Los tiempos habían cambiado, las ejecuciones públicas habían sido suspendidas desde hacía más de doce años y ahora Newgate era una sombrerera para el sargento Cribb. Pero aquella puerta seguía allí.
– Esto será una visita rutinaria -explicó Cribb según se acercaban a la casa del alcaide de la prisión-. Me he ofrecido voluntario por los dos para un servicio de identificación. Los únicos prisioneros de Newgate son ahora presos preventivos o en espera de juicio. Tenemos que reconocerlos por si han tenido condenas previas. En rigor, es un trabajo de sargento, pero no hay muchos sargentos con un ojo como el suyo para detectar presidiarios.
Thackeray se sintió halagado. Los sargentos se quejaban a menudo de lo pesadas que eran las tareas de identificación en Newgate y en Clerkenwell. Pero había que oír lo que fanfarroneaban cuando reconocían a un antiguo presidiario. A los de menor rango se les hacía creer que sólo los sargentos eran capaces de tales hazañas de reconocimiento.
– Necesitará usted su identificación -le advirtió Cribb mientras llamaba a la puerta de la oficina del alcaide.
Les abrió un uniformado oficial de prisiones, que echó un vistazo formal a sus papeles y les dejó pasar. Esperaron dentro con un funcionario que les miró con insistencia y luego volvió a su trabajo de cerrar sobres. Por encima de él había un reloj de pared de un modelo puesto en circulación y retirado por el Ministerio del Interior en la década anterior y que, de vez en cuando, hacía tictac con un cierto ruido.
A los pocos minutos volvió el oficial con dos ayudantes uniformados de negro.
– Los guardianes Rose y Whittle les acompañarán, señores. ¿Quieren firmar primero en el registro, por favor?
Después fueron escoltados a través de la entrada, que servía de macabro museo, con máscaras mortuorias de algunos de los huéspedes más tristemente célebres de Newgate y con una exposición mural de grilletes. Un carcelero abrió una puerta de roble tachonada y fueron conducidos por una escalera con peldaños de piedra hacia un pasadizo cavernoso que Thackeray estimó iba paralelo al Old Bailey. Delante de ellos se oía el eco de sus pasos.
Los guardianes, habituados a este ritual que tenía lugar con distintos policías y oficiales de prisiones tres veces por semana, eran poco propicios a hablar. Andaban unos cuantos pasos por delante de los detectives, abriendo puertas a intervalos frecuentes y cerrándolas de un portazo cuando el grupo ya había pasado. Una o dos veces encontraron en el muro izquierdo una ventana con rejas, a través de la cual Thackeray vio patios empedrados y, más allá, los grises muros del bloque principal de la prisión.
– Hace diez años se nos dijo que esta función podría terminar -explicó Cribb-, Acta para la Prevención del Crimen, 1871. ¡La fotografía!, dijeron. Esa es la forma de descubrir a un criminal. Se instala a todo maldito criminal en un estudio como un marajá y se le inmortaliza de medio perfil. ¡Bravo por la ciencia! ¿Y qué sucedió?
– Costaba demasiado -dijo Thackeray.
– Pues sí. En su entusiasmo, el Ministro del Interior no había hecho los cálculos. En nada, la fotografía se limitó a los convictos y criminales habituales, y ahora se necesita hacer una solicitud especial al alcaide para poder llevar una cámara a cualquier sitio que esté cerca de un presidiario. ¡Es el progreso, Thackeray! Por eso, tres veces por semana, los caballeros de Clerkenwell y de Newgate enseñan todavía sus preciosos alias a la ley, y la ley se rasca la cabeza y recorre su inventario de ojos, bocas y narices e intenta descubrir a sus viejos conocidos. Parece un juego de salón y no está tan lejos de serlo.
Un aburrido carcelero abrió otra puerta. Salieron parpadeando a la luz del día y cruzaron un patio de ejercicios desierto, en el que se veía una huella circular de pavimento pulido, gastado por generaciones de botas arrastradas. Los muros que rodeaban el patio parecían imponentes e imposibles de escalar, pero como precaución había púas de hierro que se proyectaban desde arriba hacia el interior.
