Llegó un camarero al palco y le enviaron a por dos pintas de cervezas Bass, tipo East India.
– Pero no olvide ni por un momento que está usted de servicio -advirtió Cribb a Thackeray gritando para competir con la orquesta-. Al primer indicio de accidente, ya está usted bajando a ese escenario.
El policía asintió con la cabeza mirando a las tablas por encima del telón de boca. No era un cobarde, pero tenía la impresión de que ochenta kilos bajando tres metros por allí añadirían otro nombre a la lista de accidentados. Afortunadamente, los relieves de la parte delantera del palco sugerían un camino más seguro. Cogiéndose a un saliente que formaba el trasero respingón de un cupido podría llegar hasta la cortina del palco de más abajo y desde allí, si no cedía, deslizarse suavemente hasta el escenario.
– A veces hacen que parezca un accidente para que los espectadores se emocionen, mi sargento. Como cuando un artista se cae del trapecio y luego lo coge el compañero. No me gustaría meter…
– ¿Qué me está usted diciendo? -bramó Cribb.
– No tiene importancia -respondió Thackeray filosóficamente.
La obertura finalizó con un fragor de platillos, y desde el anfiteatro, un rayo de luz de calcio iluminó una mesita de delante de la sala. El empresario, una mole de una obesidad increíble, se quitó el sombrero.
– ¡En pie! -pidió la audiencia.
Meneó la cabeza. Su papada temblaba como un flan recién hecho.
– ¡Arriba, arriba, arriba!
Imperturbable, encendió un puro y el cántico se convirtió en frenesí.
Puso las manos sobre el borde de la mesa, se inclinó lentamente hacia delante, se dobló, se estiró y luego se dejó caer sacudiendo la cabeza.
– ¡Que el Señor te ampare, Billy! -gritó alguien-, ¡Ya no lo puedes hacer! -La mitad de la audiencia se partía de risa.
Tres golpes de maza de Billy restablecieron el orden.
– ¡Cierren el pico! -les ordenó con voz que no permitía tonterías-, Y miren esto.
Entregó la maza y el puro a uno de los invitados a su mesa y otro de ellos la limpió de jarras. Concentrándose profundamente, Billy colocó las palmas de sus manos planas sobre la mesa como una médium, respiró hondo y empezó a mecerse lentamente hacia adelante desde el respaldo de su silla. Luego, con un resuelto gruñido, se proyectó bruscamente hacia adelante y se levantó de la silla. Se produjo un angustioso segundo de incertidumbre mientras sus brazos hacían el esfuerzo, antes de que sus piernas se enderezasen y se pusiera en pie, lanzando con sus ojillos una mirada de desprecio a los espectadores. Un aplauso atronador le devolvió el buen humor. Y de nuevo hizo sonar su maza.
– Bien, despiadada chusma, ya que estoy en pie, aprovecharé para informarles de lo que van a ver esta noche: Es un festival de maravillas, un cartel que conmoverá sus corazones y espoleará su imaginación al mismo tiempo. (Se oyeron gemidos exagerados de los habituales y chillidos de risas escandalizadas desde la parte de atrás de la platea.) Y no hay ni una palabra ni una escena que pueda ofender ni siquiera a las mujeres de mente más delicada de entre ustedes. («¡Lástima!») ¿De veras piensa usted eso, señora? Yo también. Venga a verme después de la función y remediaré esta deficiencia. («¡Uuy, uy, uuy!», desde el gallinero.) Pero ahora, sin más, pasemos a la primera exquisitez de la noche. Recién llegada después de sus éxitos en el London Pavilion (un «¡Ohh!» respetuoso), el Metropolitan («¡Ooh!») y el Tívoli Garden, (un «¡Ahh!» prolongado y sugerente) está aquí para encantarles con sus canciones («¡Fantástico!») la señorita ¡Ellen Blake!
Una ráfaga de acordes de violín, los compases de Fresca como el heno recién segado, el irresistible tintineo de las anillas del telón, y la señorita Blake apareció con un largo vestido de satén, con anchas rayas blancas y lilas, con las palmas extendidas por la barandilla de seguridad y la cabeza echada hacia atrás para recoger la luz de las candilejas en el cuello y en la barbilla. Rebeldes mechones de cabello rubio revoloteaban contra su gorra en la salida del aire caliente.
