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La señora Body se derritió.

– Señor Cribb, no me había dado cuenta. Después de ayer estaba dispuesta a pensar… ¡Oh, qué hombre tan galante!

Es muy probable que el sargento se hubiese encontrado rodeado por negros encajes si la madre de Albert no hubiese escogido ese momento para entrar.

– ¿Qué quiere usted? -preguntó la señora Body.

– Tenía una cita con el sargento. Parece usted haberse recobrado espectacularmente, querida. ¿Debo retirarme?

– No, no -se dio prisa en contestar Cribb-. La señora Body sólo se estaba interesando por la búsqueda. Ahora que ya hemos visto sus habitaciones debe volver a la cama. No puede arriesgarse con los vapores.

Con una sonrisa afectada y un suspiro, la señora Body se colocó la bata por encima de los hombros y se retiró. Cribb cerró la puerta tras ella y se quedó con la espalda apoyada en la madera durante varios segundos.

– Es un escándalo -dijo la madre de Albert, colocando a Beaconsfield sobre una silla.

– ¿El qué, señora?

– Esa cara dura y sinvergüenza haciendo el papel de ama de casa. No tiene ni idea de cómo dar de comer a gente de gusto. Es una charlatana, sargento. Si el propietario de esta casa supiese lo que sucede aquí en su nombre, pronto estaría de nuevo en las calles, que es donde le corresponde estar. ¡Los vapores! ¿Es que parecía que tuviese ni la más mínima cosa?

– Quizás estaba un poquito febril -dijo Cribb.

– Demasiado colorete. No está más enferma que usted o que yo. Su curiosidad pudo más que ella cuando oyó el tumulto aquí abajo. Ahora que está satisfecha, no volverá a bajar en días. Me veré obligada a hacer sus funciones.

– Eso es muy amable de su parte, señora. Los demás residentes se lo agradecerán, y me atrevo a decir que la experiencia no se desperdiciará.

– ¿Qué quiere usted decir?

– Pues estaba pensando que si la señora Body por cualquier motivo perdiese su puesto aquí, y estuviese usted llevando a cabo las obligaciones de forma tan competente como pareció insinuar el señor Fagan, parecería justo que sir Douglas Butterleigh le ofreciese a usted el puesto.

– ¿De veras? -La madre de Albert sonrió a Cribb de forma altruista-. No se me había ocurrido. Pero llegará un momento en que, desde luego, tendré que ir pensando en retirarme de las tablas. Una mujer viuda debe pensar en su futuro.

– Naturalmente -dijo Cribb. Piense en ello. El señor Plunkett podría estar dispuesto a hablar en su favor. Es decir, si a su hija no le ha sucedido nada malo, claro. Creo que usted vio a la señorita Blake cuando vino a visitar a Albert ayer.

La madre de Albert parpadeó por el brusco desvío de la conversación.

– Mmm… sí, la vi.

– Parecía estar completamente bien, ¿no?

– Oh sí, creo que le tiene mucho cariño a mi Albert.

– Eso parece, señora. Se preocupó mucho por su lesión, tengo entendido, trayéndole cataplasmas y esas cosas.

– Así es, sargento. La señorita Blake será una esposa muy agradable, ¿no cree usted?

– Si todavía vive, señora -contestó Cribb-. ¿Le oyó usted decir algo que pudiese ayudarnos a encontrarla? ¿Si tenía que ir a visitar a alguien más, por ejemplo?

– Me temo que no puedo ayudarle. Los jóvenes se vieron en el salón y ya sabe usted lo grande que es. Yo estaba allí de carabina, una norma de la casa, y me quedé al otro lado, donde no se oía, remendando un par de mallas de Albert. Una observa el decoro, pero intenta no estorbar, ¿me comprende? Las únicas palabras que le oí a la señorita Blake fueron las formalidades del principio y del final de la visita. Se fue algo después de las cuatro. Usted no cree realmente que esto esté conectado con la muerte de Lola Pinkus, ¿verdad?

– ¿Por qué no? -preguntó Cribb.

– Lola era una clase de persona totalmente distinta, descarada como nunca encontré a nadie en los teatros, sargento. Como comparsa barata no dudo de que hacía un papel útil, pero no servía para nada más. Su conducta aquí fue imperdonable. Tú se lo podrías contar al sargento, ¿verdad, Dizzie?

