El lugar inmediato al de Eanflaed, la esposa de Oswio, estaba ocupado por el primogénito de ambos, Ecgfrith, un joven de dieciocho años huraño y siniestro. Sus ojos negros no encontraban un momento de descanso, mientras que él no dejaba de moverse en su asiento. Taran indicó que su máxima ambición era la de ocupar el trono de Oswio antes de ser mucho más viejo, y que profesaba una gran envidia a su hermanastro mayor, Alhfrith, a quien correspondía por ley la sucesión de la corona. El único otro vástago de Oswio que se hallaba presente era su hija Aelflaed. Había nacido el año en que su padre había logrado derrotar a Penda, por lo que, como prueba de gratitud, el rey la dedicó a Dios y la confió a la abadesa Hilda para que se educase en Streoneshalh en calidad de virgen consagrada a Cristo.
El hermano Taran informó a Fidelma de que Oswio contaba aún con más descendencia: una hija, Osthryth, de nueve años, y un hijo, Aelfwine, de tres. Ambos eran demasiado jóvenes para asistir al debate. Fidelma interrumpió el monólogo entusiasta del hermano acerca de los concurrentes.
– Demasiados datos para una sola sesión. Tendré que ir conociendo a todos a medida que se desarrolle el debate; pero hay aquí tanta gente…
Taran asintió satisfecho.
– Se trata de un debate muy importante, hermana. Aquí no sólo está representada la casa real de Northumbria, sino que también hay otros soberanos. Mirad: ahí está Domangart de Dalriada, junto a Drust, el rey de los pictos; y allí están los príncipes y representantes de Cenwealh de Wessex, Eorcenberht de Kent, Wulfhere de Mercia y…
– ¡Basta! Nunca lograré dominar esos extravagantes nombres sajones. Ya te avisaré yo cuando necesite tus conocimientos.
Fidelma permaneció estudiando el mar de rostros que poblaban la sala, cuando de súbito se abrió la puerta y entró un hombre con un pendón. Según informó Taran puntualmente, se trataba del thuff, el estandarte que siempre precedía al rey para anunciar su presencia. Entonces apareció un hombre alto y atractivo, de músculos bien formados, cabello áureo y largos bigotes, vestido con ropajes ricos y profusamente adornados, y una diadema dorada sobre su cabeza.
Así vio por primera vez Fidelma a Oswio, rey de Northumbria. Se había coronado rey a la muerte de su hermano Oswaldo, que había perdido la vida luchando contra Penda y sus aliados británicos en Maserfeld. Pocos años más tarde, el rey había logrado vengar su muerte al exterminar a Penda y a sus seguidores. Como consecuencia, Oswio poseía el título de bretwalda, que, según informó Taran, lo convertía en señor de todos los reinos anglos y sajones.
Fidelma examinó atentamente al corpulento soberano. Conocía bien su historia: él y sus hermanos habían abandonado Northumbria siendo niños, cuando su padre, el rey, fue asesinado por Eduino, que le había usurpado el trono. Los vástagos reales exiliados se habían criado en el reino de Dalriada, y habían sido convertidos de sus creencias paganas al cristianismo en la isla sagrada de Iona. Cuando el hermano mayor de Oswio, Oswaldo, recuperó el trono y los hizo volver del exilio, pidió a los religiosos de Iona que enviasen misioneros para que adoctrinasen a su pueblo, lo liberasen del paganismo y le enseñasen el arte de la caligrafía, así como a leer y escribir. Para Fidelma, parecía obvio que Oswio se pondría de parte de la Iglesia de Iona. Sin embargo, la hermana recordó que al rey, a pesar de que ejercía de juez supremo en el debate, no le sería fácil sustraerse a la presión de sus herederos y los representantes de reyes menores, que hacían las veces de jurado en el proceso.
Detrás de Oswio, en la procesión que se abría camino a través de la sala, desde la puerta principal hasta los asientos del estrado, se hallaba en primer lugar Colmán, seguido de Hilda y de otra mujer cuyos rasgos se asemejaban a los del rey.
