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La señorita Blake había intentado contener sus lágrimas mordiéndose el labio, pero, con todo, salieron.

– Les ruego que me perdonen -dijo después de secarlas un poco con el pañuelo-. Ha sido tan inesperado. No me dijo nada de esto. Nada.

– Parece haber sido dispuesto muy rápidamente, señorita -dijo Cribb a modo de consuelo-, Albert no es de la clase de los que hieren los sentimientos de una señorita. Pero le prometo que no le sucederá nada en Philbeach House. Tiene a su madre y a su perro con él. Nadie en sus cabales pondría una mano sobre Albert estando por allí Beaconsfield, se lo aseguro.

Thackeray se movió, incómodo, en su cesto. Cribb debería haberlo hecho mejor. La posibilidad de que Beaconsfield saliese en defensa de alguien era remota. Costó una explosión que aquel animal levantara sus ancas.

– ¿Querían ustedes entradas? -dijo la señorita Blake, haciendo un esfuerzo por recobrar su compostura-. Hay función tres noches por semana, los martes, jueves y sábados.

– ¿Cambia el programa? -preguntó Cribb.

– Cambia muy poco, a menos que alguien se ponga enfermo. Las actuaciones son las anunciadas en este cartel, sea cual sea la noche que ustedes elijan.

– Entonces escogemos mañana -dijo Cribb con firmeza.

– ¿El martes? -titubeó-. ¿Por qué el martes?

– ¿Y por qué no? -dijo Cribb-. Es una noche en la que ambos podemos venir. ¿Pasa algo el martes?

La señorita Blake se levantó para abrir con llave una caja de metal.

– No, no. Cada noche es igual. ¿De qué precio quieren la entrada? Hay de todo, desde el gallinero a seis peniques hasta una mesa por una guinea. Los palcos son a cinco chelines.

¡Cinco chelines! Habían pagado dos en el Grampian.

– Tendrá que ser una butaca barata para nosotros, señorita -dijo Cribb-. ¿Tiene usted alguna de un chelín abajo?

– Eso es lo que cuesta estar de pie abajo. Pero les costará otro chelín una butaca en la platea.

– Estaremos de pie -afirmó el sargento, sacando un florín-. ¿La veremos actuar, señorita?

– En la sala de mi padre no. En el Paragon me dedico a la cuestión comercial. Mi carrera como cantante la ejerzo en otros teatros. Quiero labrarme mi camino, ¿sabe? Aquí están sus entradas de pie. Quizás les vea el martes. Les podría enseñar la zona entre bastidores si les gusta.

– Es extraordinariamente amable de su parte -dijo Cribb, levantándose-. Nos hace mucha ilusión, ¿no es así, Thackeray?

– Sí, sargento. -No hubo mucho entusiasmo en la respuesta de Thackeray. Se dio masaje en la parte de atrás de sus pantalones. El trenzado del canasto estaba firmemente impreso en su persona.

Cuando iban a salir, llamaron fuertemente a la puerta. La señorita Blake pidió a Cribb que abriera. Había dos hombres altos. Por segunda vez aquella mañana, Cribb y Thackeray experimentaron la sensación de reconocer un rostro familiar, pero sin ser temporalmente capaces de identificarlo. Sin embargo, había algo significativo en la ropa, los abrigos negros, las patentes botas de cuero y los guantes negros de cabritilla. Pero si a aquellos hombres sólo les faltaba una cinta de crepé en las chisteras para parecer… ¡lo que eran! No cabía duda alguna. La Funeraria, de Philbeach House.

Cribb se apartó para dejar que se dirigieran a la señorita Blake.

– Una entrega especial, señorita. El señor Plunkett dijo que usted lo firmaría.

– Por supuesto. ¿Qué han traído ustedes?

El primero de ellos señaló a su compañero. Se retiraron, y entraron de nuevo llevando entre ellos un objeto en forma de caja cubierto con una bandera pequeña del Reino Unido. No había duda de lo que era: el cesto de Beaconsfield.

