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– ¿Error? -preguntó Wilfrid con una mueca despectiva-. ¿De qué error habláis?

– Nosotros seguimos fielmente los cálculos que se acordaron originariamente en el Sínodo de Arlés y las prácticas rituales de los primeros cristianos. Es Roma la que está equivocada. Roma es la que se ha alejado de la fecha original de la Pascua al adoptar los nuevos cálculos debidos a Victorino de Aquitania. Éste no llevó a cabo más que algunas enmiendas en tiempos del papa Hilario; ni siquiera hizo el cálculo completo.

– ¡Sí! -gritó con vehemencia la madre Abbe de Coldingham, hermana de Oswio-. Y durante el papado de Félix III, Dionisio el Exiguo volvió a proponer más enmiendas. Durante los últimos trescientos años, aproximadamente, Roma no ha hecho más que tergiversar las normas relativas a la celebración de la Pascua que se establecieron en el Concilio de Arlés con el consenso de toda la cristiandad. Nosotros, por el contrario, nos mantenemos fieles a los cálculos originales que allí se adoptaron.

– ¡Perjuráis ante Dios! -espetó furibundo Agilbert, el obispo franco.

Esto originó un gran revuelo en la sala, que acalló el venerable Cedd cuando, con un gesto, indicó que pretendía retomar su discurso.

– Hermanos, debemos mostrarnos benevolentes los unos con los otros en un lugar como éste. Estoy convencido de que los que se oponen a la Iglesia de Columba lo hacen desde la ignorancia. Después del Concilio de Arlés, el mundo cristiano acordó basar nuestro calendario de la celebración pascual en el de la tierra en la que Cristo nació y llegó a la madurez. Por lo tanto, se decidió seguir el calendario lunar judío y la Pascua de este pueblo, que coincide con el momento en que fue crucificado nuestro Salvador. Esto se produjo en el mes de nisán, séptimo del calendario judío, que marca el inicio de la primavera y que se corresponde con marzo o abril.

»Es por esto por lo que nosotros llamamos Pascua a nuestra celebración, pues viene del hebreo Pésaj. El mismo san Pablo, en su Carta a los Corintios, se refiere a Cristo como su cordero pascual, es decir, su sacrificio, porque de todos es sabido que fue ejecutado en dicha fiesta, que, de acuerdo con los cálculos antiguos, se celebraba el decimocuarto día de nisán. En virtud de éstos, nosotros hacemos depender su celebración del domingo que cae entre los días decimocuarto y vigésimo a partir de la primera luna llena tras el equinoccio de primavera.

– Sin embargo, Roma determinó que era inconcebible hacer coincidir una festividad cristiana con una judía -interrumpió Wilfrid.

– En efecto -repuso Cedd sin perder la calma-. Pero a nuestro parecer esa decisión, acordada en el Concilio de Nicea, carece por completo de sentido, dado que el mismísimo Cristo era judío…

Sus palabras se vieron interrumpidas por un murmullo horrorizado. Cedd paseó su mirada por la asamblea con aire satisfecho.

– ¿No es así? -preguntó en tono sarcástico-. ¿O es que era nubio? ¿Sajón, acaso? ¿Franco, quizá? ¿En qué tierra vio la luz y se hizo un hombre, si no fue en la de los judíos?

– ¡Era el Hijo de Dios! -La voz de Wilfrid se elevó enfurecida.

– Y el Hijo de Dios decidió nacer en la tierra de Israel, de padres terrenales judíos, y los primeros en recibir su palabra fueron precisamente los miembros del pueblo elegido de Dios. Cuando éstos lo mataron (y sólo entonces), rechazaron su palabra, y fue en ese momento cuando la acogieron los gentiles. En ese caso, ¿no es algo inusitado ignorar el hecho de que Cristo fue crucificado durante una celebración judía y asignar para que el mundo cristiano conmemore su muerte una fecha arbitraria que no guarda relación alguna con la fecha en la que se produjo en realidad?

La madre Abbe meneaba la cabeza en señal de asentimiento.

– Yo he llegado a oír que los seguidores de Roma pretenden cambiar también nuestro día de descanso porque coincide con el sabbath hebreo -observó mordaz.

