– Bien, señor -dijo Cribb.
Plunkett soltó un taco, más por su propia situación que por la intransigencia de Cribb. Luego sacó una carta del bolsillo interior de su chaqueta.
– Esto llegó con el segundo correo. Mejor que la lean ustedes. -Después de una pausa, añadió-: todos ustedes.
Albert extendió las dos hojas de papel escritas sobre la mesa, de forma que su contenido fuese visible para todos:
Viernes
Querido papá:
En estos momentos ya sabrás que después de mi visita a Albert esta tarde, no he vuelto a casa. La razón es que he sido raptada y me mantienen cautiva hasta que se pueda llegar a un acuerdo para mi liberación. Te aseguro papá, que hasta ahora no me han hecho daño, y que he sido tratada con educación. Como prueba, me han permitido que te escriba esta carta, párrafos de la cual estoy autorizada a decir que me serán dictados para que los escriba con mi propia mano. Un mechón de mi cabello se adjuntará a esta carta como una prueba más de mi identidad.
En tus manos está el que me liberen ilesa. Si quieres que me devuelvan sin daño alguno, debes seguir meticulosamente las instrucciones que te doy.
Tienes que poner quinientas libras en billetes de banco usados de cualquier valor en una maleta de cuero. Esta noche a las doce menos cuarto, después de que el público del Paragon se haya dispersado, no debes correr el cerrojo de ninguna puerta. La cartera debe ser llevada al centro del escenario por Albert (eso lo he sugerido yo porque temo por tu corazón), que deberá obtener permiso de Philbeach House con algún pretexto. Tienes que preparar que un rayo de luz desde los bastidores ilumine el lugar donde Albert debe depositar la maleta, pero el resto de la sala debe estar oscuro, y nadie más que Albert deberá estar en el edificio. Cuando la haya dejado en el lugar debe retirarse y volver a Philbeach House. El dinero será recogido, llevado y contado, y si todo está en orden me soltarán en una hora, para encontrarme contigo fuera del Paragon, en la entrada principal. Cualquier fallo en llevar a cabo estas instrucciones, o cualquier intento de comunicárselo a la policía, o intento de seguir a la persona que recoja el dinero, tendrá consecuencias que te ocasionarán una aflicción duradera. Te repito que nadie excepto el correo (Albert) debe estar dentro de la sala. Se debe ordenar al vigilante de noche que cierre con llave todas las puertas a la una, hora en la que, Dios mediante, te seré devuelta. Por favor, no me falles, papá. Estoy muerta de miedo.
Tu hija que te quiere,
Ellen
– ¿Ve usted ahora por qué no le podía hablar de la carta? -dijo Plunkett-, Quizás ya haya condenado a mi hija a muerte. Oh, Dios mío, ¿he hecho eso?
– Lo dudo, señor -dijo Cribb-, Nadie fuera de esta casa sabe que el Yard está aquí. Vinimos a pie, ¿sabe?, en medio de la niebla. Los cuatro que estamos en esta habitación somos las únicas almas vivientes que sabemos de esta reunión.
– Bien, ¿y qué tengo que hacer? -suplicó Plunkett.
– ¿Qué piensa usted hacer, señor?
– Exactamente lo que ellos quieren. ¡Cielos, mi hija vale más que quinientas libras para mí! Venía a informar a Albert de su parte en el procedimiento.
– Bien, Albert -dijo Cribb-. ¿Te atreves?
La barbilla del forzudo se inclinó hasta mostrar su lado más intrépido.
– Haré todo lo que esté en mi mano para ayudar a Ellen, sargento.
– Bien, hombre. ¿Tiene usted esa suma de dinero, señor Plunkett?
Tengo varios cientos en la caja fuerte. Después de la representación de esta noche tendré suficiente.
– Fantástico. Yo le suministraré la maleta -dijo Cribb-, y luego tendremos que contribuir. Oh, una cosa más, Albert. Quisiera pedir prestado a Beaconsfield. No le ocurrirá nada, pero no queremos alarmar a su madre, ¿eh? Dígale que ambos son requeridos por el señor Plunkett para un ensayo secreto para el próximo martes.
