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– Por supuesto: se trata de un pordiosero irlandés, un tal Canna, hijo de Canna.

Fidelma levantó una ceja interrogativa.

– ¿Cómo ha sido descubierto?

El hermano Eadulf se sentía incómodo con el tono desafiante de la voz de su compañera. Estaba acostumbrado al comportamiento de que hacían gala las irlandesas en su tierra, pero no acababa de asimilar que mantuviesen dicha actitud entre su propia gente.

– Ha sido fácil -respondió Alhfrith fríamente-. El hombre iba de un lado a otro prediciendo el día y el momento de la muerte de la abadesa Étain. O es un grandísimo brujo o es el asesino. Como rey devoto de la doctrina de Roma -observó vehemente-, no creo en la brujería. Por tanto, sólo hay una explicación para que ese vagabundo pudiese augurar el día y el momento de la muerte de la abadesa: él es quien ha perpetrado el crimen.

Eadulf asintió lentamente con la cabeza ante el razonamiento, pero Fidelma se limitó a dedicar una sonrisa escéptica al príncipe sajón.

– ¿Hay testigos que puedan afirmar que el detenido predijo la hora exacta y la forma en que moriría la abadesa Étain?

Alhfrith señaló a la abadesa Hilda con un gesto algo teatral.

– Hay un testigo, que además está fuera de toda duda.

La hermana Fidelma miró con gesto inquisitivo a la abadesa, que, sorprendida, se ruborizó ligeramente.

– En efecto, ayer por la mañana trajeron a mi presencia a ese pordiosero, que predijo que hoy tendría lugar un derramamiento de sangre.

– ¿Con qué exactitud lo predijo?

Alhfrith exhaló un suspiro irritado al tiempo que Hilda sacudía la cabeza.

– En realidad, todo lo que dijo fue que correría la sangre el día que el sol desapareciese del cielo. Un hermano de gran erudición me ha informado de que ese fenómeno se produjo esta misma tarde al pasar la luna entre nosotros y el sol.

La expresión de sor Fidelma se tornó aún más escéptica.

– ¿Pero nombró a la abadesa Étain y señaló la hora exacta? -insistió.

– A mí no… -empezó a decir Hilda.

– Pero hay otros testigos dispuestos a jurar que lo hizo -interrumpió Alhfrith-. ¿Por qué perdemos el tiempo? ¿Acaso dudáis de mi palabra?

La hermana Fidelma desarmó al sajón con una sonrisa, que sólo una mirada muy perspicaz podría haber determinado hasta qué punto era falsa.

– Vuestra palabra no es ninguna prueba desde el punto de vista legal, Alhfrith de Deira. Incluso bajo la ley sajona es necesaria la existencia de una prueba directa del delito: las habladurías y las conjeturas no bastan. Según parece, vos sólo estáis refiriendo lo que otros os han contado, pues no habéis oído esas palabras de boca del mendigo.

El rostro de Alhfrith se puso rojo por la humillación. De pronto, el hermano Eadulf rompió su silencio.

– Sor Fidelma está en lo cierto. No se está cuestionando vuestra palabra, ya que no sois un testigo y por tanto no podéis declarar lo que dijo ese hombre.

Fidelma disimuló la sorpresa que le había causado el verse respaldada por el monje sajón. De nuevo se dirigió a la abadesa Hilda:

– No hay nada que altere la orden que se nos ha dado de investigar este crimen, madre abadesa. La única diferencia radica en que ahora tenemos un sospechoso, ¿no es cierto?

La abadesa se mostró de acuerdo, aunque parecía ponerla nerviosa llevar la contraria en público a su joven pariente. Alhfrith bufó irritado.

– Es una pérdida de tiempo. La irlandesa ha sido asesinada por uno de sus compatriotas, y cuanto antes se haga pública la noticia, mejor. Al menos acallará los rumores y las injustas acusaciones que afirman que el asesino pertenece a la facción romana y pretendía impedir que la abadesa hablara en el debate.

– Si ésa es la verdad, se hará pública como deseáis -le aseguró Fidelma-. Pero aún debemos discernir si en realidad lo es.

– Quizá vos podríais decirnos -se apresuró a decir Eadulf mientras el príncipe sajón arrugaba el ceño- quién puede testificar contra el mendigo y cómo se ha llevado a cabo la detención de este último.

