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Thackeray sorbió su bebida en silencio. Nunca valía demasiado la pena discutir con Cribb, y menos durante una de sus homilías. Misericordiosamente hubo una interrupción, una voz de mujer detrás de ellos:

– Buenas noches, caballeros. Creo recordar un acuerdo entre nosotros.

– ¡Ya! -dijo Cribb, dándose la vuelta. La frescura de algunas de esas señoras le dejaba sin habla. Como en esta ocasión, porque la que hablaba era la señorita Ellen Blake. El rechazo cayó de sus labios limpiamente, como el puente Tay.

– Les estaba sugiriendo simplemente si querían ustedes ver lo que hay detrás de la escena -dijo sonriendo-. Espero hacerme entender. Dentro de media hora debo irme hacia el Grampian. Ya no estoy la primera en el cartel, ¿saben?, por eso ahora es el momento, si todavía están ustedes interesados.

Envuelta en una capa negra de ópera adornada con pieles, tenía una apariencia tan fresca que eclipsaba completamente a la perfumada y empolvada compañía que había a su alrededor.

– Nada nos gustaría más -dijo Cribb.

– Iremos por la cantina, pues.

Les condujo hacia el escenario. Thackeray controlaba totalmente sus movimientos, pero hubiera deseado que la pendiente de la zona de a pie no fuese tan pronunciada. En el escenario, un cómico con la cara negra y un viejo sombrero gris recitaba:

– No hay nada como una esposa. Os lo digo a todos, jóvenes y viejos, tomad una esposa, la de cualquiera. Casáos, casáos pronto y a menudo. Tomad una esposa, casaos y tened hijos. Criadlos a todos y cuando seáis viejos, ellos os lo devolverán olvidándose de vosotros.

A la izquierda del foso de la orquesta había una puerta. Bajaron por un tramo de escaleras de hierro en espiral, y se aventuraron por debajo del escenario.

En contraste con la brillantez de arriba, la cantina estaba oscura, iluminada por cuatro débiles quemadores con pantallas de color naranja. En una barra semicircular se servían bebidas a soldados de uniforme, que las llevaban a los bancos de madera en los que se sentaban mujeres jóvenes.

– Sirve como sala de esparcimiento -explicó la señorita Blake-. Ésas de los chubasqueros grises son las chicas del ballet. ¿Ven ustedes sus zapatillas blancas y sus mallas? En su mayoría son las figurantes, que saben bailar muy poco. Se les paga unos quince chelines a la semana, por eso están encantadas de que las inviten a champán. Los soldados son amigos suyos, casi todos ellos son oficiales de la Guardia Real. Las chicas bajan aquí entre baile y baile. Tenemos que subir la escalera del otro lado.

Salieron a los bastidores a tiempo para ver al cómico saludando a unos aplausos irregulares. Una mujer pálida con un par de cacatúas en el brazo se preparaba para tomar su puesto. Thackeray estaba exactamente debajo de donde estaba el chico encargado del calcio, y se tuvo que sacudir la chaqueta, salpicada de polvo blanco.

– Si vienen ustedes por aquí -dijo la señorita Blake-, les podré enseñar uno de los vestuarios. En muchas salas tienen que arreglárselas con dos, pero papá tiene seis. Las chicas del ballet están todas abajo, creo, así que podemos ver su vestuario sin problemas.

Cuando seguían a la señorita Blake por un estrecho pasillo entre una plataforma de escena y una colección de cestos con accesorios, Cribb se agachó inesperadamente para atarse un cordón del zapato. Thackeray chocó con él y sólo pudo evitar caerse de cabeza por encima de la espalda de Cribb agarrándose a un guardapolvo que había a su derecha.

– Bien hecho -murmuró el sargento-. Vuélvalo a tapar, deprisa. -Bajo la sábana había un montón de barriles, recientemente barnizados. El nombre de «G. Belloti» estaba claramente inscrito en el de arriba en esmalte rosa. En la forma de caminar de Cribb, según marchaba hacia adelante, había cierto pavoneo.

