Oswio, el rey, se puso en pie, lo que acalló el alboroto casi de inmediato.
– Esta discusión no nos lleva a ninguna parte. El proceso se suspenderá hasta que…
Un grito terrible le impidió acabar la frase.
– ¡El sol ha vuelto a aparecer! -añadió uno de los curiosos apostados en el ventanal.
De nuevo los asistentes corrieron hacia las ventanas y se asomaron para ver el cielo azul de la tarde.
– Es cierto, la mancha negra se aleja -constató otro-. Mirad: la luz del sol puede verse de nuevo.
La oscuridad crepuscular se había esfumado de repente, haciendo que la luz volviese a fluir a través de los ventanales del sacrarium.
Sor Fidelma sacudió la cabeza, asombrada ante el cariz que había tomado el proceso. Había sido educada en una cultura en la que la ciencia había mirado a las estrellas desde tiempos remotos para registrar sus movimientos.
– Es difícil de creer que estas gentes puedan ignorar hasta tal punto los movimientos celestes. En nuestras escuelas, ya sean monásticas o bárdicas, cualquier maestro cualificado es capaz de describir los cursos de la luna y el sol. Cualquier persona inteligente debería conocer el día del mes solar, las fases de la luna, las subidas de las mareas, el día de la semana… Y las fechas de los eclipses no son ningún secreto.
El hermano Taran hizo una mueca burlona.
– Olvidáis que vuestros compatriotas y los britanos son famosos en muchos países por su conocimiento de la astronomía, mientras que estos sajones no son más que bárbaros.
– Pero sin duda deben de haber leído el tratado del gran Dallán Forgaill, que expone con qué asiduidad se antepone la luna al sol, y borra así su luz del cielo.
Taran se encogió de hombros.
– Pocos de estos sajones saben leer y escribir, y los que gozan de tal habilidad no habrían sido capaces de hacerlo de no haber llegado a esta tierra el piadoso Aidán. Si ni siquiera sabían escribir su propia lengua, ¿cómo iban a ser capaces de interpretar la de otros pueblos?
La abadesa Hilda golpeó el suelo de piedra con un cayado para reclamar la atención de los presentes. Reticentes, los miembros de la asamblea iban volviendo a sus bancos, y el murmullo de sus voces empezaba a extinguirse.
– La luz ha vuelto y por tanto podemos continuar. ¿Aún no se ha sumado la abadesa de Kildare al proceso?
Sor Fidelma recordó ese hecho, que había olvidado por completo, y se sintió desconcertada. El lugar asignado a la abadesa Étain aún estaba vacío.
Wilfrid de Ripon se hallaba de pie y exhibía una sonrisa desdeñosa.
– Si la portavoz de la Iglesia de Columba no tiene deseos de unirse a nosotros, quizá deberíamos continuar sin ella.
– Hay muchos más dispuestos a hablar a nuestro favor -gritó Cutberto como única respuesta, sin ni siquiera tomarse la molestia de abandonar su asiento.
La abadesa Hilda volvió a usar su bastón de mando. Entonces, las enormes puertas se abrieron de par en par, interrumpiendo por segunda vez el trascurso de la asamblea. En esta ocasión irrumpió en el sacrarium una joven religiosa con la cara pálida y los ojos desorbitados. Era evidente que había estado corriendo, pues sus cabellos estaban desordenados y sobresalían de su toca. Se detuvo, y sus ojos recorrieron la amplia sala. Entonces se precipitó al lugar donde se hallaba, desconcertada, la abadesa Hilda, justo por debajo del rey.
Fidelma observó perpleja cómo la hermana corría hacia la abadesa Hilda, que se inclinó hacia delante para que pudiese susurrarle al oído. No podía ver la cara de Hilda, pero la vio levantarse y dirigirse enseguida al asiento del rey, tras lo cual se agachó y le transmitió el mensaje que acababa de recibir.