Alhfrith se mostró dubitativo.

– Uno de mis jefes, de nombre Wulfric, oyó por casualidad al pordiosero alardeando en el mercado de que había predicho la muerte de Étain. Encontró a tres personas que jurarán haber oído el anuncio del mendigo antes de que se descubriera la muerte de la abadesa. Ahora está vigilando al prisionero, en espera de que sea enviado a la hoguera por haber osado burlarse de las leyes divinas al arrogarse la facultad de la precognición omnisciente.

Fidelma miró a Alhfrith de Deira a los ojos.

– Habéis condenado a un hombre antes de que sea escuchado.

– ¡Ya he oído todo lo que tenía que decir y lo he condenado a morir en la hoguera! -espetó el príncipe.

La hermana Fidelma abrió la boca con la intención de protestar, pero Eadulf se le adelantó.

– Ha actuado de acuerdo con nuestra ley y nuestras costumbres, Fidelma -afirmó apresuradamente.

La mirada de la hermana era fría como el hielo.

– Pero Wulfric… -Tomó aire despacio-. Tuve la oportunidad de conocerlo cuando me dirigía a esta casa. Se trata del mismo Wulfric, jefe de clan de Frihop, que ahorcó a un hermano de Columba en un árbol del camino sólo por placer. Sin duda sería un buen testigo contra cualquiera de nuestra nación y nuestra fe.

Los ojos de Alhfrith se hicieron más grandes al tiempo que abría la boca, aunque no logró articular sonido alguno mientras luchaba con la indignación que le había provocado el atrevimiento de la hermana. La abadesa Hilda se había levantado de su silla, dando muestras de evidente nerviosismo. Incluso fray Eadulf se hallaba asombrado.

– ¡Sor Fidelma! -Hilda fue la primera en recuperarse de la sorpresa, y hablaba con tono severo-. Soy consciente de la aflicción que os produjo la visión del hermano Aelfric de Lindisfarne, pero, como ya os he informado, el asunto se encuentra en fase de investigación.

– Así es -repuso bruscamente-. Y la investigación se basa en la credibilidad del testimonio de Wulfric. El jefe de clan de Frihop no es un testigo fiable por lo que respecta a este caso. Habéis hablado de tres más. ¿Son imparciales, o están amenazados o sobornados por ese jefe de clan?

La intencionalidad de la pregunta hizo mella en Alhfrith, cuyos rasgos se tensaron por la ira.

– No pienso quedarme aquí para ser insultado por una… mujer, sea cual sea su rango -espetó-. Si no estuviese bajo la protección de mi padre, la haría azotar por tal insolencia. Y por lo que a mí respecta, el mendigo será quemado en la hoguera mañana al amanecer.

– ¿Tanto si es culpable como si no? -replicó Fidelma acalorada.

– Es culpable.

– Alteza. -La voz pausada de Eadulf hizo detenerse al reyezuelo de Deira cuando ya iba camino de la puerta-. Alteza, puede que, tal como decís vos, el vagabundo sea culpable; de cualquier manera, nadie debe impedir que prosigamos con la investigación, porque hay demasiadas cosas en juego. Nuestras órdenes vienen directamente del rey, vuestro padre. Los ojos de toda la cristiandad están puestos en esta pequeña abadía de Witebia, y tenemos mucho que perder. Es necesario encontrar al asesino y demostrar su culpabilidad más allá de toda duda, o podría desencadenarse una guerra capaz de arrasar el reino. En ese caso, no sólo Northumbria se oscurecería bajo el ala sangrienta del cuervo. Hemos hecho un juramento y debemos obedecer al rey, vuestro padre.

El monje recalcó esta última frase. Alhfrith, inmóvil, lo miró y desvió la vista hacia la abadesa Hilda, ignorando a propósito a la hermana Fidelma.

– Tenéis tiempo hasta el alba de demostrar la completa inocencia del mendigo; en caso contrario, morirá en la hoguera. Y tened cuidado con esa mujer. -Señaló con un gesto a Fidelma, aunque no se dignó mirarla-. Hay un límite que no estoy dispuesto a traspasar.

La puerta se cerró de golpe tras la alta figura del hijo de Oswio. Entonces la abadesa Hilda lanzó una mirada de reproche a Fidelma.