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Fidelma había seguido la relación de Athelswith con cierto regocijo, causado por el carácter entrometido de la anciana, que parecía tomar buena nota de quién visitaba a los invitados y por qué.

– Por tanto podemos afirmar que, hasta donde vos sabéis, el tal Agatho fue la última persona en ver con vida a la abadesa Étain ¿no es así?

– Si es que no recibió otras visitas ese día, claro -se apresuró a responder Eadulf con cierto tono defensivo.

Fidelma sonrió ligeramente.

– En efecto.

Sor Athelswith miró a uno y a otra con aire triste.

– Después del hermano Agatho no he visto a más visitantes -observó con firmeza.

– ¿Y estáis en situación de verlos a todos? -preguntó Eadulf.

– Sólo cuando me encuentro en mi officina -repuso, ligeramente ruborizada-. Tengo mucho que hacer, pues el cargo de domina del alojamiento de los invitados entraña grandes responsabilidades. Normalmente ofrecemos nuestra hospitalidad a unos cuarenta peregrinos a la vez. Cuento con un hermano y tres hermanas que me ayudan en el desempeño de las labores. Debemos limpiar los dormitoria y los cubicula, hacer las camas y asegurarnos de que están cubiertas todas las necesidades de los huéspedes importantes. Así que no es raro que me encuentre en la zona de alojamiento para cerciorarme de que todo se está haciendo correctamente, y cuando estoy en mi officina no puedo evitar observar a todo el que pasa por las habitaciones de los invitados.

– Y esa costumbre nos será de gran ayuda -aseguró Fidelma con una sonrisa tranquilizadora.

– ¿Podríais dar vuestra palabra -presionó Eadulf en tono un tanto agresivo- de que nadie más visitó a la abadesa antes de que se descubriera su cadáver?

La hermana Athelswith levantó la barbilla en un gesto obstinado.

– Por supuesto que no. Como ya os he dicho, aquí somos libres de entrar donde nos plazca en cualquier momento. Yo sólo puedo asegurar que las personas que os he nombrado entraron en el cubiculum.

– ¿Cuándo se descubrió el cadáver y quién lo vio primero?

– Yo misma lo descubrí, a las cinco y media de esta tarde.

Fidelma hizo patente su sorpresa:

– ¿Cómo podéis saberlo con tal exactitud?

– Una de las labores de la domina de la domus hospitalis de Streoneshalh -respondió henchida de orgullo- es la de llevar el cómputo de las horas. Debo asegurarme de que nuestra clepsidra funcione perfectamente.

Fray Eadulf estaba desconcertado.

– ¿Vuestra… qué?

– Clepsidra. Es una palabra griega -explicó Fidelma, dejando que su voz adoptase un tono paternalista.

– Uno de nuestros hermanos la trajo de Oriente -añadió satisfecha la encargada del alojamiento-. Se trata de un ingenio que mide el tiempo mediante agua que cae de manera paulatina.

– ¿Y cómo os fijasteis exactamente en la hora en que se encontró el cadáver?

– Acababa de comprobar el funcionamiento de la clepsidra cuando vino un mensajero procedente del sacrarium a informarme de que la asamblea había comenzado y la abadesa de Kildare no había comparecido. Entonces fui a avisarla, y cuando la encontré muerta envié al mensajero a buscar a la abadesa Hilda. Según la clepsidra, faltaba aún media hora para que la campana anunciase el ángelus de la tarde *. Como encargada del cómputo de las horas, también debo supervisar el funcionamiento de la campana.

– Desde luego coincide con el momento en que llegó el mensajero a la asamblea para informar a la abadesa Hilda -confirmó Eadulf.

– Yo también estaba allí -repuso Fidelma mostrando su conformidad-. Y vos, hermana Athelswith, ¿no tocasteis nada? ¿Se halla la celda de Étain exactamente igual a como la encontrasteis?

La domina asintió con un movimiento vehemente de cabeza.

– No he movido nada.

La hermana Fidelma se mordió un labio mientras reflexionaba.

– Bueno, las sombras se están alargando. Creo que deberíamos desandar el camino y regresar a la abadía -dijo tras una pausa-. Nuestro próximo paso debería ser buscar a ese sacerdote, Agatho, y ver qué tiene que decirnos.

