Con una sonrisa tranquilizadora, sor Fidelma repuso:
– Siempre que hay dos opiniones contrapuestas, surgen las tensiones entre los hombres, que terminan por dar lugar al miedo. No creo que debamos preocuparnos. Se fingirá mucho mientras dure la batalla verbal, pero una vez que se haya alcanzado un acuerdo, todo se olvidará y se perdonará. -Vaciló un instante antes de preguntar-: ¿Cuándo comenzará el debate?
– El rey Oswio y su séquito no llegarán hasta mañana a mediodía. La abadesa Hilda me ha dicho que, si todo va bien, dará permiso para que empiecen las discusiones ya entrada la tarde. El obispo Colmán me ha pedido que pronuncie el alegato inicial de nuestra Iglesia.
A Fidelma le pareció adivinar cierto grado de ansiedad en las facciones de Étain.
– ¿Y eso os aflige, madre abadesa?
La aludida sonrió de pronto y meneó la cabeza.
– No. Sabéis que me encuentro a gusto en los debates y las discusiones. Además cuento con buenos consejeros, como vos misma.
– Lo que me recuerda -repuso Fidelma- que he gozado durante mi viaje de la compañía de la hermana Gwid. Es una muchacha muy inteligente, aunque su aspecto puede llevar a confusión. Me ha dicho que será vuestra secretaria e intérprete de griego.
El rostro de la abadesa mostró una expresión indefinible durante un instante brevísimo, y a Fidelma le resultó imposible discernir si se trataba de odio o de un sentimiento más moderado.
– La joven Gwid puede llegar a ser una persona irritante. A veces da la impresión de ser un perrito faldero, débil y adulador. Pero es una gran entendida en griego, aunque tengo la impresión de que pasa más tiempo admirando los poemas de Safo que interpretando los Evangelios. -Lo dijo en tono de reproche, pero luego se encogió de hombros-. Sí, es evidente que cuento con buenos consejeros. Sin embargo, hay algo más que me preocupa. Debe de ser la atmósfera de hostilidad y aversión que noto del lado de los partidarios de Roma, entre los que se encuentran Agilbert el Franco, que a pesar de haber estudiado mucho tiempo en Irlanda profesa una gran devoción a Roma, y Wilfrid, que llegó a negarme el saludo cuando la abadesa Hilda nos presentó.
– ¿Quién es Wilfrid? Me cuesta entender algunos nombres sajones.
Étain soltó un suspiro.
– Es un hombre joven, pero dirige a los defensores de Roma aquí en Northumbria. Creo que es hijo de algún noble. Según todo el mundo, posee un temperamento bastante áspero. Ha estado en Roma y Canterbury, y fue Agilbert quien lo convirtió y quien lo ordenó sacerdote. El reyezuelo de Ripon le dio el monasterio del lugar, después de expulsar a Eata y Cutberto, dos de nuestros hermanos, que compartían en dicha casa las funciones abadengas. Parece que Wilfrid es nuestro más fiero oponente, pues aboga de manera apasionada por la doctrina de Roma. Por desgracia, me temo que no es el único enemigo con el que contamos en la abadía.
La hermana Fidelma se sorprendió pensando en el joven monje sajón con el que había tropezado poco antes.
– Estoy segura de que no todo el que apoya la liturgia romana es nuestro enemigo.
La abadesa le dedicó una sonrisa meditabunda.
– Quizá tengáis razón, Fidelma. Y, al fin y al cabo, todo puede deberse a mi nerviosismo.
– Sí; vuestro discurso inicial de mañana puede condicionar en gran medida el transcurso del debate -aseveró la hermana.
– Sin embargo, hay algo más que… -Étain vaciló.
Fidelma esperó paciente, observando la expresión que se dibujaba en el rostro de la abadesa. Parecía tener dificultades para formular lo que tenía en mente.
– Fidelma -dijo precipitadamente-, me he decidido a tomar esposo.
