– Eso no hace al caso. Podría haberme equivocado. Pero tendrá usted problemas igualmente por ese arma, mayor. No hace tiempo para prácticas de tiro.
El mayor Chick buscó en el bolsillo.
– Simplemente un par de gemelos de teatro, sargento. Un regalo de la señora Body. Puede usted cogerlos si quiere, pero no son nada útiles para la niebla.
Cribb miró ferozmente a Thackeray, pero se volvió inmediatamente al oír unos pasos acompañados por el resuello más estertóreo imaginable. Beaconsfield había vuelto a traer al señor Plunkett.
– ¿Ha estado usted allí? -preguntó a Albert el empresario con angustia.
– Sí, señor. Llevé totalmente a cabo las instrucciones.
Plunkett se volvió a Cribb.
– ¿Y ahora qué? ¿Podemos entrar?
Cribb denegó con la cabeza.
– Eso no funcionaría en absoluto, señor. Lo estamos haciendo como indicaba la carta, si la recuerda usted. Deje que coja yo al perro ahora, y usted puede esperar a su hija al otro lado de la calle. Pero recuerde, no entre. Vigilaremos desde aquí.
Mientras Plunkett obedecía, Cribb tuvo que utilizar todas sus fuerzas para evitar que Beaconsfield le siguiera. El animal parecía presentir que iba a haber un drama.
Durante más de quince minutos la única acción que hubo fueron los nerviosos pasos de Plunkett arriba y abajo de las escaleras del teatro. Incluso el tráfico se había interrumpido.
Luego se detuvo, restregó el cristal de una de las puertas y se asomó por él. Abrió y alguien salió y cayó en sus brazos, llorando. Un puñado de rizos rubios anidó en su hombro.
– ¡Ellen! -gritó Albert, y cruzó corriendo la calle, con los demás pisándole los talones.
– ¿Estás totalmente ilesa? -le estaba preguntando su padre-. ¿Estás bien, Ellen?
– Ahora estoy muy bien, querido papá. -Levantó el rostro, cruelmente tenso por la experiencia. Sonrió a Albert a través de sus lágrimas-. Cuando han contado el dinero, se han ido por la ventana del cuarto de accesorios. Había un carruaje esperando allí.
– ¡Han escapado! -exclamó el mayor.
– ¿Quiénes eran? -preguntó Cribb.
– Todavía no lo sé. Un hombre y una mujer. Me tuvieron en la oscuridad durante todo el tiempo, y me tapaban los ojos cuando necesitaban moverme. Me dieron una luz para escribir la carta y eso fue todo. Incluso se quedaban detrás mío, fuera de mi vista.
– ¿No tiene usted ni idea de dónde la tuvieron?
– No puede haber sido a más de uno o dos kilómetros de aquí, sargento, por el tiempo que tardó el carruaje. Creo que estuve en algún sótano. No me maltrataron, pero estaba tan aterrorizada, papá… Por favor, llévame a casa ahora.
– Intenta ayudar al sargento, Ellen -le pidió Plunkett-. ¿Reconociste alguna de sus voces?
– No pude, papá, excepto que una de ellas era de mujer.
– Sargento -dijo el mayor Chick-, ¿oye usted algo?
– ¿Qué quiere usted decir?
– Desde dentro del teatro. -El mayor abrió la puerta de un empujón-. Hay un olor extraño también. Voy a ver adentro.
– Vaya con él, Thackeray.
Cruzaron juntos el vestíbulo. El ruido era más perceptible allí, y ciertamente procedía de la misma sala. A Thackeray le sonaba como si alguien intentase envolver un regalo pequeño en una gran hoja de papel de embalar. Abrió la puerta que daba a la sala y salió una gran humareda.
– ¡Dios mío! ¡Está ardiendo!
Como si fuese la creación monstruosa de algún escenógrafo loco, el escenario estaba ardiendo de punta a punta. Grandes llamas amarillas saltaban sobre el proscenio, consiguiendo un esplendor muy por encima de los poderes del gas y del calcio. Uno de los telones principales cayó en medio de una lluvia de chispas.
– ¡Mi teatro! -gritó Plunkett.
– El mayor ha ido a accionar la alarma de incendio de la esquina -dijo Cribb desde atrás-. No hay nada que usted o yo podamos hacer en un fuego como éste, señor. Es un trabajo para el capitán Shaw y sus hombres. Albert está desalojando los edificios colindantes. Salga, señor. Encontraremos a la brigada en la puerta.