– Ésa es la hermana mayor de Oswio, Abbe -susurró Gwid, rompiendo el silencio que se había apoderado de la sala-. Estuvo exiliada en Iona y es una firme defensora de la liturgia de Colmcille. Es la abadesa de Coldingham, una casa doble situada al norte en la que hombres y mujeres dedican sus vidas y familias a seguir el camino de Cristo.
»He oído decir que el lugar no goza de muy buena reputación -añadió en tono de censura; su voz era incluso más baja de lo habitual-. Se comenta que en la abadía son frecuentes las grandes comilonas, en las que no faltan la bebida y otros entretenimientos.
La hermana Fidelma guardó silencio. Existía un número elevado de cohospitae o casas dobles, y no había nada de execrable en ellas. No le gustaba la forma en que la hermana Gwid parecía insinuar que dicha forma de vida tenía algo de malvado. Era consciente de que algunos ascetas desaprobaban esa costumbre y defendían que todo el que dedicase su vida al servicio de Cristo debería mantenerse célibe. Incluso había oído hablar de grupos de ascetas que cohabitaban sin mantener ningún contacto sexual como una forma de probar la fuerza de su fe y el carácter sobrenatural de la castidad, una práctica contra la que se había pronunciado Juan Crisóstomo de Antioquía.
Fidelma no estaba en contra de que los religiosos de ambos sexos viviesen juntos. Creía, al igual que la mayoría de los seguidores de Roma, de las Iglesias britanas e irlandesas e incluso de las orientales, que los religiosos debían casarse y procrear. Los únicos que ensalzaban el celibato y exigían la separación de sexos entre los religiosos eran los ascetas, y nunca había imaginado que la hermana Gwid pudiese ser una de ellos o respaldase sus postulados. Ella misma estaba convencida de que tarde o temprano acabaría encontrando a alguien con quien compartir su labor; pero aún tenía mucho tiempo para eso, y todavía no había encontrado a ningún hombre que la atrajese hasta tal punto de decidirse a dar el paso. También cabía la posibilidad de que nunca se presentase la ocasión; así es la vida. En cierta medida, envidiaba la seguridad que su amiga Étain demostraba renunciando a su cargo en Kildare para casarse de nuevo.
Volvió a concentrarse en la procesión. El siguiente miembro de la comitiva era un hombre mayor, de rostro amarillento y brillante de sudor. Apoyaba todo su peso en el brazo de otro más joven. Al ver la expresión de este último, Fidelma no pudo menos de suponerle la astucia de un lobo, a pesar de la redondez querúbica de su rostro. Tenía los ojos demasiado juntos y en constante movimiento, como si estuviese buscando a posibles enemigos. Era evidente que el anciano estaba enfermo. La hermana se volvió hacia Taran.
– Deusdedit, arzobispo de Canterbury, y su secretario, Wighard -respondió él antes de que Fidelma hubiese tenido tiempo de articular la pregunta-. Ambos actuarán como principales representantes de nuestros oponentes.
– ¿Y ese señor tan mayor que cierra la marcha?
Acababa de fijarse en el último miembro de la procesión, que daba la impresión de ser centenario. Tenía la espalda encorvada y su cuerpo semejaba más el de un esqueleto andante que el de un hombre vivo.
– Es el hombre que puede persuadir a los sajones en nuestra contra -observó el hermano.
Fidelma levantó una ceja.
– ¿Ése es Wilfrid? Me lo había imaginado más joven.
Taran meneó la cabeza.
– No es Wilfrid, sino Jacobo, al que los sajones llaman James. Hace unos ochenta años, cuando Roma quiso reforzar la misión de Agustín en Kent, envió a un grupo de misioneros encabezado por uno llamado Paulino. Jacobo formaba parte de dicha comisión…, lo que hace suponer que tiene más de dieciséis lustros. Cuando Eduino de Northumbria se casó con Aethelburh de Kent, la madre de la reina Eanflaed (aquí presente) trajo consigo a Paulino en calidad de capellán particular e intentó sin éxito convertir a los habitantes de este reino a la doctrina romana. Después, el misionero huyó con Aethelburh y Eanflaed, que aún era un bebé, a Kent, donde murió veinte años después víctima de la rebelión de los paganos.