Sor Fidelma ocupó su asiento en el sacrarium de la abadía, ya que la capilla, al ser la parte más espaciosa del templo, se había reservado para uso de la asamblea. El ambiente estaba envuelto en un murmullo general que daba la impresión de estar producido por un número incontable de personas hablando al mismo tiempo. El amplio sacrarium de paredes de piedra y elevado techo abovedado tenía la facultad de amplificar el sonido al producir eco. Con todo, y a pesar de la amplitud del lugar, Fidelma se vio asaltada por una pasajera sensación de claustrofobia ante la visión (y el olor) de la multitud de religiosos que se hacinaban en los distintos asientos. A la izquierda del sacrarium se agrupaban, en filas de oscuros bancos de roble, los partidarios de la doctrina de Columba; a la derecha, aquellos que defendían la de Roma.
Nunca antes había visto Fidelma tal número de dirigentes de la Iglesia de Cristo reunidos. Además de religiosos, que lucían sus hábitos distintivos, había allí congregadas otras personas cuyas ricas vestiduras revelaban que eran nobles de muy diferentes reinos.
– Impresionante, ¿verdad?
Fidelma elevó su mirada y se encontró con que el hermano Taran se abría camino hasta el asiento que ella tenía al lado. Gruñó para sus adentros; había mantenido la esperanza de poder evitar al pretencioso hermano, cuya compañía había llegado a resultarle agotadora tras el largo viaje desde Iona.
– No había visto una reunión tan impresionante desde que el año pasado asistí a la Gran Asamblea de Tara -fue su fría respuesta cuando él quiso saber su opinión. Y lo más impresionante, añadió para sí misma, era el putrefacto olor corporal que impregnaba el sacrarium a pesar de los incensarios que habían sido estratégicamente colocados para fumigar la sala. «Una muestra decepcionante de la higiene de los religiosos northumbrios», pensó en tono de censura. Entre los hermanos irlandeses era costumbre bañarse a diario, y cada nueve días se hacía uso del tigh'n alluis comunal, o sea, «la casa del sudor», en la que unas brasas de turba hacían que los usuarios sudasen copiosamente, tras lo cual se sumergían en agua fría para volver a entrar después en calor mediante enérgicas friegas.
Se sorprendió a sí misma pensando en el monje sajón con el que se había topado la tarde anterior: emanaba un olor a limpio, una vaga fragancia de hierbas aromáticas. Al menos parecía haber alguien entre los sajones que sabía mantenerse aseado. Arrugó la nariz en señal de desaprobación mientras miraba alrededor con la intención de encontrar al monje entre los bancos de los romanos.
De pronto apareció la hermana Gwid, con la cara encendida, como si hubiese estado corriendo, y se deslizó hasta el asiento que quedaba libre al otro lado de Fidelma.
– Habéis estado a punto de perderos la apertura del sínodo. -Fidelma esbozó una sonrisa mientras la desgarbada muchacha hacía lo posible para recuperar el aliento-. ¿No deberíais sentaros con la abadesa Étain, en uno de los bancos de los abogados, para prestarle vuestros servicios como secretaria?
La hermana Gwid negó con una mueca.
– Dice que me llamará en caso de que me necesite hoy.
Fidelma volvió a centrar su atención en la cabecera del sacrarium. En uno de los extremos habían erigido un estrado y sobre él, un asiento regio. Se hallaba vacío, obviamente, a la espera de la llegada del rey Oswio en persona. A ambos lados, aunque algo más atrás, se habían dispuesto varios asientos más pequeños, que ya habían sido ocupados por un grupo de hombres y mujeres: gente de grandes riquezas y elevada posición, a juzgar por sus ropajes y alhajas.
Fidelma se dio cuenta de repente de que el hermano Taran, pese a todos sus defectos, podía serle útil a la hora de identificar a cada una de las personas allí reunidas. A fin de cuentas, ésa era su segunda misión en Northumbria, y sin duda debía de estar bien informado.
– Muy fácil -respondió el picto cuando ella señaló a los que ocupaban los puestos contiguos al asiento regio-. Se trata de los familiares más cercanos de Oswio. La que acaba de tomar asiento es la reina.