– No es un perro guardián muy bueno, sargento.
– Bastará para mis propósitos -dijo Cribb.
16
Varias veces aquella noche, mientras estaban sentados en la platea del Paragon, Thackeray se encontró especulando sobre cuál sería la estrategia de su sargento. ¿Era realmente necesario para su investigación pasar tres horas viendo todo el espectáculo, incluyendo cada uno de los números que ya habían visto el martes anterior? Aparecería en el informe, suponía, como «la función estuvo continuamente bajo vigilancia», justificación suficiente como para estudiar la fila del coro con gemelos de teatro, pero discutible como explicación del fuerte canto del estribillo de Exactamente, aquí estamos de nuevo por Cribb.
Para el mismo Thackeray, la noche fue una experiencia terrible. Las variedades nunca le habían atraído mucho, pero hasta la presente investigación, al menos había podido asistir a un programa variado de bailes contorsionistas, cantantes cómicos y bufones sin insinuaciones peligrosas. Esta noche sintió que algunos números, el del monólogo y el del ballet, revivían en él sensaciones de gran embarazo, mientras que, durante todo el resto de la función, no pudo evitar el agarrarse al borde de su asiento previendo alguna nueva calamidad. Pasaría mucho tiempo antes de que entrase de nuevo voluntariamente en un teatro de variedades.
Gracias a Dios, el momento llegó, algo antes de las once, en que los clientes se levantaron, jactanciosamente, para interpretar el estribillo final, el himno nacional, antes de dirigirse hacia las salidas y los bares. Éste era el momento en que las señoras de la zona de a pie que aún no tenían escolta, la buscaban con desesperación, y se podían incluso arreglar con un policía detective de mediana edad, con síntomas de agotamiento nervioso. Estuvo encantado de seguir el rápido movimiento de Cribb hacia el vestíbulo. ¿Iba esto a ser alguna cita con Plunkett para acordar un lugar estratégico secreto desde el que presenciar la recogida del rescate? No. El objeto de Cribb era conseguir una copia de a un penique de Exactamente, aquí estamos de nuevo.
No habían visto a Plunkett durante la función, pero no era sorprendente. Teatros adelantados a su tiempo, como el Paragon, habían prescindido de la figura del empresario sentada en medio del público; eso era parte de una tradición de suelos de arena y escupideras que, hasta muy recientemente, había limitado la asistencia a un público perteneciente a las capas más bajas de la sociedad. En lugar de eso, el empresario se colocaba en un lugar destacado del vestíbulo, al lado de un anuncio de la cartelera del espectáculo del siguiente martes, levantando su sombrero de seda ante la clase de cliente que deseaba fomentar. El pequeño ejército de vendedores de empanadas, cacahuetes, naranjas y cerillas había sido persuadido de que abordase a los clientes en las escaleras del exterior, de forma que dentro se mantuviese un cierto aire de refinamiento.
– Venga -dijo Cribb, metiéndose la hoja de su canción en un bolsillo interior-. No queremos que nos dejen aquí.
Thackeray frunció el ceño. Tenía la impresión de que el motivo para estar en el teatro era el quedarse instalados allí cuando tuviese lugar la entrega de las quinientas libras. Haciendo una señal con la cabeza en dirección a Plunkett, siguió a Cribb entre los grupos que se estaban despidiendo bajo el pórtico, más allá de la hilera de coches de alquiler que había fuera y en medio de la envolvente niebla. En medio del gentío de público que se dispersaba, tenía que estar pendiente del sombrero de hongo del sargento que iba delante. Sólo confiaba en que Cribb planease una detención dentro de la sala. En estas condiciones una persecución por las calles sería casi imposible. Se puso el embozo por encima de la boca y alcanzó a Cribb en la siguiente farola.
Un poco más allá, por la calle Victoria, doblaron para entrar en una taberna en la que el humo del tabaco era casi tan denso como la niebla del exterior. Esa noche del sábado se estaba festejando con todos los honores alrededor del piano y en la bolera de los sótanos, por el jaleo que subía desde allí.