– Para infligir tales cortes, el atacante hubo de mantener la cabeza de la abadesa echada hacia atrás, posiblemente sujetándola del cabello, asestarle una puñalada rápida en el cuello hasta cerca de la oreja y volver a repetir la operación.
La hermana Fidelma pareció sumirse en sus pensamientos. Al cabo prosiguió:
– El cuchillo no estaba muy afilado. La carne está desgarrada más que cortada, lo que hace pensar en el agresor como una persona fuerte.
Fray Eadulf mostró una breve sonrisa.
– Podemos descartar, por tanto, a todas las hermanas como sospechosas.
Fidelma levantó una ceja con aire cínico.
– De momento, nadie está descartado. La fuerza, igual que la inteligencia, no es una cualidad exclusiva del hombre.
– Muy bien, pero estamos de acuerdo en que la abadesa debía de conocer a su atacante.
– ¿Cómo deducís eso?
– No hay ningún indicio de lucha. Echad un vistazo a la habitación: nada parece estar fuera de su sitio; nada está en desorden. Y observad que la toca de la abadesa aún está pulcramente colgada en el gancho dispuesto para la ropa. No hace falta que os recuerde que entre las hermanas está prohibido descubrirse ante un desconocido.
Fidelma tenía que admitir que el hermano era observador.
– Vuestra teoría, por tanto, es que la abadesa Étain se había quitado la toca antes de que el atacante entrara en la celda o inmediatamente después, y para vos eso implica que tenía suficiente confianza con él como para no volver a cubrirse la cabeza.
– En efecto.
– Sin embargo, cabe la posibilidad de que el agresor entrase en la celda antes de que ella pudiese conocer su identidad y que la asaltara sin darle tiempo para alcanzar la toca.
– Yo descartaría dicha posibilidad.
– ¿Por qué?
– Porque en ese caso no habrían faltado los signos de violencia. Si la abadesa hubiese sido sorprendida por la entrada de un extraño, habría intentado en primer lugar alcanzar la toca o luchar con el intruso; sin embargo, todo está limpio y ordenado, e incluso la ropa de cama está intacta. Lo único que rompe la paz de la celda es el cuerpo de la abadesa, atravesado en el lecho con la garganta cortada.
La hermana apretó los labios. Eadulf tenía razón; nada parecía escapar a su vista.
– Tiene lógica -acabó por admitir tras una breve reflexión-. Sin embargo, no es del todo concluyente. Prefiero mantener mis reservas acerca del hecho de que la abadesa conociese a su atacante, pero sin duda todo apunta a que tenéis razón vos. -Se volvió para dirigirle una mirada escrutadora-. Habéis dicho que sois médico, ¿no es así?
El hermano sacudió la cabeza.
– No. A pesar de haber estudiado en la facultad de medicina de Tuaim Brecain, como ya os he dicho, y poseer vastos conocimientos de dicha ciencia, no estoy cualificado en todas las artes de un médico.
– Ya. En ese caso, supongo que no tendréis nada que objetar si pedimos a la abadesa Hilda que se traslade el cuerpo de Étain al mortuarium para que sea debidamente examinado por el médico de la abadía por si existen otras heridas que hayamos pasado por alto.
– En efecto, no tengo ninguna objeción -confirmó Eadulf.
Fidelma meneó la cabeza en un gesto ausente.
– Dudo que podamos obtener más información de esta desdichada celda… -De pronto se detuvo y se inclinó hasta el suelo. Cuando, lentamente, se puso de nuevo en pie, llevaba algo en la mano: un mechón de cabello rubio.
– ¿Qué es eso? -preguntó Eadulf.
– La prueba que confirma vuestra teoría -fue la respuesta seca de sor Fidelma-. Habéis dicho que el agresor agarró por detrás el cabello de la abadesa con la intención de mantener su cuello hacia atrás mientras le cortaba la garganta. Por fuerza tuvo que arrancar un mechón de su cuero cabelludo, y aquí lo tenemos. Sin duda el atacante lo dejó caer antes de abandonar la celda.
