– Lo que yo piense no tiene ninguna importancia -dijo Cribb, que había oído todo lo que quería-, pero le estoy agradecido por haber hablado tan llanamente.
Se puso en pie.
– Bien, Thackeray, no entretengamos más al señor Woolston. No soy un gran brujo, pero si mi nariz no me engaña, no lejos de aquí se está cociendo una cazuela de estofado de Newgate, y no pensaba quedarme a comer.
3
El sargento Cribb, con chistera y capa de Inverness, iba silbando una melodía de music hall al ritmo de medio galope del caballo de tiro por la calle Southwark, mientras que el agente Thackeray, igualmente deslumbrante a su lado, luchaba contra pensamientos de insubordinación. La asignación de un agente de policía para traje de calle era de un chelín por día, lo cual era a todas luces generoso, considerando que había largos intervalos de servicio uniformado. En efecto, el total de su asignación para este año debería haber sido cercano a las 10 libras reglamentarias de Cribb. Pero, en opinión de Thackeray, traje de calle significaba traje de calle. Cuando un hombre se gastaba una semanada en un frac para ir de vez en cuando a ver un melodrama en el Lyceum, no esperaba que se le ordenase ponérselo para ir a un vulgar teatro de variedades. Scotland Yard podía poseer tu cuerpo y tu alma, pero era una libertad excesiva que considerase que también poseía tu mejor traje.
No se sentía reconfortado por el espectáculo de las masas dirigiéndose al Grampian. Cada sábado por la noche la plebe del sur de Londres se encontraba allí a centenares. En una noche húmeda como ésta, cuando se amontonaban bajo las farolas de gas, se podía ver perfectamente un nocivo vapor amarillo emanando de sus ropas. Estaba muy bien que Cribb hubiese hecho la noble promesa de sacar una entrada de palco, pero, ¿qué valía eso al lado de los empujones de un gabarrero de carbón con pantalones de pana, mientras uno luchaba por pasar a través del vestíbulo? Para Thackeray, en aquel momento, con su traje hecho a medida, era casi un motivo de renuncia.
A la entrada, que era un enorme pórtico corintio, totalmente escandaloso en la arquitectura de la calle Blackfriars, se tenía que pasar por entre una falange de vendedores antes de llegar, incluso, a alcanzar a la muchedumbre que luchaba por obtener entradas. Apenas había frenado el cochero cuando un muchacho descalzo se subió al estribo, abrió violentamente la puerta y pidió una propina. Detrás de él llegaron cerilleras y vendedores de nueces, pedigüeños y un grupo de mujeres jóvenes que dieron a Thackeray motivo suficiente para arrestarlas al momento. En lugar de eso, afectó una estudiada indiferencia, acariciando su barba con indolencia, mientras Cribb pagaba el viaje.
Thackeray se abrió paso detrás de Cribb hacia la taquilla de primera clase, agarrando con fuerza el ala de su sombrero y sin atreverse a mirar lo que eso le costaba a su traje. El hedor de la multitud le hacía llorar los ojos, y estaba dispuesto a abandonar del todo al sargento si no podían coger un palco, donde el humo que subía desde las candilejas eliminaba normalmente todos los demás olores. Por fin, consiguieron llegar a un agujero que había en la pared y Cribb introdujo un florín. En el interior, una cara extrañamente iluminada se contrajo en una mueca. ¿Quizás a los dos caballeros les gustase que, por una pequeña contribución, la dirección les consiguiese un par de preciosas compañeras para compartir el palco? Cribb se volvió y enarcó una ceja con malicia. Thackeray dijo que no con la cabeza tan violentamente, que sintió cómo se le caía el sombrero. Esperaba por Dios, que Cribb estuviese bromeando.
Tomando el disco de hojalata numerado que servía de entrada, una vieja, la acomodadora, les acompañó por un pasillo oscuro, no muy distinto a los de Newgate, salvo que en éste había a cada lado jóvenes señoritas sin acompañante. Los detectives siguieron adelante con resolución, mientras sus pies crujían sobre una alfombra de cáscaras de nueces y avellanas. Subieron algunos peldaños, pagaron a la vieja lo que debían y entraron a su palco.