La señorita Blake se acercó a una puerta en la que ponía «Vestuario de señoras. Prohibida la entrada a caballeros», entreabrió la puerta, se asomó y luego les llamó por señas, de forma conspiradora. Entraron a una habitación estrecha, de unos cuarenta pies de largo, dividida por una cuerda para tender ropa sobre la que estaban colgadas las prendas de calle del ballet, grises vestidos de estameña y lana gruesa, y camisas de batista, desgastadas y manchadas por la orilla de llevarlas por las calles de Londres. En la habitación flotaba un perfume barato, pero el mal olor de las ropas era más fuerte. Una hilera de estanterías alrededor de las paredes, a una altura de tres pies, servía de tocador, con trozos de espejos empañados, velas, cepillos para el pelo y potes de crema, para indicar el territorio de cada chica. Unas pocas tenían cajones de cerveza como taburetes. Corsés, ligas y medias estaban esparcidos por el suelo de piedra. Thackeray carraspeó.

– ¿Les sorprende? -preguntó la señorita Blake-. Cuando se las ve en el escenario en sus tisús y oropeles, probablemente no se las imagina volviendo a sus casas con estos trapos. Sorprende a sus amigos oficiales al final de la noche, se lo puedo asegurar. No hay mucho hechizo en ellas entonces, pobrecillas.

– Dijo usted que las figurantes ganaban quince chelines por semana -dijo Cribb-. ¿Cuánto paga su padre a las mejores bailarinas?

– ¿A las segundas bailarinas? Treinta chelines, si están en la primera fila, y eso está bien pagado para lo que se paga en las variedades. De eso tienen que pagarse las zapatillas y las mallas. No se puede comprar un par de medias de seda por menos de diez chelines. -La señorita Blake cogió a Cribb del brazo-. Vengan y vean lo que utilizan para maquillarse la cara. -Cogió un tarro del estante-. Como base, tiza pulverizada con colorete. Una pastilla de un penique de tinta india. Un paquete de azul armenio. Y arcilla para empolvarse.

– ¿Y para qué sirve el periódico quemado? -preguntó Cribb.

– Para delinear y sombrear la cara. Algunas de ellas también queman una vela contra un recipiente de porcelana y utilizan el depósito marrón que se forma como sombreador de ojos. No se sorprendan tanto, caballeros. Después se quita todo con manteca de cerdo. Tienen que admitir que es una receta de belleza barata. A veces miro a las llamadas mujeres caídas que pasean por la zona de a pie donde les encontré y me encuentro odiándolas, sargento. Odiándolas por sus caros perfumes y labios maquillados y por sus hileras de joyas, mientras estas pobres criaturas tienen que zurcirse las mallas y remendar sus vestidos y sentarse abajo con los soldados si quieren ser tratadas con consideración. Intenten explicarles que la virtud se recompensa mientras estén en la calle esta noche mirando cómo a estas Jezabeles las ayudan a subir a los coches.

Entre las mujeres jóvenes se estaban poniendo de moda exaltados discursos sobre cuestiones sociales, pero uno no se esperaba tales argumentos de la cantante de Fresca como el heno recién segado. El joven del Ejército de Salvación no había hablado con ni siquiera la mitad del fervor de Ellen Blake.

– Sólo hay una manera de cambiar las cosas, señorita -dijo Cribb-, y es la de convencer a su padre para que no admita a mujeres solas en esta sala. Pero, en mi opinión, ése es el paso previo a la bancarrota. Están intentando llevar el viejo teatro Victoria que hay al otro lado del río con directrices basadas en la templanza, y he oído que están actuando con la sala medio vacía. El hecho es que cuando un teatro cierra, las chicas del ballet pierden sus empleos, mientras que las mujeres de la otra clase, simplemente se van a los casinos y al Cremorne y otros sitios así.

La señorita Blake volvió a colocar los cosméticos en el estante.

– Realmente mi padre no va a desanimar a esas mujeres para que no vengan al Paragon. Yo tengo conciencia de lo que ocurre aquí, sargento, y le aseguro que no la heredé de mi padre.

– Bien, si le sirve de consuelo, señorita, Thackeray y yo conocemos muy bien el lado más miserable de la vida de Londres por nuestra profesión, y no hay muchas de esas paseantes que vayan a escapar del asilo o del río, se lo aseguro. Recuerde sus caras mientras se contonean arriba y abajo en el teatro de su padre. Uno de estos días verá usted esas mismas caras mirándola a usted desde el gallinero de tres peniques en el Grampian…