– Sólo hay una cosa que no está totalmente clara para mí, sargento. Usted daba a entender que los clientes de esas funciones de medianoche eran miembros influyentes y ricos de la sociedad de Londres.
– La zona de a pie era como el Rotten Row en temporada alta, señor.
– En tal caso, explíqueme, cómo dos miembros ordinarios del cuerpo de policía fueron admitidos.
– Conocimos a la hija del señor Plunkett, señor -dijo Cribb, como si eso lo explicase todo.
– Ya veo -dijo Jowett en tono amenazador-. ¿Y ustedes se mezclaron libremente con el público? ¿Los dos?
La taza y el plato de Thackeray se oían vibrar en su mano.
– Nos separamos para evitar sospechas, señor -dijo Cribb-, Yo encontré un lugar en la platea. Thackeray estaba… esto… mejor situado.
– Lo que explica que él llegase primero al lugar en el que fue encontrada la señorita Pinkus -observó Jowett.
Thackeray asintió enérgicamente.
– Bien, sargento -dijo Jowett, esforzándose en parecer intrascendente-, espero que podrá usted llegar a una conclusión de sumario con este asqueroso pequeño asunto. No debería ser difícil establecer dónde compró la señorita Pinkus los medios para su autodestrucción. ¿Dice usted que fue ácido?
– Prúsico, señor. El más mortífero que se conoce. Había muchísimo. Más de la mitad de lo que había en aquel vaso debía ser ácido puro.
– Entonces no tendría que haber ninguna dificultad. Ningún farmacéutico habría vendido esa cantidad de ácido sin haberlo hecho constar en su libro de venenos.
– Estoy haciendo las comprobaciones habituales, señor, pero no soy optimista. Ya hay demasiado de eso por ahí. Se utiliza para las ratas, ¿sabe? Las compañías de ferrocarril fumigan los vagones con ese ácido periódicamente. También hay un montón de ratas en las bodegas de los barcos. Sólo Dios sabe el ácido que utilizan en el puerto de Londres. Plunkett incluso creyó que tenían una botella en el Paragon, pero no la hemos encontrado. Después de la exhibición del martes por la noche, entiendo muy bien que la sala necesite ser fumigada con regularidad, señor.
Jowett golpeó varias veces su pipa sobre la repisa de la chimenea y comenzó a escarbar en el contenido con el palo de una cerilla.
– Vamos, vamos, sargento. Eso se parece extraordinariamente a las andanadas que uno lee en la prensa diaria, escritas por maestros retirados que firman «Padre de tres hijas», o «Puro de Corazón». No puedo creer que se esconda un remilgado detrás de esas patillas que lleva.
¿Cribb acusado de remilgado? Al sargento no le gustaría nada. Thackeray cerró los ojos y esperó la explosión.
– Dios me libre de alentar la perversidad -continuó el inspector-, pero por Dios, hombre, se ven peores cosas en Londres que unas cuantas señoras de buen ver en mallas. Es usted lo bastante mayor como para haber hecho una ronda de servicio por la casa de Kate Hamilton en sus tiempos, ¿no?
De alguna forma, Cribb estaba controlándose.
– Pero no puedo ver cómo afecta eso las funciones del Paragon. Había gente entre el público con nombres respetados en todo el país, señor. Sentados ahí, abiertamente, en compañía de mujeres perdidas, cortesanas caras, lo admito, pero no por ello mejores en mi opinión, y contemplando indecencias que ninguna licencia para oír música y bailar da a un empresario el derecho a exhibir. Ciertamente tengo la intención de ver a Plunkett llevarse su merecido, dejando aparte la muerte de la señora Pinkus.
– Era una función indecente, señor -corroboró Thackeray-, Le arrestaremos bajo la ley de la policía.
– ¿Y le pondrán una multa de cuarenta chelines por permitir que se cante una canción indecente delante de un policía? -dijo Jowett desdeñosamente-. No pueden ustedes perjudicar a Plunkett así. Déjenme que les dé un consejo, caballeros. El martes por la noche consiguieron ustedes entrar a una función organizada para una clase de público acostumbrado a disfrutar de sus placeres en privado. Pueden ustedes ser perdonados por creer equivocadamente que lo que ustedes vieron podría corromper a tales personas. Pero ustedes no estaban en posición de juzgar, ni deben ustedes constituirse en jueces. Ellos viven en un plano distinto al suyo, caballeros, o al mío.
