvió y dio una palmada-. Chicas, se pueden ir ya -gritó-. Preséntense mañana a las seis en punto.
Cribb se sacudió un rastro de ceniza de puro de su abrigo.
– Siempre me ha parecido -dijo con toda la dignidad que pudo reunir-, que es recomendable un contacto personal con el empresario. Siempre puede aconsejar en la cuestión de escoger entradas. No quisiéramos ver un programa que sea inferior al mejor de los que usted ofrece.
– Todas mis funciones son de primera -dijo Plunkett, en un tono más conciliador-. ¿Qué es lo que querían exactamente? -Tenía la envergadura de un peón caminero, pero la rapidez de sus respuestas sugería una inteligencia más despierta.
– Lo mejor que tenga -respondió Cribb-, Podemos pagar.
Los ojos de Plunkett fueron de Cribb a Thackeray. Las ofertas de pago, por lo visto, no eran suficiente en el Paragon.
Cribb habló de nuevo:
– Tiene usted una función mañana…
– ¿Quién le ha dicho eso? -preguntó Plunkett, otra vez agresivo.
– Usted lo dijo -contestó Cribb-, Acaba de decir a las bailarinas que se presenten mañana por la tarde a las seis. No me parece que eso sea para ensayar.
– ¿A las seis?, ¡ah, sí! La obertura comienza a las siete y media. Si ése es el programa para el que buscan entradas, mejor que vayan a ver a mi hija a la taquilla. Yo estoy muy ocupado.
– Gracias -dijo Cribb. Se quitó el sombrero-. Estaremos esperándolo. Son una bonita colección de bailarinas. Aquí mi amigo es un buen juez para las figurantes.
Thackeray no estaba seguro de la alusión, pero sospechaba que, en cierto modo, Cribb se estaba vengando por la referencia a la sopa del Ejército de Salvación. Plunkett sorbió por las narices, echó otra mirada especulativa a los intrusos y volvió a su mesa pisando fuerte. Los detectives saludaron con la cabeza al joven del Ejército de Salvación y se fueron hacia la taquilla del vestíbulo, donde les aguardaba una sorpresa. Su llamada fue respondida por una joven que ambos reconocieron, pero que momentáneamente no pudieron situar. Era extremadamente bonita. Su fino cabello, de color amarillo pálido, estaba peinado en alto, luciendo la línea de su cuello.
Cribb se dio una palmada en la frente.
– ¡Ya lo tengo! ¡La señorita Blake, del Grampian!
– Ustedes tienen una ventaja sobre mí… -empezó a decir-, Pero sí, ¡claro! ¡Son los valientes salvadores de Albert! ¿Qué hacen aquí?
– Buscamos a la hija del señor Plunkett, señorita. Esperamos poder comprar entradas. ¿Puedo hacerle la misma pregunta?
Ella se rió.
– Claro que puede. Samuel Plunkett es mi padre. Ustedes me buscaban a mí.
– ¿A usted, señorita? -Cribb frunció el entrecejo.
– ¿Están desconcertados por mi nombre? Es pura invención, lo confieso. Blake es mi nombre artístico. Incluso papá tuvo que reconocer que no tendría muchos contratos como Ellen Plunkett, vocalista romántica. Ahora, por favor, siéntense y díganme por qué vinieron realmente al Paragon.
– Muy bien, señorita. -Cribb se sentó con cuidado en una maltrecha silla que era evidentemente una silla estropeada de la sección de mesas de la sala. Habiéndose sentado la señorita Blake en la otra única silla, Thackeray tuvo que sentarse en un canasto de accesorios-. Pero quisiera dejar claro que fue a por entradas a por lo que vinimos.
Ellen Blake movió la cabeza.
– No me puede convencer, sargento. El Gran Scotland Yard y su funcionamiento son otro mundo para mí, pero estoy segura de que sus oficiales no pueden permitirse el tiempo de dar vueltas por los teatros de variedades de Londres sin que se estén investigando asuntos de gravedad.
Thackeray hubiera deseado compartir la seguridad de la señorita Blake. En la pared detrás de ella había un cartel con los espectáculos de la semana. No conocía ni un solo nombre. Ninguna de las actuaciones le sugería conexión alguna con los inquilinos de Philbeach House. Ni hermanas nacidas para el aire, ni bailarín sobre barriles, ni voz en un columpio, ni forzudo. Ni siquiera un perro.
Cribb se encogió de hombros.
– Tenemos dos días de permiso al mes en la Policía, señorita. Intentan que cada hombre tenga un domingo libre al mes, pero el otro es muy posible que sea en un día entre semana. Si se pasa el día comprando entradas para las variedades, es un tributo a la calidad de la diversión, digo.
– ¿No podría ser que sospechase otro accidente?, -dijo la señorita Blake.
Cribb dejó de lado su ironía.
– ¿Ha sabido usted de su hombre, señorita? Parece contento con su nuevo alojamiento.
– ¿Albert? -se puso roja-. ¿Qué quiere usted decir?
– Quizás no debería haberlo dicho, señorita. Creí que se lo habría dicho. Albert se mudó de Little Moors Place ayer por la mañana.
– ¿Se mudó? ¿Adónde?
– A Kensington, señorita. Un asilo para artistas de variedades. Quizás ha oído usted hablar de él. Es un sitio de lo mejor.
Ellen Blake cerró brevemente los ojos. Murmuró:
– Philbeach House.
– La misma, señorita -dijo Cribb sin darle importancia-. Seguro que hay una carta suya en camino.
– Pero yo creí que ustedes estaban…
– ¿Protegiéndole, señorita? Así es. Aquí Thackeray le siguió todo el camino hasta Kensington. Le visitamos para estar seguros de que estaba a gusto. Francamente, señorita Blake, está viviendo como un verdadero pez gordo. No sé si ha estado usted allí alguna vez pero… ¡Dios mío! ¡Thackeray, su pañuelo!