9

La tacañería de Cribb provocó algunas dificultades en el Paragon a la noche siguiente. Su teoría era que dos entradas para estar de pie reunían todas las condiciones para una detección minuciosa. Por la modesta inversión de dos chelines, él y Thackeray podrían patrullar por todo el pasillo exterior de la sala durante toda la noche. Desgraciadamente, estas facilidades eran también disfrutadas por las señoras más acomodadas de la ciudad. El resultado fue que, cuando el Yard se paseaba, también lo hacía la hermandad, y Cribb y Thackeray se encontraron acorralados en el bar a un lado de la sala, donde era necesario hacer más gasto para crearse una reputación más de bebedores que de buscadores de placer. Incluso allí, fueron abordados varias veces con solicitudes de «una copa de ginebra sola» que rechazaron enérgicamente; la política del departamento no era la de contratar ayudantes.

Las pintarrajeadas paseantes iban notablemente mejor vestidas que las esposas y novias de los mecánicos y tenderos, que se sentaban en el lugar de la virtud, dentro de la barandilla, y eran infinitamente más elegantes que el contingente que desfilaba por los pasillos del Grampian, al otro lado del río. Podían ser mujeres caídas, pero iban decentemente enguantadas, vestidas a la moda y, tenía uno que admitirlo, no carecían de encanto. Los hombres que conversaban con estas mujeres parecían ser en su mayoría de clase alta, y estar dispuestos a gastar liberalmente. Se hablaba de las últimas cenas a base de caza y ostras del país en el Café de l’Europe, regadas con vino del Mosela y champán. Thackeray miró fijamente su pinta de cerveza Kop y se auguró que la virtud también tendría su recompensa.

Detrás de las candilejas los actores iban ejecutando su repertorio sin atraer demasiado el interés del bar. Las conversaciones animadas por la ginebra eran totalmente aturdidoras, y también lo eran las calientes olas de perfume, empujones y risitas. Un ventrílocuo de labios rígidos y su muñeco no eran un oponente para una bocanada de París en el propio hombro y el aleteo de pestañas cepilladas con carbonilla. Como todos los que les rodeaban, los detectives gritaban en señal de aprecio cuando aparecía el ballet, y dejaban caer con estrépito contra el mostrador sus jarras de peltre cada vez que una bailarina levantaba una pierna más arriba que sus compañeras; la autenticidad lo requería. Pero a la mitad de la noche, el trémulo humo por encima de las candilejas iba separando cada vez más a los actores del público. Eso, al menos, era lo que Thackeray suponía después de cinco pintas de cerveza Kop, aunque el humo de los puros y los vapores de la ginebra más a mano podían haber tenido su parte en ello. Fuera cual fuera la causa, era muy difícil concentrarse. Su memoria era inexplicablemente lenta también. Se sabía la letra de todos los estribillos, pero, por alguna razón, le salían un poco más tarde. La gente empezaba a alejarse de él.

– Es una función decepcionante, ¿no es así, sargento? -le confió a Cribb-. Y pensar que estuvimos a punto de pagar cinco chelines por un maldito palco. No daría ni dos peniques por todo esto.

– Las variedades son más que una lista de actores, Thackeray. Es todo lo que hay alrededor suyo -le dijo el sargento en tono de conferencia, secándose la cerveza de la barbilla-. Los pasteles de riñón y la conversación son igual de vitales para ellas que aquel tío cantando fatal Dear Old Pals. ¿Cree usted que a los chicos del gallinero y a sus chicas les importa si están viendo acróbatas, o animales, o rubicundos bailarines en zuecos? Les tirarán naranjas si no son buenos, pero eso es parte de la diversión. Están igualmente encantados de volverlos a ver en el cartel a la siguiente ocasión, para poder echarles naranjas de nuevo. Es la participación lo que cuenta. Mírelos ahí en el centro. Respetables tenderos y dependientes engalanados con sus trajes de etiqueta y sentándose en las mesas de una guinea. Eso es a lo que ellos llaman «buen tono». La semana que viene volverán a estar en el gallinero, pero esta noche han vivido como peces gordos. Ellos no se sienten decepcionados con la función.