Fidelma se alegró de ver que ambos coincidían en ese punto.
– He oído incluso que vuestro arzobispo de Canterbury, el sajón Deusdedit, defiende la tesis de que los esclavos que viven con buenas familias están mejor alimentados y gozan de mejor alojamiento que muchos trabajadores y patanes, y que la libertad de estos últimos es algo más bien relativo. Una opinión como ésa no podría darse entre los obispos de Irlanda, pues allí la esclavitud está proscrita por la ley.
– Sin embargo, sí que tomáis rehenes, y no los consideráis hombres libres -repuso. De pronto había sentido la necesidad de defender el sistema de esclavitud sajón, a pesar de no estar de acuerdo con él, por la simple razón de que él era sajón. No le gustaba la idea de que un extranjero pudiese adoptar una posición tan superior y crítica.
Un sentimiento de rabia hizo que la hermana se ruborizara.
– Vos habéis estudiado en Irlanda, fray Eadulf; conocéis nuestro sistema y sabéis que no tenemos esclavos. Aquellos que infringen nuestras leyes pueden verse desposeídos de sus derechos durante períodos más o menos largos, pero en ningún momento se les excluye de nuestra sociedad. Se les obliga a que contribuyan al bienestar del pueblo durante un tiempo determinado, que varía según el delito cometido. Algunos de esos «no libres» pueden trabajar su propia tierra y pagar sus impuestos. Los rehenes y prisioneros de guerra deben prestar dicha contribución a nuestra sociedad hasta que se considere pagado el tributo o el rescate. Sin embargo, como vos bien sabéis, Eadulf, incluso el más bajo de nuestros «no libres» es tratado como un ser pensante, un humano con derechos, y no como un mueble, que es como los sajones tratáis a vuestros esclavos.
El monje abrió la boca airadamente con la intención de responder con una defensa emocional del sistema, casi olvidando la condena que le dictaba su intelecto.
– ¡Hermano Eadulf! ¡Hermana Fidelma! -los interrumpió una voz jadeante.
Cuando se volvieron, Fidelma se sintió culpable de pronto al ver que la anciana hermana Athelswith intentaba alcanzarlos.
– Creí que me habíais dicho que os hallaría en la puerta norte -se quejó casi sin resuello.
– Lo siento -se disculpó Fidelma-. Nos hemos distraído con las vistas y sonidos del mercado.
Sor Athelswith hizo una mueca de indignación.
– Haríais bien en evitar esos antros de depravación, hermana; aunque, siendo extranjera, se puede entender que nuestros mercados northumbrios os despierten curiosidad.
Dicho esto, se dio la vuelta y los guió con el fin de salir de los terrenos de la abadía que se habían cedido para colocar los tenderetes y puestos del mercado y dirigirse al este a lo largo de la cima de los oscuros acantilados que dominaban el puerto de Witebia. El sol, que ya estaba bajo en el oeste, hacía que sus sombras se alargasen ante ellos mientras caminaban.
– Sor Athelswith… -empezó a decir Fidelma, pero la domina de los huéspedes la interrumpió aún jadeante:
– He visto al hermano Edgar, nuestro médico. En una hora tendrá lista la autopsia.
– Bien -aprobó el hermano Eadulf-. Dudo que haya mucho que añadir a lo que ya sabemos, pero sin duda es mejor que el cadáver sea examinado en profundidad.
– En calidad de encargada del alojamiento -siguió diciendo Fidelma-, ¿qué criterios seguís para asignar los cubicula a los visitantes?
– Muchos de los invitados han plantado sus tiendas alrededor de nuestra residencia, y el debate cuenta con tantos asistentes que nuestros dormitorios se han llenado por completo. Los cubicula están reservados para los invitados especiales.
– ¿Asignasteis vos a la abadesa Étain su celda?
– En efecto.
– ¿En qué os basasteis para hacerlo?
La hermana Athelswith arrugó el entrecejo.
– No os entiendo.