Los guardianes se aproximaron al edificio por el final del patio, subieron los peldaños de piedra y llamaron a la puerta. Antes de unirse a ellos, Cribb llamó la atención de Thackeray hacia el gigantesco artilugio, parecido a un tambor, construido en la parte superior del bloque.
– Es un abanico giratorio, -explicó-. Lo puso ahí el señor Howard, el reformador. Ventila todo el interior de la prisión.
Sus ojos recorrieron la altura del edificio.
– No hay muchas ventanas, ya ve.
Una vez finalizado el desatrancar y abrir puertas, subieron por unos estrechos peldaños de piedra y fueron saludados inesperadamente desde arriba con un: «¡Maldita sea mi estampa!, ¡si es el sargento Cribb!», pronunciado por un guardia de uniforme con un estilo y una presencia que sólo necesitaban una hilera de medallas y un galón de oro para ser dignos del portero del Café Royal.
– ¡Cyril Blade! -exclamó Cribb-. ¿Dónde nos vimos por última vez? No me lo digas. -Chasqueó los dedos-, ¡Ya lo tengo! En Holloway, hace dos años.
Se volvió hacia Thackeray:
– Si cree usted que Irving tiene voz, escuche esto. ¿Qué inscribieron en la primera piedra de Holloway, Cyril?
El señor Blade inspiró profundamente:
– Que el Señor guarde a la ciudad de Londres y haga de este lugar el terror de los malhechores.
– Convincente, ¿eh? -dijo Cribb, gozando de la representación-. No hay rutina aquí, ¿eh Cyril?, pero tus cualidades vocales se desperdician.
El señor Blade no estuvo de acuerdo.
– Aún tengo en la cabeza el sonido de aquel condenado rasca-espinillas, sargento. Es desusadamente cruel el someter el oído de un hombre a ese ruido doce horas diarias. Finalmente pedí que me trasladaran al cobertizo de la estopa, pero me enviaron aquí. ¡Y la impresión que me llevé, sargento!
– ¿No es tan duro como Holloway? -preguntó Cribb.
El señor Blade apretó el puño elocuentemente.
– Éste es un hogar mejor que el que me dio mi madre, sargento. Aquí están en jauja. Se lo digo yo, en jauja.
– Deberían estarlo, Cyril. Todavía no están condenados. ¿Están ya en fila?
– ¡Como una guardia de honor!
– Bien. Veamos a quién tienes.
El señor Blade les condujo por una puerta abierta, hacia una habitación encalada del tamaño y de la forma de una sala de hospital. La diferencia estaba en la disposición de las camas: había literas en filas de a cinco distribuidas de la cabeza a los pies a lo largo de toda la pared que tenían delante. Una hilera de mesas de pino muy bien pulidas, con sus bancos, había sido empujada contra la pared paralela para dejar sitio para la inspección.
Thackeray se dio cuenta con recelo de que los ciento veinte prisioneros que formaban delante de ellos en tres inmóviles filas debían de haber oído todo lo que se había dicho. Estaban clasificados por tamaños y separados con precisión militar, pero el uniforme estropeaba el efecto: cada uno llevaba la ropa con la que había sido llevado a Newgate, de forma que un chaquetón estaba entre una grasienta chaqueta corta y otra de algodón basto, y bien calzados botines se alineaban con zuecos y pies descalzos. Sin embargo, había una cierta uniformidad en los ojos de los prisioneros, una vidriosa indiferencia, un sopor que los había brutalizado a todos, excepto a un puñado.
– Todos suyos, sargento -dijo Cyril ampulosamente. La mayor formación de pájaros de alivio en Londres, después de la del Lord Mayor. Ladrones de cajas fuertes, estafadores, carteristas, atracadores, asesinos y unos cuantos dudosos que tanto pueden ser honrados caballeros como rufianes. Échenles un buen vistazo, y si no pueden ustedes encontrar a dos o tres que conozcan, que el Señor les bendiga.
Mientras Cribb empezaba por la primera fila, el señor Blade confió a Thackeray:
– Es un tío muy entendido, ese sargento Cribb.