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– En un principio estudié en la abadía de Iona, pero más tarde me trasladé a Irlanda con el fin de continuar mi formación en Emly, tras lo cual regresé a Iona. Fue en Emly donde tuve como tutora a la entonces hermana Étain.

– En ese caso -Fidelma se inclinó también hacia delante-, ¿cuánto tiempo estudiasteis con Étain?

– Sólo tres meses. Ella enseñaba filosofía en la facultad de Rodan el Sabio. Cuando supo que Ita, la abadesa de Kildare, había muerto, regresó precipitadamente a su abadía, donde fue nombrada superiora. Después de que Étain se convirtiese en madre abadesa de Kildare la vi en una sola ocasión.

– ¿Y cuándo fue eso? -preguntó Eadulf.

– Tras terminar mis estudios con Rodan, en mi camino de vuelta a Bangor, donde debía tomar un barco hacia Iona, me acogí a la hospitalidad de Kildare.

– ¿Cómo recibisteis el encargo de actuar como su secretaria en este debate? -quiso saber el sajón.

– La abadesa conocía mis habilidades como intérprete. En otro tiempo fui prisionera de los northumbrios durante cinco años, hasta que Finán de Lindisfarne me liberó y me devolvió a mi tierra natal. Puesto que también sé leer sin dificultad el griego de los Evangelios, Étain me eligió para hacer de secretaria.

– No os he preguntado por qué, sino cómo.

– Lo ignoro por completo. Me hallaba en Bangor esperando al barco cuando recibí un mensaje en el que se me rogaba que asistiese a esta asamblea para hacer de secretaria de Étain, a lo cual accedí de muy buena gana. Al día siguiente me embarqué hacia Iona, donde, huelga decirlo, me encontré con vos, hermana Fidelma. El hermano Taran estaba organizando una partida para viajar a Northumbria y, como ya sabéis, ambas nos unimos a él y a otros hermanos de Columba para venir a esta abadía.

La hermana Fidelma confirmó con una inclinación de cabeza el relato de Gwid, tras lo cual preguntó:

– ¿Y cuándo fue la última vez que visteis a la abadesa Étain con vida?

La hermana Gwid frunció el sobrecejo en un gesto pensativo al tiempo que meditaba la respuesta.

– Poco después de que los hermanos hubiesen concluido el prandium en el refectorio, una hora antes del ángelus del mediodía. La abadesa, que había comido con la abadesa Hilda y el obispo Colmán, me pidió que la acompañase a su cubiculum.

– Por tanto, después de vuestra discusión -afirmó Fidelma rápidamente.

– Ya os he dicho que no fue una discusión -se apresuró a responder en tono defensivo-. Además, a Étain no le duraban los enfados: era una mujer muy amable.

– ¿Para qué os convocó tras el prandium? -quiso saber Eadulf.

– Para tratar de la forma en que iniciaría el debate pocas horas después. Como sabéis, era ella la encargada de hacerlo por parte de la Iglesia de Columba. Quería saber mi parecer acerca de su discurso, y la manera en que podría recurrir a las citas de los apóstoles para atraer la atención de los sajones. Su griego a veces no era muy bueno.

– ¿Cuánto tiempo estuvisteis con ella? -preguntó Fidelma.

– Una hora, a lo sumo. Estuvimos tratando los detalles de sus argumentos en lo tocante a las referencias a los Evangelios, y yo me ofrecí a traducir para que no hubiese ninguna duda acerca de las citas que ella elegía.

– ¿Qué impresión os dio la abadesa cuando os despedisteis de ella? -inquirió Eadulf, frotándose la nariz con el índice.

Gwid arrugó el entrecejo.

– No sé qué queréis decir.

– ¿Estaba inquieta?, ¿se veía relajada?… ¿Qué impresión os dio?

– Parecía estar bastante relajada. Como se puede suponer, se sentía preocupada por la tarea que tenía entre manos, pero no más de lo que solía estarlo cuando preparaba sus clases en Emly.

– ¿No la visteis alarmada en ningún momento? ¿Recibió alguna amenaza durante su estancia en esta abadía?

