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El príncipe, alto y rubio, permaneció en silencio, con la mirada baja y los labios apretados.

– ¿Ha quedado claro? -repitió el rey en actitud amenazadora.

Alhfrith levantó sus ojos rebeldes e intentó sostener la mirada de su padre, aunque no tardó en tener que bajarlos de nuevo para asentir sin articular palabra.

– Bien. -Oswio había recuperado su sonrisa y volvía a relajarse en su silla-. En ese caso, tenemos el deber de asistir al sínodo mientras vos y este buen hermano Eadulf reanudáis vuestra búsqueda.

La hermana Fidelma mostró su agradecimiento con una inclinación de cabeza.

– Este asunto nos ha hecho perder mucho tiempo -observó sin alterarse-. Eadulf y yo nos retiraremos para seguir investigando.

Una vez fuera de la estancia de la abadesa Hilda, el hermano Eadulf se pasó una mano por la frente con la intención de secarse el sudor.

– Os habéis ganado la enemistad y el resentimiento de Alhfrith, hermana Fidelma.

A la religiosa eso parecía no importarle demasiado.

– No es mi intención ir buscando problemas. Alhfrith es un joven de natural resentido y parece estar reñido con su propio mundo. Para él, es más fácil hacer enemigos que amigos.

– De cualquier manera, deberíais andaros con cuidado. Wulfric es de los suyos, y hace todo lo que Alhfrith le ordena. Quizá mintió en lo tocante a la profecía de Canna por orden de éste. Me pregunto si el príncipe sería capaz de matar a Étain para sembrar el desconcierto en el sínodo.

Fidelma no había desestimado esa posibilidad, y se lo confesó a Eadulf en el momento en que llegaron al claustro.

– Y ahora, ¿qué? -preguntó el hermano.

– Sabemos que fueron siete las personas que visitaron la celda de Étain antes de que se encontrase su cadáver. Ya hemos hablado con una de ellas, el astrólogo Canna; así que lo siguiente será hablar con las seis restantes.

Eadulf se mostró de acuerdo, y enseguida se puso a enumerarlas:

– La hermana Gwid, el hermano Taran, la abadesa Hilda, el obispo Colmán, el hermano Seaxwulf y Agatho, el sacerdote de Icanho.

Fidelma sonrió divertida.

– Tenéis buena memoria, hermano, y eso es bueno. De Hilda y Colmán no sacaremos en claro nada que no sepamos ya. Se limitaron a acompañar a Étain al refectorio a mediodía y a hablar sobre el debate.

– ¿Por qué no vemos primero a la hermana Gwid? -sugirió-. Como secretaria de la abadesa debe de saber algo que pueda sernos útil.

La hermana Fidelma sacudió la cabeza con escepticismo.

– Lo dudo. Yo hice con ella el viaje desde Iona. Es una muchacha torpe aunque bienintencionada. No creo que la abadesa le confiase sus secretos; la hermana se limitaba a seguirla con una devoción más propia de un borreguito que de una persona. Étain había sido su tutora en Irlanda.

– Aun así, deberíamos hablar con ella. Según la hermana Athelswith, discutió con la abadesa la mañana de su muerte. ¿Sobre qué pudo ser?

Fidelma había olvidado ese detalle. Cuando llegaron a la officina de los aposentos de invitados, encontraron a sor Athelswith inmersa en sus libros maestros.

– Nos gustaría hablar en privado con algunos hermanos -le dijo Fidelma-. Con vuestro permiso, hermana, usaremos vuestra officina como el lugar más apropiado para llevar a cabo nuestros interrogatorios. No tendréis inconveniente alguno, ¿verdad?

A juzgar por la expresión de su rostro, la hermana Athelswith tenía numerosos inconvenientes; pero era consciente de que los dos religiosos contaban con el respaldo de la abadesa Hilda, por lo que se limitó a suspirar al tiempo que retiraba sus libros.

– ¿Podríais también avisar a los testigos a medida que los vayamos necesitando? -añadió Eadulf con una sonrisa cautivadora.

