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Por encima del escenario, la madre de Albert terminó el estribillo final de Montada en un globo, bajaron el telón y también a ella y a su dogo, con alguien más que ayudaba en el torno. Pero no hubo respiro para Thackeray.

– Lleva esto al centro -le dijo uno que estaba mirando-, y ponlo en la zona azul. -Se encontró llevando una especie de paragüero hecho de cromo y que contenía una impresionante colección de espadas-. Para el ilusionista -le dijeron-. ¡Muévete, condenado!

¡Espadas! Sus pensamientos volvieron al infortunado mago languideciendo en Newgate, y su fracasado truco de la chica en la caja. ¿Tendría el que perpetró esos «accidentes» (si es que existía tal persona) la audacia de repetir aquí su maldad? Recordó las palabras de Cribb: «Lleve a cabo sus órdenes…». Fue hacia el medio y encontró la zona azul. En cualquier caso las espadas habían tenido un buen efecto sobre éclass="underline" las ilusiones se habían desvanecido de su mente y era totalmente consciente de los peligros de la actual situación. Le espetaron otra orden:

– Sólo la mesa ahora. En el cuadrado amarillo.

Aquello parecía bastante inofensivo, gracias al cielo. Una mesa de cartas con una funda de seda que tenía la impedimenta del mago, un sombrero de seda, varita, guantes y un vaso que contenía un líquido rojo.

Corrieron de nuevo la cortina casi antes de que él hubiese llegado a los bastidores, y desde el otro lado, un artista con corbata blanca y frac había ocupado el escenario. Thackeray le reconoció al momento como uno de los huéspedes de Philbeach House, y pronto se hizo patente la razón por la que había estado allí. El hombre tomó una de las espadas, echó hacia atrás la cabeza, abrió totalmente la boca e introdujo lentamente la hoja hasta que la empuñadura estuvo a seis pulgadas de sus dientes. ¡El tragasables!

Retiró la hoja y repitió nuevamente la hazaña con espadas más anchas, acompañado por redobles de tambor. Entre bastidores, Thackeray suspiró aliviado cada vez que las armas salían igual de limpias y relucientes como habían entrado. No durante mucho tiempo, sin embargo. Como si el tragarse sables no fuera lo suficientemente espectacular, el artista sacó una caja de cerillas, encendió una mecha y comenzó una exhibición de tragafuegos. ¡Verdaderamente! Gente así, ¿se merecía que los protegiera la policía?

– Lores, señoras y caballeros, como número final -dijo el tragasables, una vez hubo concluido el tragar fuego sin problemas-, y para su deleite, me gustaría presentarles a mi encantadora ayudante, ¡la señorita Lola!

Salió corriendo al escenario desde detrás de Thackeray, rozándole con su capa al pasar. Lola Pinkus, como la señorita Tring, había encontrado un nuevo puesto en la profesión. Hizo unas reverencias encantadoras, sacudiendo sus rubios rizos hacia atrás al enderezarse. ¡Qué estimulante ver finalmente a una joven vestida decentemente de la cabeza a los pies!

– ¡Quítatelo! -pidió un grosero de entre el público.

– Tenga usted paciencia, señor, por favor -le rogó el tragasables-. Ustedes piensan, amigos, que han visto demasiado poco de la señorita Lola. Pronto verán menos. De hecho, ella se desvanecerá completamente ante sus propios ojos. -Cogió el vaso-. Aquí está el fluido más maravilloso del mundo…

– ¡Ginebra! -gritó alguien.

– ¡No señor! Ni siquiera la ginebra tiene las propiedades de este particular brebaje. Si usted se toma un sorbo, en unos segundos, desaparecerá usted totalmente. Y tengo que decirles que no puede ser comprado después por caballeros que quieran experimentarlo con sus suegras. Ahora, señorita Lola, ¿quiere usted darme su capa? Nuestros amigos del público querrán ver que es usted realmente de carne y hueso, y no simplemente una ilusión.

¡Incluso en este número! Thackeray advirtió una deprimente igualdad en el entretenimiento. Fuese cual fuese su lugar en el cartel, el objeto de las funciones parecía ser la exhibición del sexo débil en distintos grados de indecencia. Lola Pinkus estaba más adecuadamente vestida que la señorita Tring, pero algo menos de lo que la respetabilidad hubiese requerido en, por ejemplo, unos baños para señoras solamente. Y los espectadores se comportaban de manera intolerable, silbando y gritando como si no hubiesen visto nunca antes una mujer medio desnuda. Quizás no la habían visto. Thackeray hizo un gesto de desprecio. Después de todo, había algunas compensaciones en una educación humilde.

– Ahora invitaré a la señorita Lola a tomar este vaso del fluido mágico -anunció el tragasables, cuando se le pudo oír-, Y luego deben ustedes mirar atentamente, ¡porque ver es creer!