– Si os referís a alguna provocación por parte de algún discípulo de Roma… Me dijo que tuvo que sufrir los insultos de algún que otro sacerdote romano, como por ejemplo Athelnoth. Aunque él…

Gwid se mordió el labio. Inmediatamente, los ojos de Fidelma brillaron.

– ¿Qué ibais a decir, hermana? -dijo con voz tranquila aunque insistente.

La aludida hizo un mohín torpe.

– No es nada. Se trata de algo personal, sin ninguna relevancia.

Eadulf arrugó el ceño.

– Nosotros juzgaremos lo que es relevante y lo que no lo es. ¿Qué ibais a decir?

– Athelnoth profesaba un gran odio a Étain.

– ¿Por qué razón? -la animó Fidelma al notar la gran reticencia que mostraba la hermana para explicarse.

– No es nada decoroso hablar de este modo de la abadesa asesinada.

Eadulf, exasperado, dejó escapar un gruñido.

– Hasta ahora no habéis hablado de ningún modo. ¿Qué es lo que no os parece decoroso?

– Sabemos que Athelnoth no es sólo un ferviente defensor de la doctrina romana, sino que considera que los northumbrios son superiores a cualquier otro pueblo -observó Fidelma, recordando la conversación que mantuvo con Étain la primera noche que pasó en Streoneshalh.

Gwid volvió a morderse el labio, ligeramente ruborizada.

– Se trataba de un odio personal más que de un conflicto teológico.

Fidelma estaba perpleja.

– Explicaos. ¿Qué queréis decir con «un odio personal»?

– Creo que Athelnoth le había hecho proposiciones a Étain… de naturaleza amorosa.

Un breve silencio siguió a esta declaración. Los labios de la hermana Fidelma emitieron un silbido prolongado y silencioso. Étain era una mujer atractiva, de eso ya se había dado cuenta hacía tiempo, y sabía que la abadesa no era célibe; sin duda se sentía atraída por el sexo opuesto. En un vago rincón de su memoria, Fidelma guardaba lo que le había dicho Étain acerca de su intención de volver a casarse y renunciar a la abadía de Kildare.

Eadulf sacudió la cabeza sorprendido.

– ¿Estáis segura de eso, hermana Gwid?

La religiosa picta levantó sus anchos hombros para dejarlos caer enseguida en un gesto que estaba a medio camino entre la indecisión y la resignación.

– No puedo afirmarlo con total seguridad. Lo único que sé es que Étain sentía hacia él una gran aversión, y llegó a decirme que bajo determinadas circunstancias sería capaz de aceptar algunos de los nuevos postulados de la Iglesia romana.

– ¿Qué creéis que quería decir con eso?

– Imagino que se trataba de una alusión al celibato -repuso Gwid con cierta timidez.

– ¿Sabíais que la abadesa Étain estaba decidida a presentar su renuncia como abadesa de Kildare una vez concluida esta asamblea? -preguntó de pronto sor Fidelma-. ¿Sabíais que pensaba contraer matrimonio…?

– ¿Cuándo hizo la abadesa ese comentario acerca del celibato? -interrumpió Eadulf.

Fidelma se mordió un labio irritada: el sajón había impedido la respuesta espontánea de Gwid. La picta se agitaba inquieta.

– Estábamos hablando sobre lo que respondería si la facción romana sacaba a relucir dicha cuestión. Muchos de sus seguidores opinan que no deberían existir las residencias mixtas, y que todos los religiosos, desde los monjes a los obispos, deberían permanecer célibes. Fue en ese momento cuando la abadesa hizo aquel comentario. Yo ignoraba que Étain tuviese intención de casarse o renunciar a su cargo. -Gwid frunció el entrecejo-. Si es cierto lo que decís, considero que habría sido injusto.

– ¿Injusto?

– O quizás inmoral. Habría sido inmoral que una mujer con el talento de la abadesa hubiese renunciado a su cargo por vivir con un hombre. Puede que su muerte haya sido una forma de absolución por un comportamiento sin duda vil y pecaminoso.

Fidelma le lanzó una mirada llena de curiosidad.

– ¿Cómo sabéis que se refería a Athelnoth cuando hizo el comentario? ¿Cómo pudisteis colegir de eso que el sajón se le había declarado?