Persuadieron al empresario de que se sentase en los escalones de mármol, con Ellen consolándole.
– El próximo martes hubiera tenido el mayor honor de mi vida -se lamentaba-. Que eso me sea arrebatado de esta manera, es insoportable. ¿Quién podría haberme hecho esto?
– Debe haber sido la luz de calcio, papá. Hacía tanto rato que no la vigilaban. Siempre has dicho que son peligrosas. Probablemente haya habido una explosión en el depósito del calcio.
Albert se les unió.
– No hay nadie en ninguno de los edificios adyacentes, sargento. No debería haber heridos, aunque se produzcan grandes daños materiales. ¿Está usted seguro de que no hay nadie en el Paragon, señor Plunkett? Es un edificio muy grande y… -Se detuvo y se volvió hacia Cribb-. ¿Qué le ha sucedido a Beaconsfield?
El sargento llevaba distraídamente colgada la correa de una mano.
– ¿El perro? -Echó una mirada al vestíbulo, denso de humo-. No debería tardar mucho.
Albert se volvió hacia Cribb horrorizado.
– ¿Quiere usted decir que está ahí? ¿Le dejó usted entrar en ese infierno?
– Fue antes de que supiésemos que el lugar estaba ardiendo, cuando salió la señorita Blake, de hecho. Tenía curiosidad por echar una mirada dentro y por eso le solté.
– Eso no me parece que pueda ser un comportamiento propio de Beaconsfield -dijo Albert amargamente-. Pobre animal, debe de haberse quemado vivo. ¿Cómo se lo diré a mamá? Le dedicará a usted todos los insultos de los que su lengua sea capaz.
– Le puede usted decir que estaba ayudando a la policía en el cumplimiento de su deber -dijo Cribb con altanería-. Un momento. Mire por allí.
Abrió completamente las dobles puertas. A través del humo sofocante que lo envolvía todo horriblemente por delante de ellos era posible distinguir algo pequeño y blanco que se dirigía hacia ellos con movimientos bruscos. El trasero de Beaconsfield. Estaba luchando heroicamente para arrastrar algo que sostenía firmemente entre sus mandíbulas. Cribb corrió a ayudarle. El hombre y el perro agarraron juntos el maletín y lo llevaron hasta los escalones de fuera.
– ¡Bien hecho, Beaconsfield! Un poquito chamuscado por las orejas y necesitando un buen baño, pero no te ha sucedido nada peor por tu escapada. -Cribb abrió el maletín, sacó algo y se lo dio al agradecido perro-. Anís. Una fuerte atracción para cualquiera de la especie canina, incluso para una bestia aletargada y vieja como ésta. Y ahora ¿qué es esto que hay en el bolso? Un buen fajo, señor Plunkett. En otras palabras, sus quinientas libras.
Plunkett movió la cabeza, perplejo.
– Pero creía que el hombre y la mujer que secuestraron a Ellen se lo habían llevado.
Cribb le dio unas palmadas en el lomo a Beaconsfield.
– Y si no hubiese sido por los esfuerzos de aquí mi chamuscado ayudante, me hubiera sido difícil probar que no.
– Pero ¿para qué se buscaron tanto trabajo si no se iban a llevar el dinero, por el amor de Dios?
Cribb abrió sus manos como un prestidigitador al final de un truco.
– Porque nunca existieron. Su hija, la señorita Blake, se los inventó, ¿no es así, señorita? Nadie la secuestró. Ha estado tan libre como usted o yo durante estas veinticuatro horas. Me atrevo a aventurar que escribió aquella carta en alguna cómoda pensión.
Ellen Blake metió la cara entre sus manos.
– ¡Eso es una sugerencia infame! -le dijo Plunkett a Cribb-, ¿Por qué me haría Ellen una cosa así?
– Esa es una pregunta que sólo la señorita puede responder, señor, pero creo que tiene algo que ver con Albert.
– ¿Conmigo, sargento?
– Y vean lo que ha conseguido, caballeros: el Paragon en llamas y a punto de ser destruido, a menos que la brigada llegue pronto, la función del martes cancelada y el honor de Albert a salvo. Y si yo no estuviese a punto de arrestarla, creo que estaría haciendo planes para casarse con usted, Albert.