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– ¡Por las llagas de Cristo, Alhfrith! Está en su derecho.

– ¡No lo está! -espetó su hijo-. No tiene ninguna potestad para aplicar en nuestro reino las leyes de su país. Nadie más que yo podía ordenar que liberasen al pordiosero, y recibirá su justo castigo por tal comportamiento. ¡Guardias!

Con la velocidad de un rayo, la expresión de Oswio pasó del regocijo a la cólera.

– ¡Alhfrith! Me temo que olvidáis que soy vuestro monarca además de vuestro padre. Si gobernáis esta provincia es bajo mi patrocinio. Por tanto, soy yo quien administra la ley en ella, y decido quién merece ser castigado y quién no. La hermana Fidelma está ejerciendo su labor en este reino a petición mía.

El rostro de vulpeja de Wulfric había irrumpido en la estancia en respuesta a la llamada de Alhfrith, pero Oswio le ordenó que volviese a salir con un gesto salvaje. El moreno jefe de clan lanzó una mirada a Alhfrith en busca de su consentimiento, pero al ver el rostro mortificado y rojo de su señor no tardó en abandonar la sala. La expresión del hijo de Oswio era la viva imagen de la furia reprimida. Toda la sangre parecía haberle subido a la cara, cuyo color encendido sólo se veía alterado por el pálido verdugón en que se había tornado la cicatriz violácea de su mejilla.

Eadulf cargaba el peso de su cuerpo de un pie a otro, haciendo evidente que se sentía incómodo.

– Si alguien tiene la culpa y merece por tanto su castigo -dijo, hablando por primera vez desde que habían entrado en la estancia-, ése soy yo. Asumo la responsabilidad. Yo me mostré de acuerdo con sor Fidelma en lo tocante a la inocencia del astrólogo, y respaldé su decisión de otorgarle la libertad para ahorrarle un final innecesario e injusto en la hoguera.

Fidelma abrió los ojos sorprendida y los posó brevemente en el monje en señal de gratitud. No esperaba que declarase su apoyo de manera tan firme. Alhfrith, por su parte, parecía tener problemas para respirar con normalidad.

– ¿Deseáis que se os castigue? -preguntó Oswio con una risita, volviéndose hacia el sajón.

– No, señor. Sólo digo que soy igualmente responsable de la liberación del mendigo.

Oswio meneó la cabeza divertido antes de mirar de nuevo a Fidelma. La hermana sostuvo con calma la mirada del rey. Eadulf sintió un ligero estremecimiento: una palabra de desagrado por parte de Oswio y ambos estarían muertos.

– Tenéis suerte, Fidelma de Kildare, de que esté familiarizado con vuestros usos y costumbres y sea capaz de controlar el temperamento impetuoso de mi hijo. No obstante, habéis ido demasiado lejos, pues en mi reino no tenéis ninguna autoridad para liberar a un reo a menos que yo lo ordene.

Fidelma agachó la cabeza.

– En ese caso, lo siento de veras, Oswio de Northumbria. Ha sido un error por mi parte pensar que cuando me encomendasteis esta tarea en calidad de dálaigh de los tribunales brehon, consciente de lo que eso conllevaba, me concedíais la potestad de ejercer de manera idéntica a como hubiese hecho en mi país.

Oswio arrugó el ceño; creía haber detectado un ligero tono burlón en la voz de la muchacha.

– Pensé que sabríais que actuabais sin ninguna autoridad -afirmó entornando los ojos-. No creo que ignoréis las leyes de este reino tanto como queréis hacer creer.

Fidelma hizo una mueca de aparente timidez.

– ¿No lo creéis? -preguntó con un aire de candidez algo exagerado.

– ¡No, maldita sea! Claro que no. -El rey hizo una pausa, tras la cual su expresión se mudó en una sonrisa-. De hecho, hermana Fidelma, tengo el convencimiento de que sois una persona sabia y astuta.

– Os estoy agradecida, Oswio.

Alhfrith interrumpió airado:

– ¿Y qué pasa con el brujo? Dejad que envíe a Wulfric a seguirle el rastro junto con algunos soldados.

Oswio lo hizo callar con un gesto, sin apartar sus ojos azules de los reflexivos ojos verdes de sor Fidelma.

– ¿Afirmáis que ese vagabundo es inocente?

