– Indudablemente -dijo Thackeray-, ¿Qué debo hacer esta noche?
– Es mejor que me ayudes primero con el torno, y después te pondremos en los accesorios, moviendo las cosas pesadas hacia el centro cuando se necesiten. Ahí no te puedes equivocar.
– Eso está bien -dijo Thackeray, no muy convencido, pero la posibilidad de más explicaciones fue interrumpida por la llegada, desde el lado opuesto, de la señora del globo. En seguida se dio cuenta de por qué era imposible utilizar los sacos de arena: ella tenía el tamaño suficiente como para justificar una revisión inmediata del mecanismo de elevación. Tal como iba vestida, con un traje de chaqueta de tafetán marrón poult de soie y un gran sombrero de flores atado bajo su barbilla con un pañuelo rosa, se podría haber presentado a todos los que iban en globo como un reto, como la muía indomable o el gran tronco de abeto que nadie puede mover. Pero aunque el físico de la dama era formidable, Thackeray fijó su atención en un accesorio firmemente sujeto bajo su brazo derecho, un dogo blanco con una cinta rosa, sin duda, Beaconsfield. La aeronauta era la madre de Albert.
Thackeray se volvió al momento para apartar su cara de ella. Era horrible pensar en la posibilidad de ser reconocido en esas circunstancias. Se echó la peluca hacia delante. Rizos de plata se apoyaban en su frente, encontrándose de hecho con sus propios bigotes en la parte inferior de su rostro, y dándole el peludo anonimato de un antiguo perro pastor inglés.
– Ya se ha hecho usted el cargo, compañero -dijo su nuevo colega-. Encontrará usted un cesto allí abajo, una especie de canasta. Lo quiere en la cestilla para colocar al perro, de forma que el público pueda verlo. Tráigalo, ¿quiere?
¡La última cosa a la que se hubiera prestado voluntario! Fue a tientas en la oscuridad a buscar el cesto de Beaconsfield y se lo puso delante de la cara como si fuese un escudo. Mientras tanto, el resto del contingente pesado estaba ayudando a la madre de Albert a subirse a la cestilla del globo. Cuando Thackeray se acercó detrás del cesto, Beaconsfield ladró con excitación y se removió en los brazos de su dueña. El maldito animal había visto su cesto, ¿o había olido un aroma familiar?
– Aquí en el rincón, joven -ordenó la madre de Albert-. Ponga el cesto de canto. Te puedes sentar aquí y poner tus patitas en el borde de la cestilla, ¿verdad que sí, Dizzie? -pero Beaconsfield estaba demasiado ocupado lamiendo las manos que cogían su cesto como para escuchar aquel parloteo. Thackeray las quitó de golpe y casi huyó hacia la oscuridad de los bastidores.
– ¿Está usted lista, señora? -preguntó su compañero-. Muy bien, pues ¡estirad todos!
¡Cielos! ¡El alivio de estar doblado sobre la manivela del torno para ayudar a levantar la cestilla y su pasajera por chirriantes etapas hasta una posición en donde ya no pudieran identificar a nadie de abajo! Con tres hombres en la manivela, el trabajo llevó más de un minuto. Ni una vez miró Thackeray hacia arriba; por él, la madre de Albert, su cesto y su perro podían continuar su ascensión indefinidamente.
El sombrero de flores apareció por encima del borde de la cestilla.
– ¿Estamos totalmente seguros aquí? Parece muy lejos del escenario.
– No se preocupe, señora. Volverá a estar abajo en un momento -le aseguró alguien alegremente.
Thackeray miró el torno, fijado ahora por un simple mecanismo de trinquete. Una patada al soporte de madera haría que la cestilla del globo se hundiese a través de las tablas, el escotillón y la cantina, yendo a enterrarse en los cimientos. Cualquiera que quisiese provocar un accidente aquí no necesitaba sutilezas.