El agente Thackeray se encontró imaginándose dando un espectacular salto para rescatarla.
– Es maravillosa, ¿verdad, sargento?
– Contrólese, hombre. ¡Dios mío, si está usted babeando!
– Es de la cerveza, sargento -protestó Thackeray, limpiándose la barba con un gran pañuelo a cuadros.
Al inicio de la canción de la señorita Blake Fresca como el heno recién segado, pudo haberle faltado algo de entusiasmo, pero después, la rápida transición a Paseo a la luz de la luna, la ejecutó con indudable profesionalidad. Tenía una melodía más marcada e incluía unos cuantos pasitos a derecha e izquierda en los que la atención pasaba de su voz a su figura, para general satisfacción del público. Sin embargo, tenía que competir con bolsas de conversación de los gallineros y la patente falta de interés en algunas de las mesas. Y cuando se interpretaron los primeros compases de una tercera canción, se oyeron descarados gemidos.
– ¡Domínese, Thackeray, por el amor de Dios! -dijo Cribb-, Está usted más solemne que una lápida. Está teniendo muy buena audición. No hace muchos años que cubrían el foso de la orquesta con redes para protegerles de la fruta podrida que no alcanzaba a los malos intérpretes.
Los amagos de aplauso del final eran más de alivio que de entusiasmo, pero la señorita Blake parecía satisfecha; hizo reverencias, envió besos a alguien lo suficientemente entusiasta como para silbar y se retiró del escenario.
– Y ahora, para helar sus preciosos corazones -anunció el empresario desde su asiento- tenemos un visitante de las tierras vírgenes de Norteamérica. ¿Han oído ustedes hablar de Iawatha? Sí, amigos míos, es un auténtico Piel Roja. ¿Y cómo les parece que se llama? Agua Corriente no, a todos nos trae sin cuidado eso aquí. Tampoco Lobo Sangriento, ya hay suficientes por ahí. No, señoras, es el que hará latir sus corazones, el hombre de los machetes: Cuchillo Reluciente.
Hubo un chocar de platillos, el telón del foro fue levantado hasta las bambalinas, y los arcos, con juegos de cristales de colores accionados por un mecanismo de palanca, filtraban las llamas de las candilejas, para sumergir el escenario en un satánico color carmesí. Un piel roja saltarín, con un tomahawk en cada mano, dominaba el centro, dando alaridos y entonando cánticos. Al fondo del escenario había un tablón del tamaño de una puerta, que coronaba una cabeza esculpida como un tótem. El piel roja interrumpió momentáneamente su danza de guerra para lanzar un tomahawk en aquella dirección. Se clavó en la madera con un terrible golpe sordo. Los espectadores, al unísono, sofocaron un grito, mientras un segundo tomahawk se clavaba profundamente al lado del primero. Dando un chillido, el indio recuperó ambas armas y saltó en redondo para dar la cara al público. Thackeray se puso tenso. Cribb le cogió del brazo para contenerle.
Un redoble de tambores prometía nuevos horrores.
– ¡Dios mío, sargento! ¡Mire allí!
Esperando fuera de la vista del resto de los espectadores, entre los bastidores de enfrente, había una mujer joven con mallas, un pequeño corpiño y un taparrabos. En su cabeza llevaba una única pluma vertical. El lanzador de machetes corrió hacia aquel lado del escenario, la agarró por la muñeca y tiró de ella, que aparentaba luchar por escapar, hacia el tablón. Se escucharon gritos desde varios lugares de la sala.
– ¡Prepárese! -exclamó Cribb-, ¡pero espere a que yo se lo diga!
Thackeray se inclinó hacia adelante, listo para un rápido movimiento, como el superviviente en un juego de sillas musicales. Abajo, en el escenario, la chica estaba siendo atada al tótem con una cuerda. El indio le dijo unas pocas palabras y luego retrocedió unos cuatro metros. Ella esperó, impotente, mientras comenzaba de nuevo el redoble de tambor.