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– ¡El Grampian! -exclamó la señorita Blake-. ¡Dios mío, tengo que irme! Y no tengo tiempo de enseñarles el vestuario o la sala de accesorios.

– No importa, señorita. Volveremos nosotros solos por la cantina. Tiene usted que darse prisa, o tendrá usted que enfrentarse con el señor Goodly. ¿Podemos darle un mensaje a Albert de su parte?

– ¿A Albert? -la señorita Blake estaba visiblemente alterada por la mención de ese nombre-. Pero él está…

– ¿En cama en Philbeach House, señorita? Pues claro. Sólo pensé que si teníamos ocasión de visitarle allí, para aclarar algunos asuntos importantes, ¿sabe?, podríamos transmitirle sus deseos de pronta recuperación.

– Claro. Háganlo, por favor. -Se tranquilizó, les dio la mano y dijo-: ¿Conocen ustedes el camino? -y les dejó.

Cribb permaneció en actitud contemplativa durante varios segundos, con la mano izquierda sosteniendo su codo derecho, y el índice derecho en el puente de la nariz. Por fin dijo:

– No estaría bien que nos encontrasen en el vestuario de señoras, agente. Sigamos con la inspección.

Thackeray estaba a punto de comentar que la señorita Blake esperaba que ellos volviesen directamente a su sitio y que dar vueltas entre bastidores sin ir acompañados podría ser considerado como una sospechosa, por no decir impropia, práctica, cuando vio una expresión especial en los rasgos del sargento, una tensión de los músculos anteriores a sus patillas, normalmente en reposo. La crispación de la mejilla de Cribb era el equivalente a la orden de apuntar en uno de los cañoneros de Su Majestad. Thackeray se puso el sombrero y le siguió.

No habían recorrido muchos metros por el corredor cuando Cribb se detuvo ante una puerta, escuchó, la abrió, entró y arrastró a Thackeray detrás suyo. Husmeó en la oscuridad.

– La carpintería. No nos molestarán aquí. Quiero echar un buen vistazo a este teatro. Esperaremos a que se acabe la función y se hayan ido todos. Debería haber un banco aquí en algún sitio. ¡Ah, sí! Tenga cuidado en dónde se sienta. Los carpinteros son tremendamente descuidados con los formones. ¿Y bien, agente, cuáles son sus observaciones?

Hubo una pausa seguida por el sonido de rascar una barba.

– Venga, hombre. Usted vio los barriles de Belloti, ¿no es así?

– Sí, sargento.

– ¿Y el cesto de Beaconsfield ayer? ¿Y a los de la Funeraria?

– Sí.

– ¿Y qué deduce usted?

Más rascarse la barba.

– Bien, sargento, creo que podría haber una conexión con Philbeach House.

– ¡Demonio!, ¿y qué otra evidencia espera usted, a la señora Body en tutú? Un agente de servicio no debería beber si eso ralentiza su pensamiento, Thackeray. Pues claro que hay una conexión, hombre. Si los barriles están aquí, Belloti no puede estar lejos. No le sirven a nadie más, ¿no es así?

– Pero el baile sobre barriles no está anunciado, sargento.

Cribb suspiró.

– Ni tampoco dogos, ni ninguno de la lista de huéspedes de la señora Body. ¿Esperaba usted verlos aquí esta noche? Pero apostaría una guinea contra un chelín a que aquí, en algún sitio, hay una habitación con sus accesorios.

La inspiración descendió sobre Thackeray en la oscuridad.

– ¡Quizás están preparando una vuelta al escenario, sargento! El señor Plunkett les deja utilizar la sala para ensayos. Sólo se utiliza tres noches por semana, acuérdese. Cuando hayan recuperado la confianza en sí mismos, podrán volver a las variedades.

– Olvida usted algo, agente. No es su confianza lo que cuenta. Pueden ensayar cuanto quieran, pero eso no es probable que sirva de mucho para la confianza de los empresarios. Los artistas de quienes se han reído en el escenario no van a tener otro contrato en Londres así de fácil. A lo más que pueden esperar es a cambiar sus nombres y sus actuaciones y empezar de nuevo en provincias. Además, Plunkett no me da la impresión de ser un hombre caritativo. No tendría esta sala atestada de vagabundos y sus equipajes a no ser que haya algún provecho en ello.

– Parecía tener algo que ocultar, sargento.