– ¿Está usted diciendo que están por encima de la ley, señor?
– No, por Dios, sargento. Pero la ley tiene en cuenta las circunstancias, y las circunstancias en las que ustedes se introdujeron el pasado martes eran totalmente extrañas a su experiencia. Tales funciones privadas no son desconocidas en Londres. Los clientes saben lo que esperan cuando van, y no recibimos quejas de la naturaleza de la diversión. Si hay algo que uno aprende en el Yard sobre administrar la ley es la importancia de la discreción. Discreción, caballeros, la discreción lo es todo.
Éste era ahora el Jowett ortodoxo. Cribb dirigió a Thackeray una mirada de complicidad, casi un guiño.
– Entonces, ¿usted quisiera que concentrásemos nuestras investigaciones en la muerte de la señora Pinkus, señor, y fuésemos discretos en el asunto de las funciones de medianoche?
El inspector asintió con satisfacción.
– Precisamente, sargento. Dedique sus energías al asunto en cuestión. No debería llevarle mucho tiempo el descubrir por qué se mató. Hay una casa completa de chismosos en Kensington listos para darle a usted información. La murmuración forma parte de la tradición teatral. Ya tiene usted las declaraciones del Paragon. No necesita usted perder más tiempo allí, ¿verdad?
Cribb movió la cabeza denegando.
– Lo siento, señor. El lugar del óbito. Seguro que tendremos que volver allí.
– Sargento, sargento, -rogó Jowett, blandiendo su pipa-, ¿dónde está la discreción que usted me prometió emplear? El señor Plunkett tiene una reputación que mantener. No quiere detectives dando tumbos por su escenario.
Cribb se levantó con decisión.
– Si así es como usted ve nuestro trabajo, señor…
– ¡Por el amor de Dios, sargento! No se ofenda, hombre. Todos somos miembros del mismo cuerpo, ¡maldita sea! Seguro que no somos tan condenadamente susceptibles como para que no podamos decirnos claramente unas cuantas palabras. Yo simplemente le sugería que concentrase usted sus pesquisas en Philbeach House y que dejase al señor Plunkett…
– ¿Continuar con su caritativo trabajo, señor? Sí, ya le comprendo -dijo Cribb-, y si es una orden lo que me está usted dando de que deje al señor Plunkett en paz, no la desafiaré. Pero le estaré muy agradecido si me la da usted como una orden, porque yo tengo tendencia a tomar las sugerencias como lo que son, y a dejarlas de lado si no las encuentro lógicas.
Jowett suspiró.
– Es usted un hombre difícil, Cribb. Muy bien. Le ordeno que no vuelva a entrar en el Paragon sin consultármelo.
– Gracias, señor. Y ya que nos estamos diciendo las cosas claras, quisiera dejar sentado que dar tumbos no es una descripción correcta de la forma en que sus oficiales se comportan. No estoy seguro de qué ha motivado ese comentario, señor, pero si lo que se cuestiona es la parte que jugó el agente Thackeray en la representación del pasado martes, debo decirle que me responsabilizo totalmente. Fue un inmaculado trabajo de detective, tan discreto como usted pudiera desear y que merece el mayor elogio. Eso constará en mi informe, señor.
– Estaré encantado de leerlo, sargento -dijo Jowett fríamente-, La expresión que utilicé era una simple expresión. Estaba intentando ver las cosas desde el punto de vista del señor Plunkett. No había ninguna intención personal. No tengo nada más que decirles en este momento.
Indicó que la entrevista había terminado yendo hacia la ventana y mirando por ella.
– Hay un asunto, señor -insistió Cribb-. Woolston, el prisionero de Newgate. Un ilusionista… Le clavó una espada en la pierna a su ayudante, si recuerda usted el caso.
– Realmente -contestó Jowett sin volverse.