Wilfrid apretó los labios llevado por la ira.

– El domingo, primer día de la semana, es el día idóneo para dedicarlo al reposo, ya que simboliza la resurrección de Cristo.

– Sin embargo, la tradición ha preferido siempre el sábado como día de descanso por ser el último -arguyó otro hermano, que la monja situada al lado de Fidelma identificó como Chad, el abad de Lastingham.

– Todas esas enmiendas que ha ido haciendo Roma nos alejan cada vez más de la fecha original, y convierten nuestras ceremonias conmemorativas y aniversarios en algo arbitrario y despojado de toda significación -gritó Abbe-. ¿Por qué no aceptamos que Roma está equivocada?

Wilfrid tuvo que esperar a que cesasen los aplausos de los partidarios de Columba. Se hallaba turbado por la erudición del anciano Cedd, y prefirió adoptar una actitud burlona.

– Así que Roma está equivocada -repuso con una mueca de desprecio-. En ese caso, Jerusalén no lo está en menor medida, ni Alejandría, ni Antioquía… El mundo entero está equivocado, excepto los irlandeses y los bótanos, que parecen conocer la verdad.

El joven abad Chad se levantó al oír estas palabras.

– El noble Wilfrid de Ripon -empezó a decir con un tono de voz cáustico- debería tener presente que las Iglesias orientales ya han rechazado los nuevos cómputos de Roma referentes a la celebración de la Pascua, para seguir los que hemos adoptado nosotros. A ellos no se les ocurre mofarse de Anatolio de Laodicea. Ni la Iglesia de los irlandeses y bótanos ni las orientales se han alejado de las fechas originales que se establecieron en Arlés. Sólo Roma se empeña en corregirlas.

– Los seguidores de Roma hablan como si ésta fuese el centro de todas las cosas. -El obispo Colmán, al ver que se hallaba en clara ventaja, se decidió a tomar parte en el debate-. Parecen convencidos de que nosotros somos los que llevamos el paso cambiado con el resto de la cristiandad. Con todo, las Iglesias de Egipto y Siria y las de más al este se negaron a seguir los dictados de Roma en su Concilio de Calcedonia por…

Los crecientes gritos de protesta que se elevaron de los asientos ocupados por los religiosos de Roma lo obligaron a callar. Finalmente, Oswio se puso de pie con la mano en alto y se empezó a restablecer el silencio de forma gradual.

– Hermanos, el debate de esta mañana ha sido largo y arduo, y no hay duda de que nos ha ofrecido bastante materia de reflexión. Ha llegado el momento de descansar y proporcionar alimento a nuestros cuerpos y espíritus. Dedicaremos la sobremesa a meditar y volveremos a reunirnos aquí esta tarde.

Los asistentes a la asamblea se levantaron y empezaron a dispersarse poco a poco, si bien seguían discutiendo entre ellos.

– ¿Quién es Athelnoth? -preguntó Fidelma a su confidente.

La hermana se volvió y examinó los diferentes grupos de religiosos con el sobrecejo ligeramente arrugado.

– Es aquél, hermana; el que está al lado del hombre del pelo pajizo, al fondo de la sala.

Después de hacer una señal a Eadulf con la mirada, Fidelma se dio la vuelta y se abrió camino entre la multitud, que no había dejado de discutir, hacia la persona que le había indicado la hermana. Se hallaba de pie, un paso por detrás de la pequeña figura del belicoso Wilfrid de Ripon, como si estuviese esperando su turno para hablar con él. A su lado había un monje rubio que sostenía al alcance de su vista varios libros y documentos.

– ¿Hermano Athelnoth? -preguntó Fidelma una vez llegada a su altura.

El aludido, que se hallaba de espaldas, dio un respingo; los músculos de su cuello se tensaron de inmediato. Entonces se volvió con el ceño fruncido. No era un hombre alto, pues apenas pasaba del metro sesenta, pero daba la impresión de poseer un claro dominio sobre sus compañeros. Tenía la cara ancha, la frente alta e inclinada, la nariz aguileña y los ojos negros. A juicio de Fidelma, debía de haber muchas mujeres que lo considerasen un hombre atractivo; sin embargo, ella lo encontraba demasiado taciturno e incluso siniestro.