Beaconsfield, respirando rítmicamente en su silla, casi parecía asentir.

– Supongo que se está usted refiriendo al incidente del merengue, señora -aventuró Cribb.

– ¿Se enteró usted de eso? Era una Jezabel, sargento -continuó la madre de Albert, inspirada para tomar vuelos más injuriosos-, una liante y también una frívola con los afectos de los hombres. Oh, siento mucha simpatía por el pobre infeliz que tomó sobre sí el poner fin a los líos de esa joven.

Cribb se levantó para contestar a una llamada en la puerta. Thackeray y el mayor Chick estaban allí. Por el estado de su ropa, la búsqueda no había dejado ni un rincón por examinar.

– Hemos estado por toda la casa, sargento. Desde el sótano hasta el ático, incluyendo las habitaciones de la señora Body.

– Eso tengo entendido.

– Y también las dependencias del edificio. No hemos encontrado a nadie, sargento. Estoy seguro de que no está aquí.

– Tampoco hay señales de que se haya cavado en el jardín recientemente, hasta donde pudimos ver por la condenada niebla -dijo el mayor con tristeza.

– Pero les he dicho que se fue de aquí ayer por la tarde -insistió la madre de Albert-, Si quisieran escucharme…

Fue interrumpida por un fuerte timbrazo en la puerta principal.

– Conteste, Thackeray -ordenó Cribb, y pidió al mayor que acompañase a la madre de Albert al salón.

El visitante era Plunkett, con la cara muy pálida. Se echó sobre una silla sin quitarse el abrigo.

– ¿Qué podemos hacer por usted, señor? -preguntó Cribb.

– Tengo que hablar con Albert, el forzudo. En privado. Es un asunto de la mayor urgencia.

– ¿De la mayor urgencia? -Cribb hundió sus pulgares en los bolsillos de su chaleco como un granjero valorando un redil de ovejas-, ¿Y por qué motivo, algo relacionado con la desaparición de su hija?

– Eso a usted no le importa.

Cribb movió lentamente la cabeza.

– Esta vez sí, señor. Puede usted ver a Albert si quiere, pero yo estaré presente, y también el agente Thackeray. Tengo razones para creer que lo que le ha sucedido a su hija tiene mucho que ver con las investigaciones que realizo en estos momentos, sobre la muerte de la señorita Lola Pinkus.

Plunkett se sobresaltó al oír el nombre.

– ¿Cómo? ¿Cree usted que el asesino de esa chica…?

– Lo creo tan firmemente, señor Plunkett, que quiero oír lo que tiene usted que decirle a Albert, y no me importa si protesta usted ante mi inspector o el jefe de policía, o el mismísimo director de investigaciones criminales. Espectáculos deshonestos de caridad pueden estar fuera del alcance de la ley, pero no lo están los asesinos de jóvenes. Vaya a buscar a Albert -le dijo a Thackeray-, y que todos los demás se queden fuera, incluyendo al mayor.

Plunkett se dio la vuelta en la silla como si fuese a detener a Thackeray, pero no encontró palabras. En lugar de eso, se volvió a la mesa y se dejó caer sobre ella, arañando la silla con los dedos.

– No le voy a hablar con remilgos -dijo Cribb-, Le tengo poca simpatía, señor Plunkett. Me ha dado muchos problemas el conocer los métodos que emplea para proveer su teatro de artistas. Al final, supe lo suficiente como para empapelar las paredes del Paragon con hojas de cargo. Pero por Dios, esas paredes están protegidas, ¿no es así? Todo lo que he conseguido por las molestias que me he tomado ha sido una considerable reprimenda de Scotland Yard. Pero este es un mundo extraño, ¿verdad? Voy a ayudarle a usted a encontrar a su hija, lo quiera o no. Eso es lo que se llama altruismo, ¿a que sí? Más vale que no perdamos más tiempo, pues. Es una carta lo que tiene usted, ¿no?

Un murmullo de Plunkett confirmó que así era.

Thackeray volvió con Albert, claramente nervioso ante la perspectiva de un segundo interrogatorio. Él y Plunkett intercambiaron saludos con la cabeza.