La anciana emitió un ruido nasal en un intento de disimular el fastidio que le producía el ser distraída de su quehacer.

– Como deseéis, hermano. Mi intención es seros de utilidad en todo lo que me sea posible.

– Perfecto -repuso Fidelma con una sonrisa radiante-. En ese caso, id a buscar a la hermana Gwid. Debe de estar en su dormitorium.

Poco después entró la desgarbada hermana Gwid. Parecía haber recuperado la entereza, si bien sus ojos seguían rojos por el llanto. Miró a Fidelma y a Eadulf con aire de niña perdida y desconcertada.

– ¿Cómo os encontráis esta mañana, hermana? -se interesó Fidelma, invitándola a tomar asiento.

Gwid inclinó la cabeza y se sentó en un taburete de madera, frente a la mesa que servía de escritorio a la hermana Athelswith.

– Siento haber perdido los nervios -repuso-. Étain era para mí una buena amiga. La noticia de su muerte me ha consternado.

– Pero haréis lo posible por ayudarnos, ¿verdad? -El tono de voz de Fidelma era casi zalamero.

La hermana Gwid, indiferente, se encogió de hombros, y Eadulf se dio cuenta de que debían indicarle cuál era su misión y de qué autoridad se hallaban investidos.

– Lo que puedo deciros no es gran cosa -empezó a decir la hermana, algo más servicial-. Recordaréis, sor Fidelma, que yo me hallaba con vos en el sacrarium en espera de la apertura del debate cuando recibimos la noticia de su muerte.

– En efecto -reconoció Fidelma-. Sin embargo, sois vos quien ocupaba el puesto de secretaria de la abadesa y quien se reunió con ella en su cubiculum ayer por la mañana.

Gwid asintió con una inclinación de cabeza.

– Sí. ¿Podréis dar caza al ser despreciable que acabó con su vida? -preguntó de súbito en un tono iracundo.

– Precisamente para eso estamos aquí, Gwid -intervino el hermano Eadulf-. Pero antes debemos hacerle algunas preguntas.

Gwid hizo un gesto con la mano indicándoles que podían continuar, lo que le confirió un aspecto aún más torpe e hizo que Fidelma y Eadulf se fijasen en sus dedos largos y huesudos.

– En ese caso, preguntad.

Fidelma miró al hermano y lo invitó a seguir con el interrogatorio. El sajón se inclinó sobre la mesa.

– Ayer os vieron discutir con Étain fuera de su cubiculum -le espetó.

– Étain era mi amiga -contestó Gwid avergonzada.

– ¿Discutisteis con ella? -inquirió el sajón.

– ¡No! -La respuesta fue inmediata-. Étain sólo estaba… estaba enfadada conmigo porque había olvidado cotejar algunos datos que necesitaba para preparar su argumentación en el debate. Eso es todo.

Era lógico pensar que Étain debía de estar muy excitable ante la perspectiva de su enfrentamiento con Wilfrid, y por tanto no parecía extraño que pudiese reaccionar así.

– ¿Sois de la tierra de los pictos?

Fidelma arrugó el ceño ante el súbito cambio de táctica de Eadulf. El oscuro rostro de la hermana Gwid adoptó una expresión de desconcierto.

– Soy de la tierra de los cruthin. Vosotros los llamáis «pictos», palabra que no es sino una corrupción del sobrenombre latino que recibieron mis antepasados y que significa «hombres pintados» -respondió en tono pedante-. En tiempos pretéritos, nuestros guerreros tenían la costumbre de pintarse el cuerpo para la batalla, una costumbre que se abandonó hace mucho. Yo nací cuando Garnait, hijo de Foth, gobernaba a los cruthin y estaba extendiendo su gobierno sobre los reyes de Strath-Clòta.

Fidelma no pudo evitar sonreírse ante el ferviente orgullo que revelaba la voz de la muchacha.

– Sin embargo, no todos los pictos son cristianos -observó Eadulf con sagacidad.

– Como tampoco lo son todos los sajones -respondió desabrida Gwid.

– Cierto, aunque vos os educasteis en Irlanda, ¿verdad?