Oswio los miró, les dedicó una breve sonrisa y salió de la estancia. La mente de sor Fidelma empezó a acelerarse. Debía asimilar muchas cosas, entre las cuales se hallaba la muerte de Étain. De pronto se dio cuenta de que la abadesa Hilda, Colmán y Eadulf la observaban.
– ¿Perdón? -dijo, consciente de que le debían de haber hecho una pregunta.
Hilda exhaló un suspiro.
– Os he preguntado cómo pensáis proceder.
– Lo mejor será examinar el lugar donde se ha cometido semejante atrocidad -repuso enseguida el hermano Eadulf.
Fidelma se sorprendió apretando los dientes, molesta ante el hecho de que hubiese contestado una pregunta dirigida a ella. El sajón, por supuesto, tenía toda la razón, pero la hermana no sentía ningún deseo de que le indicasen qué debía hacer. Intentó pensar en otra forma de actuar que pudiera serles útil, sólo por llevarle la contraria, pero no lo logró.
– Sí -repuso con desgana-. Iremos al cubiculum de la abadesa Étain. ¿Se ha tocado algo allí desde que fue descubierto el cuerpo?
Hilda sacudió la cabeza.
– Nada, que yo sepa. ¿Deseáis que os acompañe?
– No es necesario -dijo Fidelma rápidamente, para evitar que el hermano Eadulf volviese a responder por ella-. Si necesitamos algo, os lo haremos saber.
Dicho esto, se volvió sin mirar a Eadulf y se dirigió decidida hacia la puerta. El fraile hizo una reverencia a la abadesa y al obispo Colmán y se apresuró a seguirla.
Colmán apretó los labios cuando la puerta se cerró.
– Es como poner a un lobo y un zorro juntos para cazar una liebre -observó con voz pausada.
La abadesa Hilda le dirigió una leve sonrisa.
– Me gustaría saber quién consideráis que es el lobo y quién el zorro.
Capítulo VII
Fidelma se detuvo ante el cubiculum hospitale que había sido asignado a la abadesa Étain. No había dirigido una sola palabra directamente al monje sajón desde que habían abandonado la estancia de la abadesa Hilda para encaminarse a través de los lóbregos claustros a los aposentos de los invitados. Le costaba reunir fuerzas para entrar en la celda. El hermano Eadulf daba por hecho que su mutismo y actitud vacilante eran reflejo del resentimiento que le provocaba la obligación de trabajar con él en la resolución del caso, y se contentó con dejar que dicho rencor siguiese su curso. Sin embargo, lo cierto era que Fidelma se hallaba luchando con la perspectiva de enfrentarse al momento que tanto la horrorizaba, es decir, aquel en que se vería obligada a contemplar el cuerpo sin vida de su amiga Étain.
Todavía no había superado la conmoción provocada por el asesinato de la abadesa. Étain había sido una buena amiga; no una amiga íntima, pero sí una amiga al fin y al cabo. Fidelma recordó los momentos que habían compartido tan sólo la tarde anterior, cuando Étain le confió que pensaba renunciar al abadiato de Kildare para contraer matrimonio y buscar así su propia felicidad. Frunció el ceño. ¿Con quién pensaba casarse? ¿Le sería posible encontrar a su prometido para referirle la trágica noticia? ¿Se trataba quizá de algún jefe Eoghanacht o de algún religioso que había conocido en Irlanda? De cualquier manera, ya tendría tiempo de averiguarlo de vuelta a Irlanda.
Realizó un par de inspiraciones profundas a fin de prepararse para entrar.
– Si no deseáis ver el cuerpo, hermana, puedo hacerlo yo por vos -propuso Eadulf con un tono de voz apaciguador, confundiendo sin duda su indecisión con la ansiedad provocada por la perspectiva de ver un cadáver. Eran las primeras palabras que el monje le dirigía.
