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– Porque interrumpió nuestra conversación con el fin de hablar a solas con Étain. Ella le dijo que se hallaba ocupada y le pidió que se fuese. Sucedió precisamente cuando hablábamos del celibato. Entonces, por lo que puedo recordar, dijo: «Cuando un hombre como ése me hace proposiciones, me siento más inclinada a aceptar los postulados de Roma».

Eadulf retomó su interrogatorio.

– ¿Estáis segura de que dijo «cuando» y no «si»? ¿Estaba insinuando que Athelnoth le había hecho tales proposiciones o sólo hablaba de un caso hipotético? -preguntó bruscamente.

La hermana Gwid levantó un hombro y lo dejó caer.

– Yo quedé convencida de que Athelnoth ya le había hecho una invitación licenciosa.

Todo quedó en silencio mientras Fidelma y Eadulf asumían la trascendencia de lo que Gwid acababa de referirles. Tras algunos instantes, la hermana prosiguió el interrogatorio.

– ¿Habló Étain de alguna otra persona o incidente relativos a un sentimiento de odio por parte de los seguidores de Roma?

– Sólo hizo referencia a su relación con Athelnoth.

– Muy bien. Gracias, hermana. Sentimos haber acrecentado vuestro duelo.

Tras levantarse, la desmañada monja se dirigió hacia la puerta.

– A propósito…

La voz de Fidelma hizo que se detuviera.

– Parecéis opinar que el matrimonio entre religiosos es una práctica vil y pecaminosa. ¿Qué pensáis de la controversia acerca del celibato entre los religiosos?

La hermana tensó los labios en una mueca de tristeza.

– Estoy a favor de la doctrina de san Pablo de Tarso y de Maighnenn, abad de Kilmainham: los sexos no deben profanarse mutuamente cuando están dedicados a servir al Todopoderoso.

Eadulf esperó a que la hermana Gwid se hubiese marchado antes de enfrentarse a sor Fidelma indignado, interrumpiendo de esta manera sus cavilaciones.

– Si estamos trabajando juntos, hermana, no deberíais ocultarme información.

Fidelma estaba a punto de contestar airadamente, pero de pronto se dio cuenta de que el enfado de Eadulf estaba más que justificado: no le había mencionado la decisión de Étain de renunciar a su cargo para contraer matrimonio.

Ni siquiera había pensado que tuviese alguna importancia, aunque en ese momento empezaba a sospechar que estaba equivocada. Dejó escapar una larga bocanada de aire.

– Lo siento. No estaba segura de que la decisión de la abadesa fuese relevante. Étain no me lo dijo hasta la noche anterior a su muerte.

– ¿Con quién pensaba desposarse?

– Imagino que se trataba de alguien a quien debió de conocer en Irlanda. Tenía la intención de regresar a Kildare y renunciar al abadiato. Supongo que pretendía retomar en una casa doble la labor docente que llevaba a cabo en Emly.

– ¿Y no sabéis con quién iba a casarse?

– No llegó a decírmelo. ¿Qué importancia puede tener eso aquí en Northumbria?

Eadulf se mordió el labio y permaneció callado unos instantes.

– Me cuesta creerlo -dijo de pronto.

Fidelma levantó una ceja.

– ¿A qué os referís?

– A lo de Athelnoth. Se dice que es un hombre altanero; según parece, está convencido de que todos los extranjeros son inferiores, y además es un ferviente defensor de la doctrina de Roma. ¿Qué puede haberlo llevado a sentirse atraído por la abadesa Étain con ese apasionamiento?

– ¿Acaso no es un hombre? -repuso cínica Fidelma.

Eadulf sintió que sus mejillas se encendían.

– Sin duda; pero aun así…

– Étain era una mujer muy atractiva. No obstante, sé lo que queréis decir, aunque en ocasiones las personalidades opuestas acaban por atraerse.

– Así es -asintió Eadulf-. Vos conocéis a la hermana Gwid. ¿Podemos confiar en sus habilidades como observadora? Porque quizás ha malinterpretado lo que dijo Étain acerca de Athelnoth.

