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– Aquí, una hora, al menos -dijo Virgo con una nota de compasión en la voz-. Tengo que esperar al autobús p-privado que nos lleva de regreso a Philbeach H-H…

– Gracias, señor.

Al encontrar el piso de la escotilla desierto, Thackeray buscó finalmente a su superior en el vestuario de cambio rápido. Uno de los tramoyistas estaba apostado ante la puerta para repeler a los intrusos. Durante el resto de aquella noche los cambios rápidos deberían hacerse entre bastidores, una contingencia que era poco probable que causase azoramiento a nadie en el Paragon. Thackeray estableció su identidad blandiendo su libreta, ¡qué alivio haberla recuperado de nuevo!, y fue admitido.

– Está usted aquí, agente -dijo Cribb-, Estaba empezando a preguntarme si se habría perdido usted en los vestuarios.

Thackeray le devolvió una mirada airada.

– El interrogatorio me llevó más tiempo del que usted creería, sargento. El Profesor tenía un defecto del habla.

– No me sorprende. Si usted tragase sables para ganarse la vida, probablemente con el tiempo dañaría sus facultades.

– Es un riesgo que me propongo no correr, sargento -dijo Thackeray firmemente, ahora en guardia contra cualquier sugerencia de Cribb. Repitió la historia de Virgo, remitiéndose sólo brevemente a sus notas-. Por lo tanto, no puedo creer que él envenenase deliberadamente a la señorita Pinkus -concluyó-, ya que sólo hacía tres semanas que conocía a las chicas. Además, ella y Bella eran necesarias para el número de la desaparición. No será fácil encontrar sustitutos. Y, por si acaso se le había pasado a usted el pensamiento por la imaginación, sargento -añadió, sonriendo, pero todavía con un cierto recelo- sucede que no tengo ningún hermano gemelo.

– Aunque lo tuviese usted Thackeray, no podría imaginármelo con lentejuelas y leotardos -le tranquilizó Cribb-. No, por lo que colegí cuando interrogué a nuestro amigo Plunkett, el Profesor no es probable que busque sustitutos. Es un tragasables y un tragafuegos de pura raza. El truco de la desaparición se puso ante la insistencia del empresario. Los clientes no le tienen simpatía a ningún número, aunque sea excelente, sin su provisión de carne de mujer destapada. Pero Virgo sólo hizo el truco de la desaparición bajo protestas. Cuando estás introduciendo sables en tu propia garganta para impresionar a la audiencia, no te gusta manchar el número con trucos de magia, o eso dice Plunkett.

– Eso lo aclara, sargento. Ahora que lo menciona usted, no parecía demasiado molesto por no poder hacer el truco de nuevo, pero no me pareció que eso tuviera importancia. Creo que estaba demasiado ocupado intentando darse ánimos para no tartamudear. Me temo que tengo muy poca experiencia en entrevistar sospechosos.

Ahora le tocaba sonreír a Cribb.

– Remediaremos eso, agente. Debo salir a informar de la muerte de la señorita Pinkus en el barrio adecuado, pero quiero que usted se quede aquí y recoja declaraciones de todo el que estuviera en ese escenario esta noche hasta el momento de la muerte de Lola. Puede usted decirles que está usted en la policía. Dígales que está usted llevando a cabo investigaciones de rutina, como consecuencia de la muerte súbita de la señorita Pinkus. Le tomará casi toda la noche, pero no deje que ninguno se vaya hasta que les haya interrogado. Eso le dará alguna experiencia en seguida. ¡Oh!, y obtenga también declaraciones de la orquesta, ¿quiere?

12

Thackeray examinó una tenue mancha azul en la taza de café que sostenía. El calor de la copa había hecho lo que varios minutos de continuo restregar con jabón de sosa no habían conseguido antes: había quitado algo del residuo de tinta que había en sus dos primeros dedos. La evidencia de dos laboriosos días de copiar informes estaba ahora primorosamente marcada en la porcelana de Gran Scotland Yard, porque él y el sargento Cribb estaban sentados en sillas tapizadas de cuero, siendo tratados con desacostumbrada hospitalidad por el inspector Jowett.

