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– ¿Y Jacobo… James? -insistió Fidelma-. ¿También huyó?

– Permaneció en Catraeth, que los sajones llaman Catterick, donde algunas veces vivía como ermitaño y otras intentaba convertir a los nativos a la fe de Cristo. Estoy convencido de que lo harán comparecer para probar que Roma intentó convertir el reino de Northumbria antes que Iona, y que por tanto este reino debería seguir su doctrina. Tenemos en contra el hecho de que es un personaje venerable que, además, conoció tanto a Paulino como a Agustín.

A su pesar, sor Fidelma estaba impresionada por los conocimientos del hermano Taran.

La procesión llegó por fin a su lugar señalado, y la abadesa Hilda hizo un gesto para que los asistentes se levantasen. El obispo Colmán dio un paso al frente y trazó en el aire la señal de la cruz. Seguidamente elevó la mano e impartió la bendición a la manera de la Iglesia de Iona, es decir, con los dedos índice, anular y meñique extendidos como símbolo de la Trinidad, en lugar de usar los dedos pulgar, índice y medio según la costumbre romana. Esto provocó un ligero murmullo entre los bancos de los partidarios de Roma, pero Colmán prefirió ignorarlo y acabó de bendecir a la concurrencia en griego, lengua usada normalmente en las celebraciones de la Iglesia de Iona.

Entonces le tocó el turno a Deusdedit, que, ayudado por su acompañante, se adelantó y, con un susurro suave que subrayaba aún más su enfermedad, impartió una bendición al estilo romano y en latín. Tras esto, todos volvieron a sentarse, a excepción de la abadesa Hilda.

– Hermanos y hermanas en Cristo, el debate acaba de empezar. ¿Debe nuestra Iglesia, la de Northumbria, seguir la doctrina de Iona, que sacó a esta tierra de la oscuridad en que se hallaba para sumergirla en la luz de Cristo, o por el contrario ha de regirse por la de Roma, desde donde llegó por vez primera dicha luz aquí, a los últimos confines del mundo? La decisión está en vuestras manos. -Dirigió su mirada a los bancos que se hallaban a su derecha y añadió-: Es el momento de presentar los alegatos iniciales. Agilbert de Wessex, ¿estáis preparado para pronunciar vuestro discurso preliminar?

– ¡No! -exclamó una voz estridente. La siguió un silencio que dio paso a un creciente murmullo.

La abadesa levantó una mano. Un hombre delgado de piel morena, expresión altiva y nariz aguileña se levantó de su asiento.

– Agilbert es franco -susurró Taran-, aunque estudió durante años en Irlanda.

– Hace mucho tiempo -empezó a decir Agilbert con voz vacilante y en un sajón tan cerrado que Fidelma se vio obligada a pedir a Taran que hiciese de intérprete-, Cenwealh de Wessex me invitó a convertirme en obispo de su reino. Ocupé dicho puesto durante diez años, pero Cenwealh no estaba contento con mi labor, pues, según él, yo no hablaba bien su dialecto sajón. Así que nombró a Wine para que me sucediese, y yo abandoné la tierra de los sajones occidentales. Ahora se me pide que defienda las prácticas de Roma, pero si mi manera de hablar no es digna de Cenwealh y los sajones occidentales, me temo que tampoco lo es de este lugar. Es por eso por lo que mi pupilo Wilfrid de Ripon se encargará del alegato inicial en favor de la Iglesia de Roma.

Fidelma frunció el ceño.

– El franco parece algo susceptible.

– Tengo entendido que regresa al reino franco porque les ha tomado antipatía a todos los sajones.

Entonces se levantó un hombre más joven, bajito y corpulento, de rostro rubicundo y ademán brusco y agresivo.

– Yo, Wilfrid de Ripon, estoy listo para exponer mi argumentación preliminar.

Hilda inclinó la cabeza en señal de agradecimiento.

– Y del lado de Iona, ¿está lista la abadesa Étain de Kildare para pronunciar su discurso de apertura?

La abadesa se había vuelto hacia los bancos ocupados por los partidarios de la Iglesia de Iona.