– ¡He aquí una conocida gran escena! -dijo Cribb con franco entusiasmo.
Desde su palco, unos tres metros por encima del nivel del escenario y construido de hecho sobre el proscenio, se veía toda la platea, brillantemente iluminada por seis enormes quemadores totalmente encendidos. Nueve hileras de mesas se extendían desde el foso de la orquesta, a lo largo del suelo de arena, hasta las sombras y el humo de debajo del anfiteatro. Allí se sentaban a cientos tenderos y dependientes con camisas blancas como la nieve y con trajes de etiqueta y chalecos cortados sin cuidado, llevando sobresalientes pañuelos carmesí; la gente bien de Southwark esa noche, por dos chelines y el precio de una flor de ojal. Un griterío de buen humor producido por la ginebra recorría las mesas, interrumpido a veces por mordaces observaciones y gritos cuando alguien chafaba un sombrero de copa o descorchaba una botella. Señoras con los ojos pintados y fumando cigarrillos se sentaban codo con codo con esposas respetables y con niños con los ojos como platos. A intervalos, se oía el estribillo de alguna canción de music hall que se desvanecía en alguna parte de la sala al compás de los pies. A los lados del área donde había gente sentada, más allá de las barandas y de las zonas de paso, estaban las barras de cobre y peltre relucientes, con los surtidores de la cerveza pulidos y espejos dorados, en las que atareadísimos camareros urgían a las chicas que atendían en la barra a que despacharan deprisa sus pedidos. Incluso con las bandejas cargadas tenían que enfrentarse a la frustración de luchar por conseguir un pasillo entre el apiñamiento de los paseantes para poder llegar a las mesas.
Columnas corintias aparecían aquí y allá soportando el anfiteatro de a seis peniques, delante del cual había un ejército de querubines de yeso y dorados persiguiendo a rollizas ninfas por entre los quinqués de gas. Menos lujosamente, los clientes con sombrero hongo de más arriba estaban colocados en bancos sin cojines. En el gallinero de por encima, lo más barato, en el que había hasta un millar de personas apretujadas, pertenecientes a las órdenes menores, no había asientos, sólo barreras para prevenir un desastre.
– Mirándolo desde este punto de vista -comentó Thackeray-, estoy sumamente agradecido por no tener que actuar.
– Pues por un sueldo de diez libras o más, yo cantaría la mar de bien un par de canciones -dijo Cribb-, Es más de lo que se lleva a casa el mismísimo Jefe de Policía. Dicen que la Chispa Vital, la señorita Jenny Hill, tiene un contrato por más de cincuenta a la semana.
– Creo que se ganan cada penique que cobran, sargento, corriendo por todo Londres en coches de alquiler para llegar a tres o cuatro teatros cada noche.
Cribb mostró su desacuerdo:
– Supongo que le va a usted mejor trotando por Bermondsey durante toda la noche por treinta y cinco chelines a la semana, después de treinta años de servicio.
La puerta de detrás de ellos se abrió, impidiendo la réplica de Thackeray.
– Aquí hay dos guapos caballeros que van a tener la suerte de probar uno de mis pasteles de riñón -dijo la mujer gorda-, ¿no quieren ustedes? Están calientes y recién hechos, se lo aseguro, caballeros. ¿No? Quizás quisieran que les fuese a por una bandeja de ostras y se las zampan con cerveza.
Cribb echó una mirada a Thackeray, quien sentía debilidad por las ostras.
– No con treinta y cinco chelines -dijo el policía con una sonrisa.
Abajo, la llegada de la orquesta fue saludada con silbidos y aclamaciones de los espectadores. Se bajaron los quemadores y las llamas altas y amarillentas de las candilejas vacilaron. El director se situó entre los instrumentistas y saludó con gran seriedad. Esto provocó una tormenta de insultos benévolos, que él sofocó prontamente con la obertura de Carmen.