– Hermana, parece que olvidáis que ya no estáis en vuestro país, y que aquí las costumbres y las leyes son diferentes.
La religiosa inclinó la cabeza.
– Haré lo posible por recordarlo, y espero que el hermano Eadulf me ofrezca su consejo cuando me equivoque. No obstante, no me mueve otro objeto que el de llegar a la verdad de este caso, y la verdad merece más respeto que los príncipes.
La abadesa exhaló un profundo suspiro.
– Informaré al rey Oswio de lo sucedido. Mientras tanto, podéis continuar con la investigación; pero tened siempre presente que Alhfrith es el rey de Deira, la provincia a la que pertenece esta abadía, y que la palabra de un rey es ley.
Una vez en el pasillo, el hermano Eadulf se detuvo y sonrió con cierta admiración a Fidelma.
– La abadesa Hilda tiene razón, hermana: no haréis grandes progresos con nuestros príncipes mientras no reconozcáis su posición. Ya sé que en Irlanda no es así, pero ahora os halláis en Northumbria. En todo caso, habéis dado al joven Alhfrith algo sobre lo que pensar. Parece una persona vengativa, así que deberíais andaros con cuidado.
Fidelma se encontró devolviéndole la sonrisa.
– Habréis de advertirme cuando cometa algún error, hermano Eadulf. Debe de ser difícil sentir aprecio por Alhfrith.
– Los reyes y los príncipes no ocupan sus tronos precisamente para ser apreciados -contestó-. ¿Qué pensáis hacer ahora?
– Ir a ver al pordiosero -respondió sin pensárselo dos veces-. ¿Vos iréis a ver qué tiene que decirnos Edgar, el médico, acerca de la autopsia, o preferís acompañarme?
– Quizá necesitéis mi ayuda. -Estaba hablando muy en serio-. No me fío de Alhfrith.
Por el camino se encontraron con la hermana Athelswith, que los informó de que el hermano Edgar ya había examinado el cadáver, sin encontrar nada que ellos ya no hubiesen visto, tras lo cual habían conducido el cuerpo a las catacumbas de la abadía, donde había recibido sepultura.
Fue precisamente la hermana Athelswith quien los llevó a través de la abadía hasta el hypogeum, término que empleó para referirse a los amplios sótanos del edificio. Una escalera de caracol de piedra los llevó a una zona del mismo material, a unos seis metros por debajo de la planta principal, plagada de pasadizos en todas direcciones que desembocaban en cámaras de aspecto cavernoso y altos techos abovedados. En lo alto de la escalera, la hermana se había detenido a encender una lámpara de aceite, que usó para guiarlos a través del laberinto de húmedos pasadizos hasta llegar a la cripta. Allí yacían los restos de los que habían muerto en la abadía, en una hilera de sarcófagos de piedra. El aire estaba impregnado del inefable olor de la muerte.
La hermana Athelswith los precedía a través de las vetustas catacumbas, con cierta premura, cuando el eco de un gemido la dejó paralizada. La mano con que sostenía la lámpara empezó a temblar de forma violenta, e inmediatamente hizo una genuflexión precipitada. La hermana Fidelma apoyó una mano en el brazo de la inquieta domina.
– Es sólo alguien que solloza -afirmó con el fin de tranquilizarla.
Levantando la lámpara, la hermana Athelswith siguió adelante. Era evidente que los sollozos provenían de un lugar muy cercano. Al final de la cripta había una pequeña oquedad iluminada por la luz de dos velas, donde había sido trasladado el cuerpo de la abadesa Étain para recibir sepultura. Yacía con las vestiduras funerarias sobre una losa de piedra; las velas ardían a ambos lados de su cabeza. A los pies de las andas se hallaba una monja postrada de rodillas ante la difunta. Era la hermana Gwid. Se incorporó, sin dejar de sollozar, y gritó, al tiempo que golpeaba el suelo:
– Domine, miserere peccatrice!
La hermana Athelswith hizo ademán de acercarse, pero sor Fidelma se lo impidió.
– Dejémosla a solas con su dolor.