– Quiero decir que si se le asignó dicho cubiculum por alguna razón especial.
– No. Las cámaras de los invitados se fueron repartiendo según el rango de cada uno.
– Entiendo. En ese caso, ¿a quién corresponden las celdas situadas a ambos lados de la que ocupaba la abadesa?
A la hermana Athelswith no le fue difícil contestar:
– A la madre Abbe de Coldingham y al obispo Agilbert, el franco.
– Una firme defensora de la Iglesia de Columba a un lado -interrumpió el hermano Eadulf-, y al otro, un seguidor igual de firme de la de Roma.
Fidelma levantó una ceja y le lanzó una mirada interrogativa, a la que el monje respondió encogiéndose de hombros con aire indiferente.
– Sólo lo pongo de relieve, hermana Fidelma, por si estáis buscando un culpable romano.
Fidelma se mordió el labio indignada.
– Yo sólo busco la verdad, hermano. -Se volvió hacia la perpleja hermana Athelswith y prosiguió-: ¿Hay algún tipo de control sobre quién visita los cubicula de los invitados, o cualquiera puede entrar y salir del recinto cuando le plazca?
La hermana Athelswith levantó los hombros y los dejó caer de manera expresiva.
– ¿Qué sentido tendría vigilar a los visitantes? La gente es libre de moverse por donde quiera en la casa de Dios.
– ¿Sea hombre o mujer?
– Streoneshalh es una residencia mixta, donde hombres y mujeres pueden visitar cualquier cubiculum cuando les apetezca.
– Así que no hay manera alguna de saber quién ha visitado a la abadesa Étain.
– Hoy sólo tengo noticia de que haya recibido a siete personas -repuso satisfecha la hermana Athelswith.
Sor Fidelma hizo cuanto pudo por dominar su irritación.
– ¿Y cuáles han sido? -inquirió.
– Por la mañana han ido a verla el hermano Taran, el picto, y la hermana Gwid, su secretaria. Luego, hacia el mediodía, llegaron juntos la abadesa Hilda y el obispo Colmán. Más tarde se presentó un pordiosero (compatriota vuestro, hermana) que exigió verla. Causó tal escándalo que tuvieron que expulsarlo; de hecho, ayer por la mañana la abadesa Hilda ya había ordenado azotarlo por alterar la paz de esta casa.
Se detuvo.
– Habéis dicho que los visitantes fueron siete -observó Fidelma con voz suave, animándola a continuar.
– Sí, faltan los hermanos Seaxwulf y Agatho. El primero es el secretario de Wilfrid de Ripon.
– ¿Y quién es Agatho?
Fue Eadulf quien respondió la pregunta:
– Es un sacerdote al servicio del abad de Icanho. Según me han informado esta mañana, se trata de un personaje algo excéntrico.
– ¿Entonces pertenece a los seguidores de Roma?
Eadulf asintió con un brusco movimiento de cabeza.
– ¿Podéis calcular de manera aproximada el momento en el que estuvo con la abadesa cada uno de esos visitantes? Por ejemplo, ¿quién fue el último en verla?
La hermana Athelswith se acarició la nariz como si esto la ayudase a hacer memoria.
– La hermana Gwid llegó temprano. Lo recuerdo bien, porque en la puerta del cubiculum mantuvieron una discusión algo acalorada. Me crucé con ella en el pasillo en el momento en que rompía a llorar y salía corriendo hacia su dormitorium. Es una joven bastante impulsiva. Imagino que la abadesa tendría motivo para reprenderla. Entonces fue a verla el hermano Taran. La abadesa Hilda y el obispo Colmán llegaron juntos, como ya he dicho, y la acompañaron al refectorio cuando la campana anunció el prandium. El mendigo apareció después del almuerzo. Y no logro recordar si la visita del hermano Seaxwulf fue anterior o posterior a la comida de mediodía. El último visitante que tengo en mente es el sacerdote Agatho, que se presentó a primera hora de la tarde.