Lola se le acercó y tomó una postura con particular cuidado. Thackeray vigilaba atentamente. El ya tenía una idea de cómo podría efectuarse la desaparición. Comenzó el redoble de tambores. El tragasables hizo algunos movimientos espectaculares con la capa. Las candilejas y las luces laterales se desvanecieron, dejando un único haz de luz sobre los artistas desde la galería. Lola levantó el vaso, lo bajó y bebió. Simultáneamente, el tragasables la ocultó a la audiencia con la capa. Con un chillido totalmente convincente, cayó por la tapa del escotillón sobre la que estaba. Las luces volvieron. Apartó la capa para mostrar que se había llevado a cabo la desaparición. Se oyeron exclamaciones de asombro desde la sala.

– ¡Ver es creer! -gritó el tragasables.

– ¡Y aquí estoy! -gritó una voz desde arriba de la galería. Todo el mundo se volvió a ver. Allí estaba ella con sus lentejuelas y poco más, saludando triunfante. Recibió un atronador aplauso. Pocos de los presentes podían darse cuenta, como Thackeray, de que no estaban viendo a Lola Pinkus sino a su hermana Bella.

El tragasables extendió una mano señalando a la galería, hizo una reverencia, dio un paso atrás y saludó de nuevo.

Corrieron el telón. Cuando se dirigía hacia los bastidores uno de los tramoyistas corrió a su encuentro. Parecía prever lo que tenía que decirle.

– Ese grito…

– Así es, señor -dijo el tramoyista-. También lo oímos nosotros desde abajo, un momento después de que atravesase la escotilla. Estaba ya muriéndose antes de llegar al colchón, señor. No estaba consciente. Se retorció una o dos veces y se quedó rígida.

11

Las noticias de debajo del escenario tuvieron un extraño efecto en Thackeray. Naturalmente, estaba disgustado por la muerte repentina de aquella joven y encantadora artista, pero triste como estaba, el paso por la escena de Lola Pinkus elevó su moral de forma significativa. Ahora tenía una clara justificación para estar en el escenario, y podía volver a pensar y a actuar como un simple policía. ¡Y era un alivio! Sus mortificantes experiencias como tramoyista empezaban a parecer ahora como parte de un inspirado plan. Incluso aquel horrible viaje por el escenario llevando a la señorita Tring se revistió de una cualidad heroica. De hecho, ya se podía imaginar en el tribunal número uno escuchando al Lord Mayor de Justicia: «No puede quedar sin constancia el hecho de que este caso nunca hubiera sido traído a juicio a no ser por la devoción al deber, en las circunstancias más inimaginables, de cierto detective de policía…».

Una vez se hubo convencido de que Lola estaba innegablemente muerta, y por su expresión y actitud el momento de la muerte había sido violento en extremo, se dio cuenta de que, después de todo, no iba a ser posible cumplir con el deber de un simple policía. «Después de encontrar un cadáver -decretaba el Código de la Policía (que todos los miembros de la Policía que se respetaban a sí mismos se sabían de memoria)-, debe informarse al coronel en la forma apropiada.»

Eso estaba bien para los cadáveres que de vez en cuando se encontraban a lo largo del Embankment después de una inusitada noche fría, pero no funcionaba para el presente caso. Pasó mentalmente las páginas del manual, buscando algo más apropiado. «Cuando se encuentra un cadáver, y no hay duda de que ya no tiene vida… -contempló atentamente los restos mortales de Lola-, no se debe tocar nunca hasta que llegue un policía que tomará nota, sin dilación, de su aspecto y todo lo que lo rodee.» Se llevó la mano al lugar donde debería haber estado su libreta. No había por qué alarmarse, sin embargo. Se aprendería los pormenores de memoria. «Semblante azulado, revelando inequívocos signos de dolor. Los ojos saliéndole de las órbitas. Dientes al descubierto y apretados. Cuerpo contorsionado, con las piernas dobladas de forma no natural debido a la caída. Las manos extendidas, pero rígidas, como garras. Cuerpo encontrado sobre un colchón de paja, debajo de la escotilla. Trozos de un vaso roto esparcidos alrededor.» Eso sería suficiente por el momento. El tiempo era demasiado precioso para perderlo con detalles. ¿Y luego? «Si sospecha que la muerte fue causada con violencia no debe mover el cuerpo ni dejar que ninguna pieza de ropa o cualquier artículo que tenga que ver con ella sea tocado o movido por ninguna persona hasta que llegue el inspector, a quien debe mandar a buscar por un mensajero.» Condenadamente difícil. Cribb haría de inspector, desde luego. Siempre le estaba diciendo a todo el mundo que él tenía la responsabilidad sin el rango. Pero contactar con él a través de un mensajero era casi imposible; el hombre que estaba en la escotilla y que había dado cuenta primero de la muerte de Lola se había ido quejándose de vértigos, y dejándole solo con el cuerpo. ¿Qué podía hacer él solo? Parar la actuación y preguntar: ¿hay un sargento detective en la sala? Una pregunta como ésa en esta sala podía originar una estampida hacia la salida.