No hubo respuesta alguna.

Fidelma estiró el cuello hacia delante y reparó por primera vez en que aún no había visto a Étain en el sacrarium. El murmullo que se había empezado a oír en la sala se convirtió casi en un bramido. Entonces se elevó potente la voz de la madre Abbe:

– Parece que la abadesa de Kildare no se halla presente.

En ese momento se produjo un gran revuelo en torno a una de las puertas del sacrarium, donde Fidelma pudo distinguir la figura de uno de los hermanos, de pie en el umbral, pálido y jadeante.

– ¡Una catástrofe! -exclamó con un alarido-. ¡Oh hermanos, una catástrofe!

La abadesa Hilda dirigió al monje una mirada cargada de cólera.

– ¡Hermano Agatho, os estáis excediendo!

El aludido corrió hacia ella. A pesar de la distancia que la separaba de él, Fidelma pudo ver el pánico dibujado en su rostro.

– ¡Yo no! ¡Acercaos al ventanal y mirad al sol! La mano de Dios lo está borrando del cielo… y el cielo se está oscureciendo. Domine, dirige nos! Se trata, evidentemente, de un mal augurio sobre esta asamblea.

Taran tradujo apresuradamente el discurso a Fidelma, incapaz de entender las atropelladas palabras del sajón.

El sacrarium fue presa de una gran agitación, y muchos de los reunidos corrieron a mirar por los ventanales. De ellos, fue el austero Agilbert el que se volvió hacia los que habían permanecido sentados:

– Es tal como lo ha descrito el hermano Agatho: el sol ha desaparecido del cielo. Un mal presagio recae sobre este proceso.

Capítulo V

Fidelma dirigió al hermano Taran una mirada incrédula.

– ¿Tan supersticiosos son estos sajones? ¿Es que no saben nada de astronomía?

– Muy poco -repuso el hermano con aire de suficiencia-. Nuestra gente ha intentado inculcarles algunas nociones, pero tienen un aprendizaje muy lento.

– De cualquier manera, alguien debería haberlos informado de que esto no es ningún fenómeno sobrenatural.

– No creáis que lo hubiesen agradecido. -La hermana Gwid tomó aire de forma ruidosa en un gesto recriminador.

– Pero muchos de los hermanos que se hallan aquí están versados en la ciencia de la astronomía y conocen la existencia de los eclipses y otros fenómenos celestes -observó Fidelma.

El hermano Taran le hizo una señal para que guardase silencio, pues Wilfrid, el intimidador portavoz de la facción romana, había vuelto a ponerse en pie.

– Sin duda, la desaparición del sol es un mal presagio, hermanos míos. Pero, ¿cuál es su significado? Yo os lo diré: a menos que los religiosos de este país renieguen de las erróneas enseñanzas de Columba y se acojan a la única Iglesia universal verdadera de Roma, la cristiandad será borrada de la tierra de igual manera que Dios ha borrado el sol del cielo. Éste, sin duda, es el presagio.

Se produjo un alboroto cuando la facción romana aplaudió en señal de aprobación al tiempo que los representantes de la Iglesia de Columba gritaban desafiantes ante lo que consideraban una intervención indignante. Un hombre de unos treinta años que ostentaba la tonsura de Columba se puso en pie de un salto y repuso con gesto iracundo:

– ¿Y cómo lo sabe Wilfrid de Ripon? ¿Acaso le ha hablado Dios para explicarle este fenómeno celeste? ¿No podemos afirmar con igual seguridad que se trata de una señal dirigida a Roma para que se someta a los postulados de Columba? De esa manera, a menos que los que respaldan la interpretación romana de la fe verdadera se acojan a la doctrina de Columba, la cristiandad será borrada de la tierra.

De los bancos donde se sentaban los seguidores de Roma surgieron gritos de indignación.

– Ése era Cutberto de Melrose -afirmó sonriente Taran. No cabía duda de que estaba disfrutando de la discusión-. Fue Wilfrid quien, a petición de Alhfrith, lo expulsó de Ripon porque seguía la doctrina de Columba.