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En realidad, Eadulf había olvidado por completo la referencia de la domina a la visita que el vagabundo había hecho a la abadesa antes de su muerte. El que Fidelma hubiese notado la conexión de ambos hechos demostraba su inteligencia.

– Lo dudo. Siento un profundo respeto por el arte que él practica, porque en mi país se trata de una profesión antigua y honorable. Nadie podría hacer una lectura falsa de las estrellas con tanta precisión. Estoy convencida de que vio en las estrellas lo que afirma haber visto; lo que debemos preguntarnos es si llegó a especificar quién sería la víctima del asesinato que predijo. Recordad que, según Hilda, no fue nada preciso cuando la previno del derramamiento de sangre que se produciría en el momento del eclipse.

– Pero si Canna no sabía quién sería la víctima, ¿por qué advirtió precisamente a la abadesa Étain?

– Se está haciendo tarde, y si Alhfrith pretende quemar a ese hombre al amanecer no nos queda mucho tiempo. Busquemos a los testigos; así podremos interrogarlos e intentar colegir qué fue realmente lo que dijo Canna. Id vos en busca de los tres sajones y el señor de Frihop, yo volveré a hablar con la hermana Athelswith de la visita que Canna hizo a la abadesa Étain. Nos volveremos a encontrar a medianoche en la domus hospitalis.

La hermana Fidelma precedió a Eadulf en el camino de regreso del hypogeum. Tenía el convencimiento de que Canna estaba dispuesto a convertirse en víctima servicial de las llamas de los sajones, y no le cabía ninguna duda de que el pordiosero era inocente del asesinato de la abadesa. Sólo era culpable de vanidad, de una vanidad colosal, que lo había empujado a perseguir la inmortalidad mediante una gran predicción de la que hablarían irremisiblemente los cronistas venideros. Se sentía profundamente irritada con él, pues por impresionante que fuese su profecía, no hacía más que retrasar la búsqueda del verdadero culpable, el asesino de su amiga y superiora, Étain de Kildare. No era sino un estorbo para su cometido.

Se había dado cuenta de que había muchos en la gran asamblea que parecían temer las facultades de la abadesa Étain de Kildare como oradora, pero ¿era tanto el miedo como para intentar callarla de forma permanente? Había presenciado suficientes muestras de cólera entre las facciones de Roma y Columba para saber que el odio estaba bien arraigado, y quizá lo estuviese hasta el extremo de causar la muerte de Étain.

Capítulo IX

Cuando sor Fidelma llegó al claustro que daba a la domus hospitalis, la campana había empezado a llamar a la oración de medianoche. El hermano Eadulf ya se hallaba en la officina de la hermana Athelswith, con la cabeza inclinada ante su rosario y entonando el ángelus a la manera de Roma.

Angelus Domini nuntiavit Mariae

Et concepit de Spiritu Sancto.

El ángel del Señor se anunció a María, y concibió por obra y gracia del Espíritu Santo.

Fidelma esperó en silencio a que terminase sus plegarias, y cuando el hermano hubo dejado el rosario en su lugar, preguntó sin más preámbulos:

– ¿Qué?

El hermano apretó los labios.

– Parece que estáis en lo cierto: sólo Wulfric afirma haber oído a Canna pronunciar el nombre de la abadesa y el modo exacto de su muerte. De los otros tres, hay uno que dice haberse enterado a través de Wulfric; él ni siquiera oyó al pordiosero. Según el resto, la descripción de Canna era muy vaga, como ya sabemos por la abadesa Hilda. En resumen, contra el acusado sólo nos queda el testimonio de Wulfric.

Fidelma emitió un leve suspiro.

– Sor Athelswith afirma que vio a Canna prevenir a la madre Abbe y a otras religiosas de que se produciría un asesinato, por lo que parece seguro que no escogió a Étian. Esto me lo han confirmado dos de los hermanos a los que la hermana Athelswith llamó para que expulsasen a Canna del cubiculum de la abadesa. Al parecer, el acusado está plenamente decidido a sacrificar su vida a cambio de la fama inmortal. No es más que un estúpido vanidoso.