– Desde la posición que uno ocupa aquí, en la oficina central, tiene uno que estar constantemente en guardia para no perder el contacto con, si me perdonan la frase, los humildes buscadores de pistas, los hurones de la policía, resumiendo, señores, con ustedes. ¿Otra galleta digestiva, sargento?

La nuca de Cribb se había puesto sensiblemente más colorada por los aires de superioridad de Jowett. Movió la cabeza. Thackeray también notó calor alrededor del cuello de la camisa y una sensación de frío en el estómago. Ambas digestiones necesitarían algo más fuerte que una galleta después de esto. Los dos recordaban claramente un tiempo en el que Jowett era un sargento detective competente sólo en evitar los problemas. Esa habilidad y unas ciertas conexiones familiares, se decía que habían hecho inevitable su promoción. Si Cribb y Thackeray eran hurones, Jowett era un conejo con pedigrí, y mucho más aceptable en el Yard. Durante la conversación movía la nariz de forma muy molesta.

– Nosotros, aquí, en la oficina central -continuó-, a menudo les envidiamos a ustedes, habitantes de los bajos fondos. Desgraciadamente, un departamento de investigación criminal eficiente requiere sus planificadores, sus coordinadores, sus cabezas pensantes. Por eso nos vemos obligados a permanecer en nuestras sillas dirigiendo los esfuerzos de respetables policías como ustedes, mientras el detective que hay en nosotros grita por acompañarles. Por ejemplo, caballeros, he estado leyendo con interés su informe de la muerte de la joven el pasado martes en aquel teatro de variedades.

– El Paragon, señor.

– Sí. Un suceso tremendamente desgraciado. ¡Pero qué marco tan espléndido para una investigación! ¿Deduzco que también han estado ustedes en otros teatros?

– Sólo en el Grampian, en la calle Blackfriars, señor, -dijo Cribb. Curioso por conocer las intenciones de Jowett, añadió:

– ¿Está usted interesado en los espectáculos de variedades?

– No, no. Esa no es en absoluto mi forma de divertirme. Casi nunca he puesto el pie en semejante sitio. La opereta es mucho más de mi gusto.

– Cuando se tiene que hacer servicio de policía, ¿verdad señor? -dijo Cribb.

– ¿Cómo?

– Los piratas de Penzance, señor.

– ¡Ah, sí! Claro. -El Inspector Jowett no captó en absoluto la alusión-. También me gustan las carreras de caballos. -Dejó la taza sobre la mesa y buscó tabaco en el bolsillo-. Pero su visita al Paragon me interesa. Dígame lo que sabe de ese lugar.

– ¿Del Paragon? Creo que hemos hecho una descripción bastante clara de lo que sucede allí, señor. Lo hemos visto por nosotros mismos y hemos documentado esas actividades con treinta declaraciones o más.

– Infórmeme, por favor.

– Bien, señor. Para la mayoría de la gente es un teatro ordinario, algo más caro que algunos de ellos, pero que ofrece el mismo tipo de espectáculo tres noches por semana, como cientos de otros. Tiene su zona de a pie, desde luego, y hay algo de libertinaje en esa zona, pero aparte de eso, lo demás está bien, es decir, si le gustan las variedades.

– Le aseguro que no, pero siga.

– El dueño del Paragon es el magnate de la ginebra, sir Douglas Butterleigh. Parece que le tiene cariño a las variedades. Abrió un hogar para artistas desamparados en Kensington, Philbeach House. Quizás haya usted oído hablar de él. Su intención fue que los artistas enfermos o que sufrieran un accidente pudieran ser rescatados de la casa de caridad y puestos al cuidado de una tal señora Body en Philbeach House. Cuando estuviesen lo suficientemente restablecidos, volverían al escenario del Paragon. El empresario de allí es un tal señor Plunkett, y él me dio su versión del Paragon la otra noche. Ahora bien, Plunkett es un hombre de negocios realista y en ningún momento creyó que la idea de Butterleigh pudiese llenar ese teatro tres noches por semana.