La hermana abrió los ojos sorprendida, pero no dijo nada. Los sacerdotes, e incluso los obispos, tomaban esposa; incluso los que habitaban las casas, fuesen éstas mixtas o no, podían tener marido o esposa, según la costumbre y la ley de los brehons. Pero el caso de un abad o una abadesa era diferente, pues por lo general estaban obligados a ser célibes. Ésas eran, al menos, las normas de Kildare. Según la costumbre irlandesa, el coarb o sucesor del fundador de una abadía debía ser elegido siempre entre los parientes de éste. Ya que no se esperaba que los abades y abadesas tuvieran descendencia, el sucesor solía pertenecer a una rama familiar secundaria. Pero si en éstas no se encontraba a ningún religioso digno de dicho cargo, se nombraría a un miembro secular de la familia del coarb como abad o abadesa laicos. Étain estaba emparentada con la familia de santa Brígida de Kildare.
– Eso implicaría renunciar al abadiato de Kildare y volver a ser una religiosa ordinaria -acabó por señalar Fidelma ante el silencio de Étain.
La abadesa asintió:
– He dedicado mi viaje a meditar esa cuestión en profundidad. Cohabitar con un extraño puede ser tarea difícil, sobre todo cuando una ha vivido sola tanto tiempo. Aun así, a mi llegada a este lugar me di cuenta de que había tomado una determinación. Ya hemos intercambiado los obsequios matrimoniales: es una decisión irrevocable.
De forma instintiva, Fidelma tendió el brazo, tomó la delgada mano de Étain y la apretó entre las suyas.
– En ese caso, estoy feliz por vos, Étain, y me alegra también veros tan segura. ¿Quién es vuestro extraño?
La abadesa de Kildare esbozó una tímida sonrisa.
– Si me fuese posible contárselo a una sola persona, dad por sentado que esa persona seríais vos, Fidelma. Pero me temo que tendrá que ser mi secreto (y el de él) hasta que el debate haya acabado. Cuando esta gran asamblea se dé por concluida lo sabréis, pues haré pública mi renuncia al abadiato de Kildare.
En ese momento las distrajo un creciente griterío que subía a la ventana del cubiculum.
– ¿Qué diantre es eso? -preguntó sor Fidelma, frunciendo el ceño ante tan estridente ruido-. Parece una refriega al lado del muro de la abadía.
La abadesa Étain suspiró.
– He visto ya tantas reyertas entre nuestros religiosos y los hermanos de Roma desde que llegué… Ésta debe de ser una más: hombres hechos y derechos que recurren a los insultos y los puños para resolver sus diferencias de interpretación respecto a la palabra de Dios. Dicen que los religiosos, y las religiosas, se vuelven niños rencorosos cuando no logran ponerse de acuerdo.
Sor Fidelma se asomó a la ventana. A poca distancia se hallaba un mendigo rodeado de una multitud de personas, en su mayoría campesinos, según pudo inferir por sus ropas, aunque también pudo distinguir los hábitos marrones de algunos hermanos. Parecían estar zahiriendo e insultando al pobre harapiento, cuya voz se elevaba en un tono estridente casi ahogado por las burlas de aquéllos.
La hermana Fidelma levantó una ceja.
– Yo diría que el mendigo es compatriota nuestro, madre abadesa -observó.
La abadesa Étain se acercó a ella.
– Un pordiosero. Siempre acaban siendo víctimas de la arrogancia del pueblo.
– Pero escuchad lo que dice.
Las dos mujeres hicieron un esfuerzo por entender la voz áspera del mendigo, que había aumentado de volumen.
– Yo os digo que mañana el sol desaparecerá de los cielos, y cuando llegue ese momento la sangre manchará el suelo de esta abadía. ¡Id con cuidado! ¡Os lo advierto: id con cuidado! ¡Veo sangre en este lugar!
Capítulo IV
La gran campana de la abadía anunció con su tañido la inminencia del inicio oficial del sínodo. Al menos, pensó Fidelma, ambas partes parecían estar de acuerdo en definir a la asamblea de dignatarios cristianos con el término griego synodós. El de Streoneshalh prometía ser uno de los más importantes, tanto para la Iglesia de Iona como para la romana.