La domina inclinó la cabeza en señal de sumisión antes de desandar el camino.
– La pobre hermana se encuentra profundamente turbada. Parece que le tenía mucho apego a la abadesa -observó según caminaba.
– Cada uno tiene una forma diferente de enfrentarse al dolor -repuso Fidelma.
Más allá de las catacumbas había una serie de despensas, y tras éstas, la apotheca, una bodega llena de enormes barriles de vino importado del reino franco, la Galia e Iberia. Fidelma se detuvo y comenzó a olisquear: a pesar del fuerte olor de los vinos, podía apreciar otro, agridulce, que parecía impregnar la cámara subterránea; un curioso aroma que hizo que arrugase el rostro asqueada.
– Nos hallamos bajo las cocinas de la abadía, hermana -dijo Athelswith a modo de disculpa-, y muchos de los olores se filtran e impregnan toda esta zona.
Fidelma no hizo ningún comentario, pero incitó a la domina a que siguiese caminando. Un poco más adelante encontraron un conjunto de celdas que, según dijo la hermana Athelswith, solían usarse para almacenar provisiones, pero que en casos extremos servían también para encerrar a los granujas. Se habían dispuesto algunas teas para iluminar aquellas cámaras subterráneas grises y frías.
Bajo la luz mortecina, dos hombres jugaban a los dados. Cuando la hermana Athelswith anunció su presencia en un sajón brusco y autoritario, ambos se pusieron de pie refunfuñando, y uno de ellos tomó la llave que colgaba del gancho que había al lado de una puerta de roble macizo. La hermana Athelswith, que había cumplido con su tarea, se dio la vuelta y desapareció en la penumbra.
El que había cogido la llave se la estaba alargando a Eadulf cuando de pronto desvió su mirada hacia Fidelma y dijo con una sonrisa obscena algo que pareció divertido a su compañero. Eadulf se dirigió a ellos en tono desabrido, tras lo cual los dos hombres se encogieron de hombros, y el primero lanzó la llave sobre la mesa. Las leves nociones que tenía Fidelma de la lengua sajona le permitieron saber que el monje estaba preguntando por la identidad de los dos testigos que había contra el condenado. El primer soldado pronunció entre gruñidos algunos nombres, entre los que se hallaba el de Wulfric de Frihop. Dicho esto, ambos volvieron a sumergirse en su partida de dados, ignorando por completo a los dos religiosos.
– ¿Qué ha dicho? -susurró Fidelma.
– Le he preguntado por los testigos.
– Eso lo he entendido, pero ¿qué ha sido lo que ha dicho antes?
Eadulf, azorado, se encogió de hombros y contestó de forma evasiva:
– No es más que un bocazas ignorante.
Fidelma prefirió no insistir, y se limitó a observar mientras el hermano abría el cerrojo.
Dentro de la celda diminuta no había luz alguna; sólo un olor fétido. En una esquina, sobre un lecho de paja, se hallaba un hombre sentado. Tenía la barba descuidada y el pelo largo; era evidente que había recibido un trato brutal, pues su cara estaba llena de magulladuras y sus harapos aparecían manchados de sangre.
Levantó sus hundidos ojos negros para mirar a Fidelma, y su garganta produjo un ruido semejante a una leve risita.
– ¡Bienvenidos seáis cien mil veces a esta casa! -Su voz intentaba resultar sarcástica y despreocupada, pero no pudo evitar un ligero gruñido que delataba su nerviosismo.
– ¿Vos sois Canna? -preguntó Fidelma.
– Canna, hijo de Canna, de Ard Macha -asintió el mendigo en un tono familiar-. ¿Voy a recibir los últimos sacramentos de la Iglesia?
– No estamos aquí para administraros ningún sacramento -repuso bruscamente el hermano Eadulf.
El pordiosero lo examinó por vez primera.
– ¿Entonces? Un monje sajón, devoto de Roma para más señas… Es inútil que me pidáis que confiese: yo no he matado a la abadesa Étain de Kildare.
Fidelma bajó la mirada y la dirigió a lo que quedaba de aquel hombre.