Después, el fuerte sonido de los instrumentos de viento alejó a la madre de Albert de sus pensamientos más inmediatos. ¡La obertura! Thackeray fue inmediatamente asaltado por un abrumador sentimiento de incompetencia. Los tramoyistas con sus uniformes amarillos estaban en todas partes, estirando cuerdas, moviendo decorados a mano por el escenario, subiendo por la escalera hasta la galería de trabajo. Era como estar en un clíper cuando se hacía a la mar: terriblemente emocionante, a menos que uno intentase hacerse pasar por uno de la tripulación. ¿Qué demonios hacía un hombre del Departamento de Investigación Criminal en esta situación? Ciertamente, no quedarse donde estaba. Al ver un gran decorado a su derecha, le dio la vuelta con cuidado y se vio en una situación que es de esperar no tenga precedentes en los anales de Scotland Yard.
Se encontró en medio de un apretado grupo de mujeres jóvenes casi desnudas. Tan apretadas estaban contra su persona que era totalmente imposible observar qué llevaban puesto, si es que llevaban algo. Se puso colorado hasta la raíz del pelo. Era impensable cualquier otro movimiento. Sólo podía permanecer allí hombro con hombro junto a ellas (como escribió posteriormente en su diario) y someterse al contacto físico. ¡Una experiencia insoportable!
– Ten cuidado con tus bigotes, precioso -le rogó una pelirroja del grupo-, me estás quitando el rímel de las pestañas.
Mantuvo en alto la barbilla, con los ojos cerrados y las manos apretadas a los lados. No había nada que durase eternamente. Casi con toda seguridad, se encontraba ahora todavía firmes, pero totalmente solo. Únicamente por su papel de investigador se volvió a mirar al escenario, en el que se había corrido el telón. Sus tan recientes íntimas estaban colocadas en dos círculos y bailaban como salvajes.
Después de todo no estaban desnudas, pero era fácil ver cómo se había llevado esa impresión. Zonas de carne descubierta brillaban descaradamente a la luz de calcio. Faldas temerariamente divididas, desde las caderas hasta la orilla, revelaban no sólo las medias de seda negra que llevaban las bailarinas, sino también los medios de suspensión de éstas. Por encima de la cintura, la única prenda importante que llevaban era unos guantes hasta el codo de cabritilla negra; la flagrante indecencia era sólo impedida por unos trozos cortos de gasa y grandes cantidades de suerte.
– Eso no es nada, amigo -dijo una voz detrás de Thackeray-, Espera sólo a que lleguen las estatuas vivientes. Si tú crees que esto es fuerte, aquello te va a hacer arrastrar a paso de tortuga el maldito decorado. Esto son sólo los hors d’oeuvre, muchacho.
Se volvió.
– Sam Fagan -dijo el que hablaba, alargando una mano-. Cabeza de cartelera en mis tiempos, pero aquí sólo un relleno. Esta clase de público no se aficiona a mi tipo de humor. Es lo picante lo que han venido a probar, las cosas tentadoras que no se ven en los teatros baratos. Aquí todos son personas distinguidas, ¿sabes? El señor Plunkett no permite que haya chusma en la función de medianoche. Miembros del parlamento, pares del reino, mariscales de campo y generales. ¿Y qué puede un cómico barriobajero como yo decir a un público de clase alta como ése? Te lo digo yo, no están interesados. Ni tampoco vale la pena que me ponga así de elegante. Daría lo mismo que me pusiera mi traje a cuadros y mi nariz colorada. -Aún así, comprobó el ángulo de su sombrero de seda en un espejo que colgaba del armazón de madera del decorado. El esfuerzo de años en busca de las carcajadas se reflejaba en su rostro. Tenía la sonrisa de una gárgola-. El poema debería hacerles partirse de risa. Escucha, si no lo conoces. ¡Ey!, aquí vienen las chicas.
Las bailarinas hicieron sus últimos vistosos levantamientos de piernas, movieron las caderas, tiraron besos hacia las candilejas y se fueron contoneando hacia los bastidores, volviendo a apiñarse en torno a Thackeray, algunas de ellas cogiéndose a sus brazos para sostenerse mientras se desataban las botas. Sus brillantes cuerpos despedían olas de calor.