La hermana observó a la mujer de rostro severo que se encontraba en el asiento más cercano al trono. Se trataba de Eanflaed, y Fidelma no tuvo que rogar a Taran que la pusiese al día de los pormenores: el padre de Eanflaed había sido antaño rey de Northumbria, pero su madre era princesa de Kent, por lo que ella fue educada según la doctrina romana en este último reino. No muy lejos se hallaba su capellán privado, un sacerdote llamado Romano de Kent, que se ceñía de manera estricta a los dictados de Roma. Era un hombre bajito de piel morena, cabello rizado y expresión que Fidelma no habría dudado en calificar de mezquina. Sus ojos daban la impresión de estar demasiado juntos, y sus labios eran excesivamente delgados. De hecho, según le confió Taran en tono de complicidad, corría el rumor de que lo que había llevado a Oswio a convocar el debate había sido la insistencia de Eanflaed, respaldada por Romano.
Eanflaed era la tercera esposa del rey, y había contraído matrimonio con él poco después de su acceso al trono, de lo cual hacía unos veinte años. Oswio se había casado en primeras nupcias con una britana, Rhiainfellt, princesa de Rheged, cuyo pueblo seguía la doctrina de la Iglesia de Iona. Su segunda esposa, tras fallecer aquélla, había sido Fín, hija de Colman Rimid, el norteño rey supremo, Uí Néill, de Irlanda.
Fidelma expresó su sorpresa ante esta información, pues no conocía la relación que unía a Oswio con el rey supremo.
– ¿Qué le ocurrió a ella? ¿También murió?
Fue la hermana Gwid quien se encargó de responder:
– Se divorciaron -declaró en tono aquiescente-. Fín acabó por darse cuenta de hasta qué punto odiaba a Oswio y su país. Tuvo con él un hijo, al que llamaron Aldfrith, pero se lo llevó a Irlanda, donde fue educado en la fundación del piadoso Comgall, el amigo de Colmcille, en Bangor. Ahora goza de gran renombre como poeta en lengua irlandesa; es conocido como Flann Fína, y ha renunciado a su derecho de sucesión a la corona de Northumbria.
Sor Fidelma sacudió la cabeza.
– Según la ley sajona, el primogénito es quien hereda el trono. ¿Era Aldfrith el primogénito?
La hermana Gwid se encogió de hombros con aire indiferente, pero Taran señaló hacia el estrado.
– ¿Veis al joven sentado inmediatamente detrás de Eanflaed, el del cabello rubio y la cicatriz en la cara?
Fidelma dirigió la mirada en la dirección que le indicaba Taran, y casi al mismo tiempo se preguntó por qué sentía ese desprecio repentino por el hombre al que éste había señalado.
– Ese es Alhfrith, el hijo de Oswio y Rhiainfellt, su primera esposa. Es el reyezuelo de la provincia meridional de Deira al que nos referimos ayer. Se dice que está a favor de la Iglesia romana y que rechaza la adhesión de su padre a la de Iona. Ha expulsado del monasterio de Ripon a los monjes fieles a la doctrina de Colmcille para entregárselo a su amigo Wilfrid.
– Y Wulfric de Frihop es su mano derecha -murmuró Fidelma.
El joven tenía un aspecto hosco y agresivo. Quizás ése era motivo suficiente para sentir aversión por la forma arrogante en que se arrellanaba en su asiento.
La mujer de gesto adusto que se encontraba al lado de Alhfrith era al parecer su esposa, Cyneburh, la resentida hija del difunto Penda de Mercia, muerto en batalla a manos de Oswio. A su lado, con una actitud igual de áspera, se hallaba Alhflaed, hermana de Alhfrith, que había contraído matrimonio con Peada, hijo de Penda de Mercia. Las apostillas de Taran se volvieron mucho más animadas llegadas a este punto. Según relató, Alhfrith había sido el responsable de la muerte de Peada, acaecida un año después de que este último hubiese convenido en ser nombrado reyezuelo de Mercia, prometiendo así fidelidad a Oswio. Sin embargo, corría el rumor de que Alhfrith también había puesto sus ambiciosos ojos en dicho reino.