– Es una chiquilla algo torpe, que se desvive por agradar a sus superiores. Sin embargo, tras sus miembros desgarbados se esconde una mente astuta. De hecho, suele mostrarse pedante en lo que concierne a los detalles. Creo que podemos confiar en su testimonio.

– Entonces propongo que el próximo en declarar sea Athelnoth.

Capítulo X

La hermana Athelswith volvió para informarlos de que Athelnoth se hallaba en el sacrarium oyendo el debate, y que no podía avisarle sin interrumpir todo el sínodo. Fidelma y Eadulf decidieron invertir ese tiempo en acudir también al lugar de la asamblea y ver cómo se estaba desarrollando el proceso. Desde su llegada a Streoneshalh no habían tenido oportunidad de asistir a ninguno de los discursos que se habían pronunciado. Al parecer, había sido el obispo Colmán en persona el encargado de la defensa inicial de Iona en ausencia de la abadesa Étain, y lo había hecho exponiendo a grandes rasgos cuáles eran las enseñanzas de los monjes de Iona, con un discurso directo y muy conciso, pero carente de toda astucia y elocuencia retórica. Por el contrario, la respuesta de Wilfrid había sido breve y sarcástica, y le había reportado una clara ventaja frente a la franqueza de su oponente.

Fidelma y Eadulf se hallaban de pie al fondo del sacrarium, cerca de una puerta lateral situada tras los bancos de los seguidores de Columba, en un intento de evitar el olor casi asfixiante del incienso.

Habían entrado en el preciso instante en que se disponía a hablar un hombre alto y de rasgos angulosos. Según informó a Fidelma una hermana que se encontraba cerca de ellos, se trataba del venerable obispo Cedd, uno de los discípulos de Aidán. La hermana refirió en un susurro que Cedd acababa de llegar del país de los sajones orientales, donde había estado de misionero, y por eso habían requerido su presencia para traducir del sajón al irlandés o a la inversa, según se terciase. El obispo era el mayor de cuatro hermanos que habían abrazado la fe gracias a Aidán. En ese momento dirigía la Iglesia de Columba en Northumbria. Chad, otro de sus hermanos, era obispo de Lastingham; los dos restantes, Caelin y Cynebill, también se hallaban en la asamblea. Chad, según señaló la hermana, se había educado en Irlanda.

– Se ha especulado mucho acerca de la fecha de nuestra celebración de la Pascua -decía Cedd en ese momento-. Nuestra graciosa reina, Eanflaed, la conmemora según lo establecido por Roma. Nuestro buen rey, Oswio, sigue los postulados de Columba. ¿Quién lleva razón y quién se equivoca? Puede darse el caso de que el rey haya terminado el ayuno cuaresmal y se halle celebrando el Sábado Santo mientras que la reina y sus seguidores se encuentran aún en Cuaresma. Ésta es una situación que no puede aprobar un hombre que esté en su sano juicio.

– Cierto -clamó el pugnaz Wilfrid, sin siquiera molestarse en abandonar su asiento-. Es una situación que será rectificada en cuanto admitáis vuestro error de cálculo en lo referente a la Pascua.

– Un «error de cálculo» que goza de la aquiescencia de Anatolio, que se encuentra entre los más eruditos de la Iglesia -respondió Cedd. A sus mejillas habían asomado dos manchas rosadas que daban una pincelada de color a su huesudo rostro de pergamino.

– ¿Anatolio de Laodicea? ¡Tonterías! -Wilfrid había acabado por levantarse, y apeló con los brazos bien extendidos a sus hermanos de Roma-. No me cabe duda de que vuestro calendario lo elaboraron los britanos, y su antigüedad no llega a los dos siglos. El de Roma, por el contrario, fue cuidadosamente calculado por Victorino de Aquitania.

– ¡Victorino! -De uno de los bancos asignados a los seguidores de Columba surgió de pronto un hombre de piel bronceada que apenas pasaba de la treintena. Tenía el cabello rubio y la expresión seria-. Todo el mundo sabe que sus cálculos eran erróneos.

La hermana que informaba a Fidelma se inclinó hacia ella.

– Ése es Cutberto de Melrose; allí ocupa el cargo de prior desde la muerte del piadoso hermano Boisil. Es uno de nuestros mejores oradores.