El sacrarium había quedado en silencio, y los clérigos y delegados permanecían sentados, observando la nueva tragedia. El rey se levantó y abandonó la sala. Poco después lo siguieron Hilda, Abbe, Colman, Deusdedit, Wighard y Jacobo. Un nuevo revuelo tuvo lugar en la sala mientras los reunidos se volvían, nerviosos, a un lado y a otro para ver si alguno de ellos conocía el significado de tan extraño comportamiento. Se elevaron varias voces especuladoras.
Dos religiosos northumbrios procedentes de Coldingham, que se hallaban sentados detrás de Fidelma, mantenían la teoría de que un ejército de britanos había invadido el reino, aprovechando que el rey tenía su atención puesta en el sínodo. Recordaron la invasión de Cadwallon ap Cadfan, rey de Gwynedd, que había asolado el reino y asesinado a un gran número de personas a lo largo de un año aciago. Sin embargo, un hermano perteneciente a una casa de Gilling, que estaba sentado delante, interrumpió para expresar su opinión de que era más probable que los invasores fueran mercios, pues todos sabían que Wulfhere, el hijo de Penda, había jurado restablecer la independencia de Mercia respecto de Northumbria. De hecho, ya había empezado a recuperar su dominio al sur del río Humber. No dejaba escapar ninguna oportunidad de vengarse de Oswio, que había asesinado a Penda y gobernado Mercia durante tres años. Era cierto que Wulfhere había enviado a un representante al sínodo, pero sin duda no era más que uno de los sucios trucos de los mercios.
Fidelma se sentía intrigada ante tales especulaciones políticas, aunque para quien no estuviese familiarizado con la situación de los pueblos sajones todo se volvía muy confuso. Costaba imaginar algo más diferente de su tierra natal, donde reinaba un claro orden bajo el imperio de la ley y donde el rey supremo y su corte constituían la máxima autoridad. Incluso los reyezuelos que se oponían al rey supremo reconocían en última instancia la autoridad simbólica de Tara. Los sajones, por el contrario, parecían estar siempre en conflicto y usar la espada como único juez.
Una mano se apoyó en su hombro al tiempo que una joven monja se inclinaba para dirigirse a ella.
– ¿Sor Fidelma? La madre abadesa requiere vuestra presencia en su aposento inmediatamente.
Sorprendida y hasta cierto punto desconcertada, Fidelma se levantó sin hacer caso de las miradas curiosas de la hermana Gwid y el hermano Taran y siguió a la religiosa. Una vez lejos del estrépito y la confusión reinantes en el sacrarium, recorrieron una serie de pasillos mucho más silenciosos hasta que por fin se encontraron dentro de la estancia de Hilda. La abadesa estaba de pie ante la chimenea, con las manos en la espalda, la expresión grave y el rostro demudado. El obispo Colmán se hallaba en el mismo asiento junto al fuego que había ocupado la tarde anterior. También estaba serio, como abatido por un problema grave. Ambos parecían demasiado preocupados para darse cuenta de la llegada de Fidelma.
– Madre abadesa, ¿habéis mandado buscarme?
Hilda se serenó con un suspiro y miró a Colmán, que la invitó a hablar con un curioso gesto de su mano.
– Su ilustrísima me ha recordado que en vuestro país ejercéis como abogado, Fidelma.
La hermana frunció el ceño.
– Así es -confirmó, preguntándose qué había sucedido.
– Me ha recordado de igual manera que gozáis de una gran reputación en lo referente a desenmarañar misterios y resolver crímenes.
La curiosidad de Fidelma era cada vez mayor.
– Hermana Fidelma -prosiguió la abadesa tras una breve pausa-, necesito el talento de alguien como vos.
– Estoy deseosa de poner a vuestra disposición mis pobres aptitudes -repuso lentamente, preguntándose cuál sería el problema.
La abadesa Hilda se mordió el labio en un intento por encontrar las palabras adecuadas.
– Tengo malas noticias, hermana. La abadesa Étain de Kildare ha sido encontrada esta mañana en su celda, con la garganta cortada… de forma tan horrible que sólo cabe una interpretación: la abadesa ha sido asesinada.