– ¿Qué podemos hacer?

– Creo que el único crimen que ha cometido Canna es el de la soberbia. Con todo, la idea de que sea ejecutado por eso es aborrecible. Debemos liberarlo enseguida, hacer que se encuentre lejos de aquí al amanecer.

Eadulf abrió unos ojos como platos.

– Pero… ¿y Alhfrith? Es el hijo de Oswio y, además, posee el gobierno de Deira.

– Y yo soy una dálaigh de los tribunales brehon -repuso Fidelma con tono enérgico- que actúa por orden de Oswio, rey de Northumbria. Asumo toda la responsabilidad. Por causa de Canna hemos perdido un tiempo precioso que podíamos haber dedicado a seguirle la pista al verdadero asesino de Étain.

Eadulf se mordió el labio.

– Es cierto, pero liberar a Canna… -empezó a decir.

Sin embargo, Fidelma ya se había dado la vuelta para dirigirse al hypogeum de la abadía. Su mente se hallaba ocupada en idear una forma de sacar a Canna de la celda sorteando a los dos guardias de la puerta. Mientras apretaba el paso para alcanzarla, Eadulf empezaba a percatarse de hasta dónde llegaba la determinación de la hermana. Al principio le habían engañado su juventud y la atractiva dulzura que había adivinado en ella, pero acababa de darse cuenta de que podía llegar a ser una mujer intrépida.

Al llegar no pudieron menos de convencerse de que la suerte estaba de su lado, pues los dos guardias se hallaban profundamente dormidos. La proximidad de la apotheca había resultado ser una tentación demasiado poderosa, y habían acabado por ingerir una cantidad generosa de vino. Repantigados sobre la mesa, celebraban su melopea con grandes ronquidos. Las jarras vacías yacían al lado de sus manos flojas. Fidelma mostró una sonrisa triunfal mientras se hacía con la llave de uno de los guardas sin ninguna dificultad, tras lo cual se volvió a Eadulf, que no ocultaba su preocupación.

– Si no queréis tomar parte en lo que voy a hacer, lo mejor será que os vayáis.

El hermano sacudió la cabeza, aunque no parecía muy convencido.

– Este asunto nos atañe a ambos.

– El brujo, Canna, se ha escapado -anunció Alhfrith-. Ha burlado la vigilancia.

Sor Fidelma y fray Eadulf habían sido llamados de nuevo al aposento de la abadesa Hilda una vez concluido el ientaculum, la ruptura matutina del ayuno. Hilda se hallaba sentada con aspecto demacrado, mientras que Alhfrith paseaba con aire inquieto junto a la ventana. Oswio también estaba allí, arrellanado en una silla frente a las ascuas de la chimenea, y miraba con gesto malhumorado la turba humeante.

Alhfrith había formulado aquella acusación implícita en el preciso instante en que habían entrado los dos religiosos; no obstante, la hermana Fidelma pareció no inmutarse.

– No se ha escapado: yo lo he dejado marchar, pues no había cometido crimen alguno.

El reyezuelo de Deira, atónito, dejó caer la mandíbula. Sin duda estaba preparado para cualquier contestación menos para ésa. El mismo Oswio abrió desmesuradamente los ojos y los apartó del fuego para mirarla completamente pasmado.

– ¿Habéis osado dejarlo escapar? -La voz de Alhfrith sonaba como el rugir del trueno que, aún distante, anuncia el estallido del momento más crudo de la tormenta.

– ¿Osar? Soy una dálaigh y poseo el grado de anruth. Si creo en la inocencia de una persona estoy capacitada para dejarla en libertad.

Oswio se golpeó el muslo al tiempo que soltaba una sonora carcajada, haciendo gala de un sincero buen humor.