Выбрать главу

– No se lo podría decir, señorita. Eso le concierne a otro.

La puerta se abrió de nuevo. El feo rostro del sirviente apareció con una sonrisa maliciosa.

– La señora acaba de llamar por el tubo acústico. Dice que está libre ahora. Puede usted subir.

Cribb cogió su gorra y su paraguas.

– Déle mis saludos a Albert, señorita. Confío en que pronto pueda dejar este lugar. -Hizo una pequeña reverencia y salió para ir al encuentro de la señora Body con el aire de un isabelino yendo al cadalso.

– Por aquí -gruñó el sirviente, arrastrando los pies por delante de él. Éste, a su vez, hubiese hecho muy convincentemente de ayudante en las ejecuciones. Cruzaron el vestíbulo y atravesaron una puerta en la que ponía «privado» y que daba a un estrecho pasillo alfombrado. Al final había una escalera de caracol.

– Suba la escalera, guindilla. Su habitación está arriba.

Y con eso, la escolta de Cribb se volvió y cerró de un portazo.

Empezó a subir la escalera, agarrando su paraguas como si fuese una espada y arrimándose a la curva de la pared a su izquierda, donde los peldaños eran más anchos. Aquello era el interior de un ala como de un torreón, sólo visible desde la fachada del edificio en Kensington Palace Gardens. Ventanas de ranura, emplomadas, dejaban pasar algo de luz a intervalos. El alfombrado de la escalera amortiguaba su paso.

A más de la mitad de la subida, se paró. Golpes rítmicos por encima de su cabeza indicaban con toda seguridad que alguien estaba bajando por la escalera. Un paso demasiado lento para ser de una mujer. ¿Un hombre, bajando de la habitación privada de la señora Body? Cribb bajó cuatro escalones y se colocó en la sombra contra el costado, con una vista clara sobre el rayo de luz que dejaba pasar la ventana en la pared de enfrente, unos dos metros por encima suyo. Quienquiera que bajase, se le podría distinguir claramente en aquel punto. Presumiblemente, sabía que Cribb estaba subiendo, pero no podía saber hasta dónde había llegado. Si el sargento se mantenía en esa posición, tendría una ventaja momentánea. Los pasos continuaron descendiendo, aunque de forma algo irregular. Cribb vigilaba, como un naturalista cazando mariposas con el haz de una linterna.

Después aparecieron el rostro y el cuerpo, vestido con un blanco espectral. Un rostro pálido de penetrantes ojos azules, y un mechón de corto pelo gris, tieso como la lavanda fresca.

– ¡Por Dios, el mayor Chick! -dijo Cribb, corriendo a su encuentro.

– Ya veo que Scotland Yard ha vuelto a llegar tarde a escena -murmuró el mayor, con el aliento oliéndole a ginebra. Llevaba un arrugado traje de lino, y los restos de un clavel rojo en el ojal. Llevaba la corbata desabrochada y también los cordones de los zapatos-. Tiene que pensar con más antelación en este condenado trabajo, sargento. No es bueno para nada andar comprobando los libros de venenos a cientos. -Se dio una palmada en la frente-. Es la inteligencia lo que atrapa al criminal.

Cribb lo agarró por los hombros, pensando en si era seguro dejarle bajar el resto del camino sin ayuda.

– ¿Qué es esto? -preguntó el mayor, dando golpecitos en el ojal de Cribb con el dedo índice-. Si yo fuese usted me lo quitaría, sargento. La de ahí arriba no está interesada en el acebo marchito. Lo que quiere es el pudín de ciruelas. -Y con eso apartó a Cribb y continuó bajando la escalera con toda seguridad.

Moviendo la cabeza con señal de desaprobación, el sargento se quedó mirando al mayor hasta que se perdió de vista. Luego dirigió su atención hacia arriba. Subió dos escalones y se paró, frunciendo el ceño; se quitó la rosa de la solapa y se la metió en el bolsillo, antes de emprender la subida del resto de la escalera.

La pequeña aldaba de gozne que había en la parte exterior de la puerta de la suite de la señora Body estaba moldeada en cobre con la forma de un tapón de champán.

