– Es inocente, señor, si nuestras teorías son correctas. Los cargos deberían ser retirados. Estaba casi con toda seguridad destinado a Philbeach House y al Paragon. No dudo que el señor Plunkett…
– Lo investigaré. Buenos días, caballeros.
Cuando salieron al bálsamo de una suave llovizna de octubre, Thackeray se sintió impelido a expresar su gratitud a Cribb.
– Fue muy generoso de su parte, sargento.
– ¿El qué?
– El hablar por mí de aquella manera. Trabajo inmaculado de detective y todo aquello. Yo no lo consideré como algo especial.
– Ni yo -dijo Cribb-, pero que me aspen si acepto insultos de tipos como ese Jowett.
Entraron en la calle Whitehall en silencio y apretaron el paso bruscamente, indistinguibles con sus sombreros hongos de los funcionarios civiles, que se apresuraban desde el Ministerio de Marina para conseguir almorzar los primeros en las tabernas alrededor de Charing Cross.
– ¿Cree usted realmente que fue un suicidio, sargento? -preguntó Thackeray finalmente.
– No -dijo Cribb-. Ni nunca lo he dicho.
– Pero el inspector sí, y usted no le expresó sus dudas. Parecía tener ya una idea hecha.
– Sus ideas se paran en el suicidio -dijo Cribb-. El asesinato es impensable en su situación.
– ¿Y por qué, sargento?
– Hemos hurgado en un avispero, agente, y hay en él algunos especímenes muy grandes.
– ¿Miembros del parlamento?
– Sí, y otros. Había un par de caras en el Paragon la otra noche que por mi vida que no podía identificar. Unos tipos fuertes, de pelo corto y bigotes prusianos, sentados en un palco y alimentando con ostras a sus queridas. He perdido casi una noche de sueño intentando recordar dónde los había visto. Me vino a la mente esta mañana de repente: los directores del Yard.
– ¡Dios mío!
– Ahora, un asesinato traerá toda clase de publicidad no deseada al Paragon, si la prensa lo olfatea. No haría mucho por la carrera de Jowett si los nombres de los espectadores del martes se dieran a conocer. ¿Recuerda toda esa cháchara sobre la discreción? Por lo tanto, probablemente sea mejor que Jowett continúe pensando que la muerte de Lola es un suicidio. Si menciono el asesinato, es probable que a alguien le entre el pánico. Usted y yo podríamos encontrarnos de vuelta a las rondas.
– Hace que se le hiele la sangre a uno, sargento.
En aquel momento fueron necesarias dos o tres pintas para reavivar las circulaciones de ambos detectives.
– ¿Vamos a Philbeach House como sugirió el inspector, sargento? -preguntó Thackeray, cuando vio que Cribb estaba dispuesto a discutir de nuevo el caso.
– Hubiese ido allí de todos modos. Necesito saber más sobre las hermanas Pinkus y sobre cómo las veían los demás huéspedes. De hecho, quiero una descripción de lo que realmente sucede en Philbeach House.
– Pero eso tomará días, sargento, preguntar a todos los huéspedes.
– Hay un atajo -dijo Cribb-, Si usted lo recuerda, recibí una invitación para volver allí en una visita social.
– ¡La señora Body!
– No hay nadie mejor situado para decirme lo que necesito saber. No hay más remedio, Thackeray. Voy a aceptar la oferta de la señora Body para inspeccionar el palco del antiguo Alhambra.
– ¿Su sala privada? Seguro que le comprometerá. No lo tenga en cuenta, sargento. Es un suicidio moral. El Yard no tiene ningún derecho a esperar eso de usted. Estoy totalmente seguro de que el inspector Jowett no iría.
– A Jowett no le han invitado -dijo Cribb-. El Yard no tiene nada que ver con esto. Es una decisión totalmente mía. Si le digo la verdad, me hace ilusión.
Éste era el hombre al que Jowett había considerado remilgado… Thackeray se fue al bar para pedir un whisky doble.
