– Una mujer formidable -estuvo de acuerdo Cribb-. No creo que le saquen el mejor partido en el Paragon columpiándola en una cestilla de globo. Es una visión poco común cuando se disfraza de Gran Bretaña, mientras Albert levanta sus pesas.
– Tengo buenas noticias para usted, señor Cribb. Pronto acompañará a su hijo de nuevo en una nueva serie de cuadros, especialmente pensados para el Paragon. Su pierna ha mejorado más de lo esperado, con la ayuda de unas friegas de whisky, y ya levanta pesos de nuevo. Debería estar a punto para el próximo martes.
– ¿El próximo martes? -preguntó Cribb.
La señora Body puso su mano sobre la rodilla de Cribb.
– Mi Scotland Yard va lento esta tarde. ¡La próxima función de beneficencia en el Paragon, lento detective! Seguramente usted ya lo sabe todo…
Cribb estaba boquiabierto.
– ¿Quiere usted decir que van a continuar con esas exhibiciones, señora?
Ella se rió a carcajadas.
– Bueno, sería difícil cancelar los compromisos del martes, ¿no?
Cribb se levantó.
– No sé lo que quiere usted decir, señora. Una joven asesinada en el escenario, ¡y ellos haciendo cruelmente planes para la próxima función! Es una forma fría de seguir adelante, en mi opinión.
– Quizás le parezca así a usted, señor Cribb, pero no hay elección. La función ya estaba montada antes de la inoportuna muerte de Lola. La información que tengo es que el Paragon va a ser visitado por un cliente de lo más distinguido el próximo martes por la noche. Probablemente no se le puede decepcionar. En efecto, es una función solicitada por un jefe de Estado.
Cribb palideció. ¡Dios mío! No será…
– Es lo suficientemente mayor como para tener ideas propias, señor Cribb. Si él escoge tomarse interés por el Paragon no debemos decepcionarle. Por eso es por lo que Albert ha hecho tales esfuerzos para estar en forma. El honor, ¿sabe? ¿Qué demonios está usted haciendo, señor Cribb?
– Saltando por el borde de su palco, señora. Me temo que no puedo quedarme. Tengo cosas urgentes que hacer, ¡por Dios!
– Envíeme otra botella de ginebra -pidió lastimeramente la señora Body por el tubo acústico, cuando las pisadas de Cribb se hubieron alejado del todo.
14
El sábado por la mañana encontró a Cribb y a Thackeray sentados en un autobús que iba hacia la calle mayor de Kensington. Era un viaje sin alegría. La primera niebla invernal oscurecía casi totalmente la interesante actividad de las aceras. Los pasajeros sólo podían ver lo que sucedía a un metro de la ventana: las agitadas cabezas de los caballos de los coches, el parpadeo de los faroles de los carruajes y los toscos anuncios de cacao y cerillas de seguridad en los lados de los autobuses que pasaban. Thackeray estaba sentado hacia adelante, con los codos sobre sus rodillas, y los pies manipulando inútilmente un paquete de cigarrillos por entre la paja que había en el suelo. Era lo bastante listo como para saber cuándo no era aconsejable conversar con Cribb; así pues, dejó que continuase el monólogo del sargento, respondiéndole con puras fórmulas a intervalos decentes.
– No pido mucho, Thackeray. No soy quisquilloso con las horas que trabajo, los casos que me encomiendan, o la compañía con la que me tengo que codear. Usted no ha encontrado nunca que yo sea un hombre difícil, ¿verdad? Hay bastantes descontentos en el Cuerpo, pero nunca me he contado entre ellos, aunque he tenido más motivos de queja que la mayoría. Pero un oficial tiene derecho a buscar apoyo en sus superiores, ¿no? ¡Superiores…! ¿Sabe usted dónde demonios le encontré finalmente, después de haber pasado una hora y media convenciendo a Scotland Yard de que era lo suficientemente importante como para molestarle aunque estuviera fuera de servicio? ¿Dónde cree usted que le encontré?
– No lo sé, sargento. ¿En su club?