Sor Fidelma quedó inmóvil mientras recorría detenidamente con la vista el pequeño habitáculo para no pasar por alto nada que pudiera ser de importancia o tener algún significado. De pronto, vio algo que le hizo sentir una curiosa punzada en lo hondo de su mente. Se dirigió a la mesilla de noche y, entre los escasos utensilios de aseo y posesiones personales, encontró un pequeño misal y el crucifijo de Étain, la única alhaja que había allí encima. Fidelma ya se había dado cuenta de que la abadesa aún llevaba en el dedo el anillo propio de su cargo. Sin embargo, no lograba sustraerse a la impresión de que faltaba algo.
– Me temo que no hay muchas pistas que puedan indicarnos la identidad del bellaco que buscamos, hermana Fidelma -observó Eadulf, interrumpiendo su reflexión-. Podemos descartar el robo y la codicia como móvil -añadió al tiempo que señalaba el crucifijo y el anillo.
– ¿Robo? -Reconocía que era el último móvil que le habría pasado por la cabeza-. Estamos en la casa de Dios.
– No sería la primera vez que un pordiosero o un ladrón entran en una iglesia -señaló el hermano-; pero no es el caso: no hay ninguna señal de que haya sido así.
– La escena de un delito es como un pergamino en el que el delincuente siempre deja una huella. Aquí debe de haber una, y es nuestro cometido saber verla e identificarla.
Eadulf le lanzó una mirada curiosa.
– La única huella que hay aquí es el cadáver de la abadesa -replicó con voz suave.
Fidelma le contestó con una mirada fulminante.
– Pero, como vos mismo habéis admitido, no deja de ser una señal que hemos de interpretar.
El hermano se mordió el labio: la reprimenda de Fidelma había dado en el blanco. Se preguntó si la monja irlandesa sería siempre tan cortante o se trataba sólo de una reacción ante él. El día anterior, cuando habían chocado accidentalmente en el claustro, podría haber jurado que entre ambos se abrió un resquicio de entendimiento, de empatía, y que se produjo algo que podría compararse a una reacción alquímica. Y, sin embargo, un día después daba la impresión de que tal encuentro nunca se había producido, y de que aquella mujer se comportaba como una desconocida hostil.
En realidad, no tenía por qué extrañarse de tal hostilidad. Al fin y al cabo, ella era devota de la doctrina de Columba, mientras que él, como hacía evidente su corona spinea, pertenecía a los seguidores de Roma. Hasta el observador más insensible se daría cuenta de la mutua hostilidad que se profesaban los representantes de ambas facciones.
Sus pensamientos se vieron interrumpidos por un golpe de tos sonoro y áspero procedente de la puerta de la celda. Ambos se volvieron a un tiempo, y sus miradas se encontraron con una anciana religiosa que esperaba en el umbral.
– Pax vobiscum -saludó-. ¿Sois vos Fidelma de Kildare?
La aludida asintió.
– Yo soy la hermana Athelswith, domina de la domus hospitalis de Streoneshalh. -Tenía los ojos fijos en Fidelma, en un claro esfuerzo por no posarlos en el catre en que yacía Étain-. La abadesa Hilda cree que quizá deseéis hablar conmigo, pues estoy al cargo de todo lo relacionado con el alojamiento de nuestros hermanos mientras dure el sínodo.
– Excelente. -La intromisión del hermano Eadulf provocó una nueva mirada de desagrado por parte de Fidelma-. Sois precisamente la persona con quien deberíamos hablar…
– Pero no en este momento -interrumpió Fidelma irritada-. Antes, hermana Athelswith, nos gustaría que el médico de la abadía examinase el cadáver de nuestra desafortunada hermana tan pronto como le sea posible. Y desearíamos hablar con él en cuanto acabe con dicho examen.
Los ojos de sor Athelswith miraron nerviosos a Fidelma y luego a Eadulf, para acabar posándose de nuevo en la hermana.
– Muy bien -repuso de mala gana-. Se lo comunicaré enseguida al hermano Edgar, nuestro médico.
– En ese caso, nos encontraremos con vos en la puerta norte de la abadía en cuanto hayamos terminado.