– Por eso es por lo que estamos aquí, agente. Un hombre de mi posición no arriesga su reputación paseándose por las zonas de a pie de los music halls sin una razón perfectamente válida. Hay cosas que van a pasar esta noche que Plunkett no quiere que sepamos. Acuérdese de ayer, cuando le pedí entradas. Una petición muy simple, sin embargo, las cejas del tipo saltaron como un saltamontes cuando dije que esta noche. Su hija también estaba igual de nerviosa. No se preocupe por los ensayos secretos, Thackeray. Quiero saber qué pasa esta noche.

– ¿No deberíamos volver, pues, y ver la actuación? Puede haber otro accidente mientras estamos aquí escondidos.

Cribb hizo un extraño ruido de desprecio haciendo vibrar sus labios.

– Muy poco probable, en mi opinión. De todas maneras, no hay necesidad de que estemos allí. Hay un hombre perfectamente capaz de vigilar algo así.

– No me lo dijo usted, sargento. ¿Otro hombre del departamento?

– ¡Por el amor de Dios, Thackeray! El tercer violín de la orquesta. ¿No lo reconoció usted?

– No será el mayor…

– Rascando como un profesional. Al menos sabemos que no se hizo pedazos en la explosión de gas. Estoy sorprendido de que usted no lo descubriese. Había demasiadas cosas a las que mirar, ¿eh? Está usted bostezando, Thackeray.

– Es la oscuridad, sargento.

– Más bien la cerveza. Mire, tendremos que estar aquí una hora. Estírese en el banco y duérmala. Es una orden. Le quiero sobrio, agente.

Era un poco humillante, pero Thackeray tuvo otra idea mejor que la desafiar las órdenes. No se dormiría realmente, pero sería un alivio quitar el peso de sus pies. Fue tentando el banco, buscando clavos perdidos y astillas, y puso la mano sobre algo blando, quizás un abrigo, doblado en forma de almohada. Puso ahí la cabeza con alivio. ¿No sería el abrigo de Cribb, verdad? No era propio de él; no había un átomo de compasión en él, no para los policías, de todos modos. Cribb no creía en los descansos, descabezar un sueño en cualquier momento era negligencia. Si estaba haciendo la vista gorda era que estaba planeando algo, podías estar seguro.

Thackeray no estaba seguro de cuánto había dormido cuando un codazo de Cribb le espabiló, pero le dolían los huesos y tenía la boca seca.

– ¿Qué pasa, sargento?

– Pronto entraremos en acción. Ha pasado media hora desde que se oyó el himno nacional. Muchos de ellos ya se han ido. ¿Está usted mejor, espero?

Estaba temblando y le dolía todo, pero dijo:

– Estoy más fresco que una lechuga.

– Bien. Páseme el abrigo, ¿quiere?

– ¡Dénse prisa todos! El señor Plunkett quiere que todo el mundo esté fuera en cinco minutos -gritó una voz desagradable cerca de la puerta. Chillidos de protesta respondieron desde el vestuario de señoras al final del corredor-. Cinco minutos, estén como estén -reiteró la voz, y el ballet, evidentemente, se tomó en serio la advertencia, porque grupos de pies con botas pasaron al cabo de muy poco rato, y al poco se hizo el silencio.

Después de un estratégico intervalo, Cribb abrió con cuidado la puerta que daba al pasillo, que aún estaba totalmente iluminado. Thackeray pestañeó, miró su esmoquin y empezó a sacudirse las virutas.

– ¡Deje estar eso, maldita sea! -susurró Cribb-, y sígame.

Thackeray obedeció, advirtiendo en silencio que su sargento había vuelto a su estado natural. Se deslizaron por el pasillo lo más silenciosamente que dos hombretones podían, y cruzaron la plataforma de escena y los barriles de Belloti hasta la zona del escenario. Un movimiento delante de ellos les paró en seco, y volvieron a las sombras entre algunos decorados amontonados en los bastidores. Grupos de hombres en ropa de trabajo, chalecos de pana y piel de gamo, o chaquetas cortas de estameña, hablaban en grupos en el escenario, detrás del telón bajado. Lejos de prepararse a marchar, parecían estar esperando algo. Algunos miraban las cajas del alumbrado y los puentes de iluminación como si nunca antes hubiesen estado en un escenario. Subían más por la escalera de la cantina. Plunkett les seguía.