En la penumbra surgió una figura que corría hacia ellos desde las puertas de la abadía. Era uno de los hermanos, un joven fornido de cara redonda y pálida como la luna.

– Ah, hermanos, la abadesa Hilda me ha enviado a buscaros lo antes posible.

Se detuvo un instante con el fin de recuperar el aliento.

– ¿Qué sucede? -preguntó Fidelma.

– Debo deciros que ha sido descubierto el asesino de la abadesa Étain; en estos momentos se halla en la abadía, encerrado a cal y canto.

Capítulo VIII

Fidelma entró en la estancia de la abadesa Hilda seguida de cerca por Eadulf. La abadesa se hallaba sentada y tenía delante, de pie, a un joven alto y rubio con una cicatriz en la cara. Fidelma reconoció de inmediato al hombre que el hermano Taran había identificado en el sacrarium como el hijo mayor de Oswio, de nombre Alhfrith. Lo primero que pensó al verlo de cerca fue que la cicatriz encajaba con su aspecto, ya que sus rasgos, si bien no carecían de atractivo, daban una indefinible impresión de crueldad, que quizá se debiera a sus labios delgados y burlones y a sus ojos azules, fríos y carentes de vida como si fuesen los de un cadáver.

– Os presento a Alhfrith de Deira -dijo la abadesa.

El hermano Eadulf se inclinó inmediatamente en una profunda reverencia, como era costumbre entre los sajones cuando se hallaban ante un príncipe, pero Fidelma permaneció erguida, y se limitó a esbozar una ligera inclinación de cabeza en señal de respetuoso reconocimiento. Sus reverencias nunca iban más allá de ese gesto cuando tenía enfrente a un rey provincial de Irlanda, puesto que su posición le daba derecho a hablar de igual a igual con los reyes, incluido el mismo rey supremo.

Alhfrith, hijo de Oswio, le dirigió una breve mirada vacía de todo interés, tras lo cual se dirigió al hermano Eadulf en sajón. Fidelma tenía algunas nociones del idioma, pero Alhfrith hablaba tan rápido y con un acento tan cerrado que no pudo entender una palabra. Levantó la mano para interrumpir al heredero forzoso de Northumbria.

– Nos entenderemos mejor -observó en latín- si todos usamos una lengua común. De no ser así, y puesto que yo no entiendo el sajón, Eadulf, tendréis que hacer de intérprete.

Alhfrith se detuvo y dejó escapar un gruñido para expresar su enojo ante la interrupción. La abadesa reprimió una sonrisa.

– Puesto que Alhfrith no habla latín, sugiero que empleemos el irlandés, lengua que todos conocemos -repuso Fidelma en dicho idioma.

Alhfrith se volvió hacia la hermana con expresión ceñuda.

– Tengo algunas nociones de irlandés, lengua que me enseñaron los monjes de Columba cuando trajeron el cristianismo a estas tierras. Si no entendéis el sajón, hablaré en vuestra lengua. -Sus palabras surgían lentas y con un acento muy marcado, pero en general su pronunciación era aceptable.

Fidelma lo invitó a continuar con un gesto de la mano, pero volvió a sentirse indignada cuando el príncipe siguió dirigiéndose a Eadulf.

– No hay ninguna necesidad de que prosigáis con vuestra investigación. Hemos apresado al culpable.

El hermano estaba a punto de responder cuando la hermana Fidelma espetó:

– ¿Podemos saber de quién se trata?

Alhfrith parpadeó sorprendido. Las mujeres sajonas sabían cuál era su lugar; sin embargo, conocía el descaro de las irlandesas, y había aprendido de su madrastra, Fín, algo acerca de la arrogancia que las movía a sentirse iguales a los hombres. Se tragó la respuesta cortante que había asomado a sus labios y miró a Fidelma con ojos afilados.

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* En realidad, la oración del ángelus fue introducida, al igual que el rosario, por el papa Juan XXII (1245-1334). Sin duda, el autor se permite esta licencia con la intención de establecer un elemento vertebrador del relato. (N. del T.)