– Eso suena sospechosamente como la llegada del departamento de detectives -dijo la señora Body desde dentro. Abrió la puerta. Cribb, dos escalones por debajo de su nivel, le sacaba todavía una cabeza-. ¡Qué sorpresa tan agradable, señor Cribb! Estoy encantada de que tomase usted en serio mi invitación. Bienvenido a mi cuartito.

– Encantado, señora.

Entró en una habitación circular de tamaño modesto, iluminada con gas. Cortinas carmesíes caían desde el techo hasta la alfombra alrededor de unos dos tercios de las paredes. A su derecha, saliendo del espacio de pared restante, estaba el palco del Alhambra, una magnífica construcción de madera y estuco de estilo barroco, con musas doradas como soporte a una marquesina de querubines. Cortinas drapeadas de gruesa seda en color dorado estaban recogidas a los lados en pliegues exuberantes.

– Deja sin aliento -dijo Cribb.

– Espero que no por mucho tiempo -dijo la señora Body-, Venga a ver el interior.

Le condujo por detrás de una de las musas al interior del palco. Estaba amueblado con total autenticidad: dos sillas de respaldo alto con asientos de satén a rayas, una mesita para las bebidas y las paredes empapeladas con un vistoso estampado rojo y dorado.

Cribb miró hacia la puerta lacada que había detrás de las sillas.

– ¿Dónde da esto, a la sala del teatro? -bromeó.

– No -dijo la señora Body-, A mi habitación. Pero debo advertirle que hay una pendiente muy pronunciada.

– Lo tendré en cuenta, señora.

– Por favor, siéntese y coloque sus cosas sobre la mesa. Puedo correr las cortinas si lo encuentra más acogedor. Creo que estas cortinas no habían sido corridas en diez años antes de que yo las comprase. ¿Qué le puedo ofrecer para beber?

No había botellas a la vista; desconcertado, Cribb pidió ginebra.

– ¿Blanco Satén? -preguntó la señora Body-, Tenemos mucha aquí. De Butterleigh, naturalmente.

– Desde luego.

Movió un poco la cortina y se acercó a la boca un tubo acústico.

– Envíe dos ginebras, por favor. -Volviéndose a Cribb, le preguntó-: ¿Se encontró usted con el contralmirante al subir?

– Ah, así que era ése -dijo Cribb asintiendo.

– Un amigo personal de sir Douglas. Es extraño que a un hombre de mar le siente mal la ginebra. Quizá debería haberle ofrecido ron. -Se oyó el ruido de maquinaria procedente de algún sitio-. Bien, debe de ser nuestro camarero. -Se levantó y abrió una puertecita, que era imposible distinguir entre la intrincada decoración de la pared. Dos vasos esperaban en el montacargas-, Estoy en contacto con todo el mundo, ya ve, pero protegida contra los extraños. ¿Quiere usted ver mis otros artilugios?

Cribb dudó, medio mirando la puerta que había detrás de su silla.

– ¿No estará usted nervioso, señor Cribb? -Tiró de un cordón a su izquierda, y las cortinas de la pared de enfrente se separaron unos seis pies, dejando ver la pared, desnuda y blanca-. Ahora, si tuviese usted la amabilidad de bajar el gas que está por encima de su cabeza. Gracias. ¡Aquí está!

Al quedarse la luz en una modesta llama azul, se produjo un singular efecto en la blanca pared de enfrente, un panorama en colores con árboles que se mecían y diminutas figuras en movimiento cruzando verdes céspedes.

– ¡Kensington Gardens al natural! -exclamó Cribb.

– Una cámara oscura -explicó la señora Body-. La cámara está por encima de nuestras cabezas y mira hacia afuera desde lo alto de la torre. La imagen se proyecta en la pared por medio de espejos y lentes. Accionando una palanca puedo hacer girar la cámara por todo el paisaje visible desde la torre, incluyendo las casas y jardines de mis vecinos. A veces puede proporcionar una diversión muy entretenida.

– Ya lo creo -dijo Cribb-, Me preguntaba cómo pasaría usted el tiempo, sentada en un palco como éste y mirando a una pared blanca. Es muy ingenioso. A Scotland Yard le irían bien unas cuantas de éstas, colocadas en las zonas más altas de Londres.