Fidelma se encontró dividida entre dos reacciones. Por una parte la había sorprendido la fluidez con que el hermano hablaba irlandés y el hecho de que hubiese elegido su lengua para dirigirse a ella con su voz rica y grave. Por otra parte, se sentía irritada ante el tono ligeramente paternalista de su ofrecimiento, que revelaba cuál era su forma de pensar. Fue esta segunda la que se impuso a la primera y le proporcionó la fuerza que necesitaba.
– Étain era la abadesa de mi hogar en Kildare, hermano Eadulf -observó con voz firme-. Yo la conocía bien, y eso ha sido lo único que me ha llevado a detenerme, como habría hecho cualquier persona civilizada.
El monje se mordió el labio. «Una mujer irascible y de gran sensibilidad», pensó mientras observaba sus ojos, convertidos en dos llamas gemelas.
– Razón de más para ahorraros dicha tarea -dijo en tono tranquilizador-. Estoy versado en el arte de los apotecarios, pues estudié en vuestra renombrada escuela de medicina de Tuaim Brecain.
Pero sus palabras, lejos de calmarla, no hicieron más que aumentar su ira.
– Y yo soy dálaigh de los tribunales brehon -replicó con aire severo-. Supongo que no he de explicaros cuáles son las obligaciones que comporta dicho cargo.
Antes de que pudiese responder, la hermana ya había abierto la puerta del cubiculum. Las celdas estaban sumidas en la penumbra, a pesar de que fuera aún quedaba luz. Faltaban todavía dos horas para que oscureciese, pero el cielo gris ya empezaba a fundirse en un crepúsculo que hacía imposible verlo todo con detalle, pues la ventana que iluminaba el habitáculo se recortaba alta y estrecha en el oscuro muro de piedra.
– Buscad una lámpara, hermano -ordenó.
Eadulf vaciló un instante. No tenía costumbre de recibir órdenes de una mujer. Luego, tras encogerse de hombros, se volvió para hacerse con la lámpara de aceite que pendía de la pared para ser usada cuando oscureciera. Apenas le llevó tiempo encender la yesca y enderezar la mecha. Entonces, levantando la luz con un brazo, entró en la celda precedido de sor Fidelma.
El cadáver de la abadesa Étain no había sido movido. Se hallaba boca arriba, igual que había quedado cuando la encontró la muerte, sobre el catre de lana que hacía las veces de cama en la habitación. Los mechones de su cabello, largos y rubios como oro ensortijado, descansaban alrededor de su cabeza; sus ojos, abiertos de par en par, miraban al techo. Tenía la boca abierta, torcida en una mueca espantosa, y la sangre cubría la mitad inferior del rostro, el cuello y los hombros.
Apretando los labios, la hermana Fidelma dio un paso al frente y se obligó a mirar hacia abajo, evitando los fríos ojos abiertos de la muerte. Se arrodilló y murmuró una oración por la abadesa.
– Sancta Brigita intercedat pro amica mea… -susurró. Luego se inclinó hacia delante para cerrarle los ojos, al tiempo que recitaba la oración de los muertos-: Requiem aeternam dona ei Domine…
Cuando hubo acabado se volvió hacia su compañero, que había esperado cerca de la puerta.
– Puesto que tenemos que trabajar juntos, hermano -dijo fríamente-, deberíamos asegurarnos de que vemos las mismas cosas.
Eadulf se puso a su lado, manteniendo la lámpara en alto. Fidelma empezó a entonar de modo desapasionado:
– Tiene un corte dentado, casi una desgarradura, que va desde la oreja izquierda hasta el centro de la base del cuello, y otro corte llega al mismo sitio desde la oreja derecha, de manera que ambos forman algo parecido a una uve bajo la barbilla. ¿Estáis de acuerdo?
Eadulf asintió con un gesto pausado.
– Estoy de acuerdo, hermana. Se trata, obviamente, de dos cortes diferentes.
– Creo que no hay más heridas a la vista.