– En el acuario de Westminster, mirando con ojos saltones una pecera. «Ah -me dice-, no sabía que usted fuese ictólogo, sargento.» ¡Usted y yo corriendo por ahí como locos, intentando evitar una catástrofe nacional, mientras el inspector Jowett estudia los hábitos de los peces de colores! «Siento muchísimo tener que invadir su intimidad -le digo yo-, pero es un asunto de primordial importancia que detengamos la próxima función en el Paragon.» Después le conté lo que me dijo la señora Body, y ¿qué cree usted que me ha dicho cuando lo ha oído todo? «Oh -ha dicho, con la nariz todavía pegada al cristal-. Lo sé todo acerca de eso. No es preciso que se inquiete, sargento. Vuelva usted a sus interrogatorios a las chicas del coro y deje los asuntos de Estado en manos de los que entienden.» No creo que tengan ninguna intención de detener esa función, Thackeray.
– Usted ha cumplido con su deber de todos modos, sargento. No puede hacer más que eso, a menos que pueda usted acusar a Plunkett de asesinato antes del martes.
– Quizás me esté convirtiendo en un cínico -dijo Cribb-, pero tengo el presentimiento de que no hay ningún futuro en acusar al señor Plunkett de nada. Es uno de los peces más gordos de los que Jowett vigila. Usted y yo somos pececillos, agente. Ah, se puede montar un caso muy bonito contra Plunkett. Como empresario, tenía todas las oportunidades de envenenar a Lola Pinkus. Nadie cuestionaría su aparición en los bastidores o el que tocase los accesorios. Él conocía perfectamente el orden de las actuaciones y las costumbres de Virgo. El veneno estaba disponible en la casa, y la puesta en escena del asesinato fue muy profesional, ¿no es así? No dificultó lo más mínimo el espectáculo. Y él también fue de los primeros en llegar a la escena del crimen después.
– Pero, ¿por qué iba a querer envenenar a la chica, sargento?
– Plunkett tiene mucho dinero y muchas cosas que prefiere guardar para sí. Pudiera ser que Lola estuviese intentando chantajearle. Un hombre de esa clase no va a permitir que una chiquita del espectáculo se interponga en su camino. Por eso, la quita de en medio de la forma más limpia posible. Si no hubiésemos estado allí hubiese echado la culpa a un ataque de corazón y la chica hubiese sido enterrada al día siguiente.
– ¡Monstruoso!
– Eso es sólo teorizar, por supuesto. Necesitaríamos estar seguros del motivo. Pero mientras estemos bajo las órdenes de mantenernos alejados de Plunkett no será probable que encontremos uno.
– Le hace sentirse a uno totalmente impotente, sargento.
Por primera vez aquella mañana, el brillo volvió a sus ojos.
– No me ha afectado tanto como eso, agente. Sin embargo, tengo en la cabeza una posibilidad, sólo una posibilidad. Si la ley no puede acercarse al señor Plunkett, eso no impide a un detective privado acercársele.
– ¡El mayor Chick! Por eso es por lo que vamos a verle, ¿no?
– Ésa es una razón, Thackeray. Hay varias cosas que quisiera conocer del mayor. Además, nunca he visto a un investigador privado en su casa, ¿y usted?
La dirección del mayor Chick estaba a unos dos minutos andando desde la parada del autobús; una serie de habitaciones en el primer piso de una gran casa que daba al parque Holland. Un ama de llaves les dejó entrar y les acompañó arriba preguntando tímidamente, «¿les esperaban?», antes de llamar a la puerta de Cribb. La abrieron bruscamente.
– ¡Dios mío! Nunca pensé que llegaría el día en que… Pasen, caballeros -dijo el mayor Chick. Estaba en mangas de camisa y chaleco. Por primera vez, pensó Thackeray, lo habían visto sin disfrazar.
Si al atavío del mayor le faltaba interés en esta ocasión, la novedad de su salón lo compensaba. Entrar era una cuestión de andar con cautela por los dos lados de una amplia mesa, de al menos tres metros cuadrados. Estaba totalmente cubierta por un mapa de Londres, con el Támesis, pintado en tinta azul y de seis pulgadas de ancho en algunas zonas, sinuosamente colocado por el centro como si fuese una boa constrictor tomando el sol. Piezas de ajedrez marcaban ingeniosamente los puntos de interés: una reina para el palacio, alfiles [1] para la abadía y para St. Paul, un caballo para la Guardia Montada, una torre para la Torre, y (menos afortunadamente), peones para Scotland Yard y las diferentes oficinas centrales de División. Había también hasta cien tapones de botellas de champán, limpiamente recortados para conseguir estabilidad.