13
Aquella tarde en Philbeach House, la iniciativa de Cribb sufrió un momentáneo rechazo. El mismo sirviente con las cicatrices de batallas que se había encarado a los detectives en su primera visita anunció con un tono terminante que la señora estaba ocupada. No podía ser molestada. El visitante debía volver otra tarde. Y ahí se hubiera terminado la cita si Cribb no hubiese puesto intencionadamente su pie contra la puerta. ¿Acaso tenía tarjeta de visita? No, no la tenía, pero su identificación del Departamento de Investigación Criminal era una prueba de respetabilidad. ¿Era una visita oficial? No, social. La señora Body le había invitado a visitarla. En tal caso, podía esperar dentro, pero no era seguro que le recibiera. No se la podía molestar bajo ningún concepto antes de la hora del té.
Así pues, fue conducido a una pequeña antesala amueblada con sillas, una mesa y una estantería completamente abarrotada de revistas de teatro. Un gran reloj de mármol sobre la repisa de la chimenea hacía tictac con un énfasis totalmente desproporcionado al tamaño de la sala. Escogió una silla con el respaldo hacia el reloj y hojeó las páginas de The Bill of the Play para 1880. Así como las publicaciones de las salas de espera de los doctores estaban invariablemente llenas de horrendos anuncios de medicinas de curanderos, la literatura de la señora Body estaba profusamente ilustrada con actores y actrices que se abrazaban. Cuando Cribb llegó a un anuncio ilustrado de corsés, cerró el libro de golpe.
No podía culparse al sirviente por no haber reconocido a Cribb cuando llegó a Philbeach House. No sólo no iba acompañado de su inolvidable ayudante (que se estaba mordiendo las uñas hasta destrozárselas en la comisaría de policía de la calle Paradise), sino que iba, en conjunto, vestido de un modo más llamativo: corbata púrpura y pañuelo a juego, chaqueta y pantalones a cuadros tipo Norfolk, y todo ello completado con una gorra escocesa de Glengarry. Y una rosa amarilla en la solapa. Conservó el sombrero y el paraguas, como exigía la etiqueta.
En ese momento llegaba otra visita. El sirviente fue arrastrando los pies hasta la puerta. Una voz de mujer. Conocida. Cribb se acercó a la puerta y escuchó. Unos pasos más y el frufrú de unas faldas le dio apenas tiempo para alejarse cuando se abrió la puerta. La hicieron pasar sin demasiada elegancia y la dejaron allí con Cribb.
– ¿Cómo está usted, señorita Blake?
– ¡Sargento! ¡Qué sorpresa tan agradable! Su rostro, mojado por la lluvia, se sonrojó bajo la gorra de terciopelo.
– El placer es mío, señorita. Ha venido a ver a Albert, supongo.
– Así es. Es extraño que una señorita visite a su novio, ¿verdad? Pero usted conoce las circunstancias. A ninguno de los huéspedes se le permite salir, excepto a los hermanos Smee.
– ¿Los de la Funeraria?
– Sí. Y ellos son más personal que huéspedes. Así que si quiero ver a Albert tengo que venir yo aquí. Se me permite hablar con él en el salón. La señora Body está allí normalmente de carabina.
– Muy adecuado, señorita. ¿Cómo va Albert?
Los ojos de Ellen brillaron.
– Parece que se está haciendo muy bien a la vida de aquí. No se queja en absoluto.
– Creo que es una vida de lujo, señorita. Es seguro que la disfrutará durante un tiempo, después del alojamiento que tenía en Lambeth. Aunque seguro que se cansará de ella tan pronto como pueda volver al escenario.
– Ruego para que tenga usted razón, sargento. Hay cosas en esta casa, y en algunas de las personas que hay en ella, que me hacen temer por Albert. ¿Por qué está usted aquí? ¿Tiene algo que ver con aquel trágico suceso en el teatro de mi padre?
Cribb se encogió de hombros.
– Visita social, señorita. La señora Body me invitó a venir y ver algunas de las características de la arquitectura. -Le guiñó un ojo-. Estará demasiado ocupada para hacer de carabina.
– ¿Estaba usted allí la otra noche, sargento? ¿Verdad que sí? Se quedó usted al segundo espectáculo. Mi padre me lo dijo. No me permite que asista a las funciones de beneficencia, pero tengo alguna idea de lo que sucede. Seguro que la policía pondrá punto final a todo eso ahora, ¿no es así?