– Sí -aseveró Fidelma-. Su único delito es el pecado de orgullo. Predijo algunos acontecimientos ayudado por las estrellas, pero hemos interrogado a los que lo oyeron antes de que sucedieran, y hemos descubierto que no especificó gran cosa. Sólo después de cumplida su profecía empezó a alardear a los cuatro vientos de haber predicho la muerte de la abadesa, lo que lo convirtió en sospechoso.

Oswio asintió pausadamente.

– He visto ejercer a los astrólogos irlandeses y creo en la exactitud de sus profecías. Sin embargo, por lo que decís, no nombró a Étain antes de que la asesinasen.

– ¡Eso no es cierto! Wulfric lo oyó -interrumpió Alhfrith bruscamente.

– Y fue el único -intervino Eadulf-. El único testigo que afirma que el pordiosero nombró a Étain y especificó cómo moriría antes de que sucediese es Wulfric, un jefe de clan deseoso de desacreditar a los irlandeses en general y, en particular, a todo el que tenga alguna relación con la Iglesia de Columba. El mismo Wulfric que alardea de haber ahorcado al hermano Aelfric hace apenas dos días y que asegura que tratará de igual manera al primer monje de Columba que invada sus dominios.

– Así es -confirmó Fidelma-. Hemos interrogado a tres testigos que mantienen que las predicciones de Canna fueron poco más que vagas. Contando con la abadesa Hilda, aquí presente, son cuatro los testigos dispuestos a jurarlo. No fue hasta después del asesinato cuando el vagabundo empezó a atribuirse el mérito de haberlo predicho con total exactitud.

– ¿Y por qué mintió el pordiosero? -preguntó Oswio-. Sin duda era consciente de que todas las sospechas recaerían sobre él, y sabía que si se le acusaba de haber empleado la magia negra para provocar una muerte acabaría por encontrar la suya propia como recompensa.

– Mintió porque buscaba el prestigio que podía reportarle una profecía tan grande que fuese recordada por las generaciones venideras -respondió Fidelma-. Así que tergiversó la verdad y proclamó que su predicción había sido más precisa de lo que fue en realidad.

– Pero actuando de esa manera estaba aceptando su propia perdición -volvió a señalar Oswio.

– Los irlandeses no tienen ningún miedo a la vida de ultratumba -observó Eadulf-. Se dirigen a ella gozosos, e incluso antes de haber aceptado la palabra de Cristo existía en sus enseñanzas un mundo después de éste, en el que se goza de la eterna juventud y al que tienen acceso todos los seres vivos. Canna ansiaba la gloria de este mundo y estaba deseoso de empezar su nueva vida en el otro.

– ¿Se trata entonces de un lunático?

Fidelma se encogió de hombros con aire tímido.

– ¿Quién puede afirmar si estaba o no cuerdo? Todos somos partícipes, en mayor o menor medida, de esa locura que busca la fama y la inmortalidad. De cualquier manera, no era justo que fuese castigado por algo que no había hecho; por eso lo dejé escapar y le dije que, si quería evitar que su nombre corriera por todas las salas de banquetes de Irlanda, si no deseaba ser satirizado en cada uno de los cinco reinos, debía atenerse a lo que había de cierto en su profecía. -Se detuvo, para proseguir con una sonrisa-. A estas alturas debe de andar camino del reino de Rheged.

– ¡Padre! -Alhfrith levantó de nuevo la voz-. No podéis consentir esto. Es un insulto a mi persona…

– ¡Silencio! -La voz de Oswio se semejaba a la de un trueno-. Ya he decidido lo que voy a hacer.

– Lo primordial es descubrir quién es el verdadero asesino de la abadesa Étain. ¿Qué sentido tiene perder el tiempo por culpa de un irresponsable? -añadió Fidelma al tiempo que lanzaba una fría mirada a Alhfrith.

Oswio levantó una mano a fin de sofocar el estallido de cólera que asomaba a los labios de su hijo.

– Tenéis razón. Yo, el rey Oswio, secundo vuestra decisión, hermana. El vagabundo Canna puede considerarse exculpado, y goza de total libertad para permanecer en el reino o marcharse. Sin embargo, quizá sea mejor para él dirigirse a Rheged o incluso más allá. -Dedicó una elocuente mirada a su hijo, que lo miraba humillado-. Y no quiero que se vuelva a hablar del asunto, ni que se tomen ulteriores medidas al respecto. ¿Ha quedado claro, Alhfrith?